Texto del episodio "Todo es cultura" de Prohibido Pensar.


1.

Hay que ver todas las tonterías que suelen decirse sobre cultura alta y baja.

Las tonterías culifruncidas de los que entienden que no se puede comparar un reguetón con Brahms, un grafiti con Jackson Pollock, Los tres chiflados con Esperando a Godot o el tiraje limitado de un número de Spiderman con una rara edición en rústica de Orlando furioso, y corren despavoridos a llamar a la policía ni bien algo o alguien promiscuo los aproxima.

Pero sobre todo, hoy, me interesan las tonterías de sus adversarios. Las de quienes se identifican inmediatamente como poseedores aconflictivos y distendidos de un concepto amplio y democrático de cultura, y dicen “usamos cultura en un sentido antropológico”, o “ya no se puede seguir sosteniendo esa distinción elitista eurocéntrica entre cultura alta y baja”. La consigna es “todo es cultura”. En fin.

Dejemos de lado por ahora algo que me parece decisivo: el estremecimiento, la electricidad entusiasta que recorre el cuerpo y el placer perverso ligerísimo de los que ponen todo a bailar la danza promiscua de la democracia cultural, al ver el escándalo pintado en la cara del conservador, del reaccionario, del pacato o el burócrata mediocre que prefiere que los valores o los bienes culturales estén en su lugar. Qué delicia.

Pensemos antes que nada que en ese pretexto de que todo es cultura se suele inscribir una culpa, un arrepentimiento y una enmienda: siempre, detrás de ese enunciado, va a haber un intelectual clásico y apolíneo que está de vuelta y juega a emborracharse y a mimetizar su gusto con el de la masa, porque entiende que hay que reencontrar el camino de la cultura popular como un procedimiento para terminar por abolir definitivamente la distinción misma entre cultura culta y cultura popular. Ya volveremos a esto.

Lo más terrible de esta postura es su carácter omnívoro, su forma de volverse inevitablemente una especie de antídoto o de anticuerpo radical, molesto y peligroso. No hay argumento, observación o postura adversa o disidente al todo es cultura que no se desarticule y demuela con la eficacia terrible de quien denuncia y desnuda al mismo mal antidemocrático: el protofascista, el estalinista, el pensador del Estado totalitario. Se instala así, era previsible, una especie de paradójico totalitarismo horizontal: nada que venga a estropear la fiesta laxa de las expresiones, las manifestaciones, las diferencias y los intercambios culturales es bienvenido. Empieza por excluir al poder y al dictador y termina por excluir al sentido, a la crítica y al juicio.

La operación todo es cultura, todo es arte, todo es política, termina por instalar una cultura, un arte, una política, y una sociedad en suma, laxos, invertebrados, hipotónicos. El llamado ingenuo a abolir las distinciones entre cultura culta y cultura popular, entre cultura alta y baja, termina siempre por canonizar a un mundo blanco, radicalmente indiferente: todo está tocado, perdonado, redimido, fetichizado y hasta milagroseado por cultura.

Eventualmente la pobreza, el analfabetismo, la violencia territorial, el mercado negro, las adicciones y la lumpenización radical del vínculo social, terminarán por funcionar como la cumbia villera o el reguetón: rasgos culturales en un sentido antropológico de la palabra, zonas o momentos del folclore de la miseria poscapitalista de principios del siglo 21.

Vamos a un corte.




2.

La destitución de la distinción entre cultura alta y cultura baja es una inquietud típica de la nueva izquierda culturalista, típico producto intelectual de los 90 del siglo pasado, vinculado al paradigma de los estudios culturales, y que vino a plantearse, en América Latina, contra ciertas formas de intelectualidad de izquierda clásica o tradicional.

Primero algunas cuestiones argumentativas. La izquierda culturalista entiende que la cultura alta, situada en el llamado centro letrado de la ciudad o ciudad letrada, es ese cuerpo de doctores, escritores e intelectuales que dictan y administran las formas del saber, la política, la sensibilidad, la literatura, el arte, la sexualidad, la distribución de la gente y de las energías. Las tensiones del centro letrado con las zonas bárbaras, iletradas, periféricas, fronterizas o subalternas de lo social, fenómeno típico de la historia de la civilización moderna, indican los dolores de imposición del canon cultural europeo, expansionista, normativo y fundamental para la hegemonía del modelo Estado-nación.

Pero en un concepto educativo o de gobierno centro/periferia o cultura alta / cultura baja no tienen necesariamente una relación mecánica o territorial simple: no son dos perímetros o dos territorios preexistentes que mantienen entre ellos una relación de fuerza, imposición o sometimiento, que es como los estudios culturales tienden a tomar ordinariamente la idea de hegemonía de Antonio Gramsci. Como la relación docente-discípulo, gobernante-gobernado o yo-otro, en centro-periferia el centro no es solamente eso que proyecta normativamente sus valores o sus contenidos a la periferia (aunque a veces sea eso). No norma o disciplina a la periferia: la estructura y la organiza.

Y esa sutileza es decisiva: no funciona imponiéndole al otro sus gustos, sus valores, sus preferencias, sus experiencias y todo el contenido imaginario de su yo, sino solamente en la medida en que esos gustos, esas experiencias y ese imaginario son contados, organizados, puestos en narrativa y en sentido. Si yo le explico al otro mis experiencias es porque las racionalizo o problematizo —por lo cual la explicación o la transmisión de mis experiencias presupone la trasmisión de la tecnología de la racionalización, la trasmisión de cierta posición de trascendencia con relación a esas experiencias, a mis creencias, a mis opiniones, a mi lenguaje y mis herramientas comunicativas, en fin.

Ese es el gran punto de la educación: cuando enseño, siempre enseño menos contenidos que tecnologías organizativas, teorías, ligaduras conceptuales, criterios de relevancia, formas de archivar y de narrar. O sea, el punto universal del logos, de la propia racionalidad. Y ese es, precisamente, el punto que obtura la nueva izquierda culturalista y su demanda de abolir, en nombre de una especie de amplitud ecológica que ellos llaman antropológica, la distinción entre cultura alta y baja.

Allí donde el intelectual socialista tradicional, continuador del proyecto moderno, había visto en el otro (periferia) alguien a ser educado, puesto en lenguaje, movido a la curiosidad y a la interpretación, convertido en para-sí, subjetivado y conciente de su alienación, el nuevo intelectual culturalista, abusando de la idea de hegemonía, lo veía ahora como diferencia y singularidad plena y quieta a ser respetada. De una praxis política a un pasmo estético.

Vamos al corte. Me pasmé.



3.

Decíamos que la consigna todo es cultura quiere decir, en rigor, que toda actividad humana estará canonizada y fetichizada por cultura. El famoso concepto antropológico amplio de cultura esconde un concepto ecológico o fotográfico. El todo-es-cultura, así como el todo-es-arte, nos congela en un respeto que es como una especie de horror sagrado. Nada debe ser tocado. La intervención es el mayor de los pecados y se paga con un juicio por totalitarismo.

El otro es observado y consumido por el nuevo intelectual en una discreta atmósfera de maravilla y éxtasis. Todo lo periférico, lo fronterizo, lo iletrado comienza a atraer la simpatía un poco demagógica o provocadora del intelectual culturalista. Lo limítrofe pasa a constituir una reserva de valores utópicos premodernos o antropológicos: saberes menores que se ríen de la verdad o el error, escasa o nula organización, expresividad espontánea que se ríe del buen o mal gusto.

La cultura, en su vocación democrática de amplitud y respeto, termina por empujar al otro a una radical museización. Ninguna alteridad que pensar, ninguna alteridad contra la cual pensarme: el otro siempre está en peligro de extinción: celebro su música, su dialecto, su conducta, su atavío. La relación yo-otro no está atravesada por ninguna tensión, ningún conflicto. El otro no ofrece resistencia alguna. Finalmente desaparece como una especie de estampita folclórica o de testimonio pleno de la diversidad, sin concepto ni política ni lenguaje.

Todo es cultura es la gran enfermedad autoinmune de las sociedades occidentales desarrolladas. La enfermedad no es nueva: está en el genoma del capitalismo sajón, y asoma en el liberalismo relativista de ciertas corrientes de antropólogos, etc. La sociedad democrática, víctima de su propio sistema defensivo, cae en una especie de catatonia o de estupor. No entiende que la tolerancia, la no discriminación, el respeto por la singularidad del otro, la no intervención, termina por ser lo mismo que tachar al otro. Es ignorarlo, no tener ya deseo del otro, no tener y no querer tener ninguna hipótesis sobre el otro. Ya no hay otro, y por tanto, tampoco hay yo. Todo se hunde dulcemente en una especie de haraganería, de pachorra.

Haga lo que haga, el otro siempre va a estar como perdonado por la mirada ecológica de un yo extático que ya no dice y no hace nada. Todo el espacio cultural se convierte en un muro en el que se grafitea incesantemente, como en facebook. La expresividad y sinceridad puras como motores ciegos y atolondrados de una máquina siempre en movimiento, siempre quieta.

Así, desde la cumbia villera y la impensada poesía de la miseria, del jorobadito o del lumpen, hasta el kitsch cansado e inútil de los alter-artistas que hace tiempo ya que han quedado huérfanos de coartadas como la contracultura o la provocación, la cultura-otra tapiza todo. Y esto sencillamente es porque coincide o es funcional al mercado, a los medios y a la masa: las tres patas del capitalismo global desregulado.

Eso que el intelectual culturalista invoca como cultura popular, minoritaria o subalterna solamente puede armar su revancha contra la cultura culta hegemónica a condición de aliarse con la cultura de masas. Así se condena a una muerte placentera: ser absorbida por la cultura de masas. Y la cultura de masas es una mutación exponencial de la hegemonía clásica. Procede por captura, anexión y empuje. Se alimenta de culturas alternativas y de voces subalternas.

Hasta la semana que viene.

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