Contra el futuro. Lo posible-impensado.
1.
2.
¿Cómo no ir entonces contra el despreciable sentido liberal que adquiere
inevitablemente en nuestro mundo la definición aristotélica de política como
“el arte de lo posible”, la realpolitik?
Ahí está en juego precisamente la intercambiabilidad entre arte y técnica, ars y
techné, el delicado y precioso saber
hacer del artesano. Y la creciente alienación moderna entre arte y técnica
inscribe también, y sobre todo, una confusión entre dos posibles. Trato de explicarme.
a. Hay un posible que
siempre presupone y depende completamente de un marco a priori ya establecido y consagrado, de ese gen que no vemos ni conocemos, de una instalación por defecto de settings que dibujan y regulan el campo
mismo de lo realizable, pero también, y, sobre todo, de lo sensible, lo experimentable y lo pensable. Algo como los a
priori o las condiciones de
posibilidad de Kant. Hemos llamado código
a la implementación tecnológica de ese gen.
Los modernos tendemos a no ver el corte profundo que ese gen histórico ya ha realizado entre lo pensable y lo no pensable (o
de lo decible y lo no decible), para entenderlo sencillamente expuesto en el
campo de lo realizable, en la neutralidad de la línea potencia-realización.
Como si lo realizable no fuera un avatar de lo pensable, como si lo realizable
no estuviera ya inscripto (y, se diría, empujado u obligado a realizarse) en lo
pensable. En este caso, el juego complicado de propiciar un posible-realizable,
o de minimizar sus consecuencias perjudiciales, o de impedir otro, etcétera, solamente
puede ser una tecnología y una pragmática, es decir, un (saber) saber hacer, una razón de cálculo, una
racionalidad predictiva y anticipatoria: un arte
de código. Ahora bien. En este posible
de realizaciones o producciones reside la verdadera fuerza histórica
inconsciente de la modernidad y del capitalismo. Es la fuga maníaca de la
potencia a la realización, la recaída o el cortocircuito pulsional, que inscribe
su incrustación más profunda y neutra, el gen
que empuja a seguir la línea de lo pensable-realizable, separando
subrepticiamente un no pensable o un no decible que caen en el fuego negro y
silencioso del olvido absoluto o de la inexistencia, y quedan, digamos, forcluidos, sin inscripción, huérfanos
de todo lenguaje. En otras palabras: la fuerza del capitalismo no reside en lo que él piensa, y ni siquiera en lo
que él hace, sino en lo que ya ha hecho,
en lo que siempre ya ha hecho, que
pauta la lógica neutra e invisible de lo por
hacer y de lo por venir. En otras
palabras, la fuerza reside en la materialidad
real de las prácticas histórico-sociales que quedan inscriptas como
condiciones de posibilidad en la materialidad
objetiva, en los objetos y la realidad, y en las leyes objetivas y formales
que rigen su funcionamiento. Objetos y realidad (positivos) son entonces
emanaciones objetivas del saber hacer
capitalista que no se piensa como saber. Son automatismos del propio cuerpo
capitalista marcando el tiempo y el espacio de las posibilidades futuras. Las
condiciones de posibilidad parecen ahora funcionar sobre un campo objetivo que
es también una neutralidad (un campo ya objetivado). Pero ese campo siempre
está hecho de historia, de prácticas y de prácticas significantes (la objetivación, para no ir lejos, es una
de esas prácticas) que han dibujado el mapa de lo pensable y distribuido los
modos de ese pensar. Y ante lo posible
como esa gigantesca fuerza neutra e inerte de lo mismo, las respuestas del materialismo clásico no solamente han
sido de una debilidad evidente, sino también, se diría incluso, han sido
cómplices involuntarias (variantes posibles dentro de este primer posible).
b. Entonces, por otro lado, hay otro posible que surgiría precisamente cuando
lográramos suspender, pensar, o, digamos “atravesar”, al primero: cuando entendiéramos
que ese a priori que permitía y
desplegaba su posible de
realizaciones era también lo que limitaba, reprimía y enmudecía, mucho más
profundamente, lo pensable, lo decible, lo deseable. Cuando entendiéramos que ese gen que nos determina y constituye (determina y constituye nuestros
posibles) no estaba ni en Dios ni en la naturaleza sino que era una escena
histórica y social inconsciente que se afirmaba, se legitimaba, se ahondaba más
profundamente y se confirmaba, precisamente, cada vez que realizábamos
“libremente” nuestros posibles. Ahora
bien: este nuevo posible que despunta
es bastante más oscuro e inquietante que el anterior. En primer lugar porque supone
que, hasta cierto punto, habríamos destruido el campo simbólico que le da
consistencia al mundo tal como lo conocemos y, por tanto, a nuestro propio ser
y a nuestro propio lugar subjetivo. Toda la realidad y todo el lenguaje habrían
sido suspendidos o cuestionados ontológicamente, y no “refutados” o planteados
en términos de verdad o no verdad (epistemológicos). El lenguaje y la realidad
habrían sido llevados a cierto lugar insoportable donde es el sujeto mismo que
los lleva quien pierde consistencia. Por otro lado porque ese sujeto
inconsistente volvería al núcleo material histórico irreductible del cual
proviene; no podría levitar como el espíritu de Dios, incontaminado, por encima
de las aguas sucias de los procesos contingentes y patológicos, ya que él mismo
no es sino un emergente, un síntoma de esos procesos contingentes y
patológicos. Recién entonces se abre otro
campo de posibilidades, un campo inédito: un posible impensado. Todo, quizás, habría sido suspendido e
interrogado: nuestras relaciones inmediatas con las cosas, la realidad, nuestro
cuerpo, nuestra percepción, nuestro concepto del espacio y del tiempo.
Entonces la política, o la educación, o el análisis (las famosas tres tareas imposibles de Freud) no pueden
ser una técnica administrativa de ese posible-realizable que está plenamente inscripto
en el gen de nuestras propias
prácticas históricas. Pero sí serán el
arte de abrir una posibilidad impensada
gracias a una suspensión y a un cuestionamiento radical de esas prácticas. Un reino que no es de este mundo, en
tanto no parece preinscripto en las posibilidades realizativas de este mundo. Por
eso la política no puede ser empuñada, por ejemplo, por aquella legión de
bienintencionados que pretenden “mejorar la calidad de vida de las personas”: antes
será ese lenguaje nuevo en el que nos planteemos qué es “vida”, qué es
“calidad”, qué es “mejorar”. La política no será ese lenguaje que tiene
potencia de realización (el “culto de la performance”
es un mal antiguo, pero ahora es un mal que nos constituye), sino, por el
contrario, aquel que tenga fuerza para suspender el automatismo de realizarse,
el que sea capaz de suspender la
compulsión a la realización. El que pueda suspender el realismo del modo
indicativo o imperativo en el irrealis
del modo subjuntivo. El que entienda el tiempo en una suspensión analítica del
poder sustantivo de las síntesis sociales.
(*) El dibujo que ilustra es de mi autoría. Tenía que decirlo.
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