Pegan a un perro
Algo extraño pasó hace un tiempo. Y lo extraño es que a nadie le ha resultado extraño. Unos púberes apalean a una perra hasta matarla. Suben a internet un video que registra la hazaña. Los informativos de los tres canales privados de televisión abierta de Montevideo ponen la noticia como portada. Alguno agrega un informe adicional sobre violencia animal. Todos recogen opiniones de expertos y especialistas. Alguno improvisa rápidos interrogatorios callejeros. Cae el mundo occidental. Hemos llegado a un punto de violencia extrema en la tortura y de obscenidad helada en el registro fotográfico o fílmico. Las redes comunicativas en internet se llenan de mensajes de indignación, de imprecaciones, de amenazas, de insultos. Se arman manifestaciones espontáneas y marchas y protestas civiles. La gente se pone de pie y con su mascotita en la falda grita su basta a este mundo violento. Por un momento parece que estamos al borde de la revolución.
Pero, después de todo, después de la tormenta, a nadie le resultó extraña la desproporción. A nadie le pareció algo digno de atención esa identificación masiva y explosiva de la gente con un perro. Esa empatía hiperrealista, esa solidaridad brutal sin lenguaje. Una forma extrema de solidaridad que, por otra parte, solamente es posible ejercer con un animal. Cuenta la leyenda que ya con el cerebro comido por la sífilis Nietzsche se abrazó a un caballo en plena calle, llorando a mares, en un ataque masivo de piedad. Está claro que la definición que una cultura hace de la animalidad y las formas en las que traza la barra que separa y antagoniza lo animal y lo humano, no habla sino de la cultura y de la sociedad que las plantea y las ejerce. Y ahí está lo interesante. Pues acá parece haber un punto de fusión con el animal, una abolición de la barra que nos separa y antagoniza con el animal. Y el síntoma de esta abolición es la identificación masiva. Esa identificación empática plena indica una catástrofe de la cultura.
El animal no es un otro que se educa y con quien se transfieren símbolos y lenguaje. Es simplemente aquello que se domestica. Me muerde y me ataca o se somete calladamente. El animal tolera cualquier identificación en bloque sin exigir devolución, sin ofrecer resistencia alguna, sin obligarnos a problematizar nuestro vínculo. Y por lo tanto nos condena a una relación imaginaria absoluta, la más infantil, elemental e hiperrealista. Absolutamente tierna (le hablamos como a un niño, dialogamos con él sin esperar más respuesta que su carita: en el fondo sabemos que su corazón escucha) o absolutamente cruel y destructiva (lo metemos en una bolsa y lo molemos a palos). Lo mismo da. Son meras variaciones del mismo tema. Así es la cultura Disney. Perritos de saco y corbata y niños reos encerrados en containers.
El animal es el partenaire perfecto para una masa que no quiere al otro. Una masa radicalmente indiferente por el otro humano, por el otro social y por lo social mismo. El perrito es la forma ideal abstracta de la minoría victimizada: indefensión, incapacidad de respuesta, imposibilidad de plantearnos el problema social del sujeto. Sencillamente podemos entregarnos a la delicia de una solidaridad absoluta, infantilizada y asocial. Podemos entregarnos al juego pasivo de un vínculo incondicional sin compromiso, sin novedad y sin consecuencias, una verdadera "máquina célibe". Y todos creemos, en este indiferenciado fin de los tiempos, que esta forma absurda y brutal del afecto se llama amor.
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