No entiendo qué pudo haber fallado
Ganó Donald Trump. La frase es terrible. En parte porque ganó Donald Trump. Pero también, y sobre todo,
porque ganó Donald Trump.
1. Ganó Donald Trump. Esto
desconcierta y atormenta a la vieja Europa liberal e integrada. La tibieza
europea quiere depositar ahora en Merkel el liderazgo del mundo libre, ése que
debía pasar pacíficamente de Obama a Hillary. No se entiende qué pudo haber
fallado: en un mundo felizmente civilizado por la globalización tecnológica y
bancaria, de pronto, inopinadamente, un salto retro a las patologías
ideológicas de la derecha, al fascismo, a los “populismos” y a la intolerancia.
El mundo occidental se desmorona. Ya había ocurrido el Brexit. Francia espera el
golpe de Le Pen. Qué gloriosa estupidez. Lo que yo no entiendo es qué es lo que
no se entiende. ¿No es necesario ver el triunfo de Trump como la penosa
comparecencia de las Hillary Clinton ante su propio mundo y su propio aparato? Ese
mundo es el de la globalización blanca y posindustrial del capital financiero y
el artefacto bancario trasnacional; el mundo de Wall Street, de los fondos de
inversión y de la generalización abstracta de las leyes no escritas de la
circulación y del mercado del dinero; el mundo de la proliferación de TLCs, de la desregulación financiera y la escrupulosa
calificación técnica de la vida, las democracias y la política; el mundo de las
empresas tecnológicas, de los contratistas y la tercerización privada de
servicios de defensa, control y vigilancia, militares o policíacos; el mundo de
la “gentrificación” y la limpieza de barrios y ciudades entregados a la
especulación y al mercado inmobiliario. Y el aparato es el de una casta
flotante como el dinero mismo: élites educadas y “cognitariado” tecnocrático de
ricos-ricos con su cinturón de barrios privados “exurbanos” cerca de
Washington. Una nebulosa inocente y anónima ya desligada de aquella clásica
noción de clase dominante que ostentaba
su hegemonía sobre las mayorías, investida con la magia de la ideología o el símbolo,
o sostenida por el artefacto del poder de las armas. Ni patrones ni señores:
accionistas, gerentes, directores ejecutivos, técnicos y creativos. Son los
dueños y los herederos cómodos de la globalización del capital, al moderado
empuje de una religión ya plenamente consagrada como pura tecnología y pura
administración. Neutros y profesionales, sin destino manifiesto, sin
superchería celestial o extraterrestre, sin la ciudad resplandeciente en la colina. Una casta universitaria y
educada, rigurosamente al día, a la altura de la historia, adornada o
confundida ideológicamente con el ectoplasma biempensante del liberalismo (en
el sentido americano de “progresismo”) y la agenda convencional de la new-left: tolerancia y respeto por la
diversidad cultural, religiosa y sexual; combate a los esencialismos,
populismos y totalitarismos; descentralización de las comunicaciones y los
medios en el blog, el twitter y la web 2.0, etcétera. En suma: una cobertura ideológica que continúa y
prolonga tranquilamente, como una prótesis, la lógica automática y natural del
mercado y la circulación liberal de dinero, personas, información y
comunicaciones. Del otro lado, se sabe, basura blanca desconforme, incapaz de
plantear su disconformidad excepto en la forma infantil e hiperrealista del
nacionalismo recalcitrante. Hillbillies,
rednecks y trabajadores industriales
de una era dorada de “made in usa” que quedaron del lado malo de la
globalización, desocupados o con trabajos precarios, colgando de hipotecas
impagables, sin seguros de salud, sin educación y sin fondos de pensión, iluminados por la incontenible bancarización,
tan lejos del sueño del ahorro como del éxtasis del consumo.
Entonces, es obvio, es necesario resituar el plebiscito entre a. el macho gritón y b. la discreta delicadeza de lo
femenino, entre a. el millonario
caprichoso palurdo y b. la prolija azafata
del poder invisible, entre a. los
autos chocones o el wrestling y b. las baladas indie de campus universitario, entre a. Tocinolandia (United States of Bacon) y b. el restaurante gourmet o la comida étnica o macrobiótica, entre a. el fanatismo religioso sobrenatural y
b. la fina espiritualidad customer service, entre a. el pastor carismático y payasesco y b. el conferencista TED, entre a.
el impacto visual del desplante fascistoide y b. la tranquila e insignificante coreografía ritual de la
democracia y la tolerancia. ¿Quién no elegiría, sin pensarlo siquiera, las
alternativas b de este plebiscito? Pero
el monstruo quedó cubierto por la propia alternativa: y el monstruo no es
solamente la capacidad de la hegemonía tecnocapitalista contemporánea de
ocultarse detrás de una figura civilizada y progresista, sino la oscilación
misma entre una y otra. Resulta profundamente cínico el contrapunto entre Trump
soltando sus conocidas idioteces sobre deportación, muro en la frontera
mexicana y tolerancia cero con los inmigrantes, y las castas educadas mostrando
la buena cara civilizada de la generosidad y la comprensión, viviendo a los
refugiados más como un beneficio (o como un activo,
un asset) que como una carga o una
maldición que compite con la fuerza de trabajo nativa, pues razonablemente la
inmigración aporta masas de trabajadores precarios y no calificados funcionando
en negro, casi en condiciones de esclavitud, sin beneficios sociales ni gastos
de administración. Si la extranjería y la inmigración supone un asunto de mera
actitud cultural, y todo es cuestión de tolerar y respetar, entonces la
explotación ha quedado doblemente asordinada detrás de la agenda de derechos de
la new left. Y, en general, si
siempre en USA se termina por plebiscitar
entre Homero y Lisa (para usar un lugar común), conviene tener en cuenta que
entre ellos se asisten con eficacia narrativa, que uno está siempre
profundamente endeudado con el otro, y que, en rigor, el primero es el yo ideal
(gordo, millonario, vulgar, sacado de lo imaginario más crudo), y el segundo el
ideal del yo (dietético, environment-friendly,
obsesivo, prolijo y eficaz). Y conviene tener en cuenta que, en el fondo, la
masa siempre ama a Homero y odia a Lisa. O que el yo ideal fascina a las minas mientras que (o porque) el ideal del yo
tranquiliza a las suegras.
2. Ganó Donald Trump. Si la
política puede describirse o entenderse en una lógica de competir, ganar o
perder, entonces no es en absoluto sorprendente que ese podio llamado trono o
sillón presidencial esté destinado, desde la mañana misma de la democracia
electoral de masas, a los Donald Trump. Ellos no son solamente los herederos de
ese trono: son la objetivación misma de esa lógica. El vencedor no es aquel que
ha sido seleccionado por el azar o la naturaleza: es el producto técnico más
perfecto de la máquina técnica de competir y ganar. Y ese rasgo de enfermedad
autoinmune que tiene la democracia electoral es algo que no suele tenerse en
cuenta. No se insistirá nunca lo suficiente con la naturaleza “maquínica” de
los rasgos “psico-ideológicos” de los agonistas (para el caso, de Trump).
Fascismo, racismo, machismo, xenofobia, etc., obedecen, en principio, a un
ideal técnico radical. Persiguen la nitidez, el pixelado, la alta definición de
la imagen, el hiperrealismo. Hacen máquina con la máquina de filmar, de
trasmitir, de histerizar. No se abisman en el dogma o la creencia de la
ideología y del signo: simplemente se estiran funcionalmente sobre la hipnosis
fetichista de lo concreto y de la imagen. Son un producto de la economía técnica
de la máquina electoral y no significados externos a la máquina. Pero, es
claro, esta hipoteca económica de la ideología no la desactiva como ideología:
lo peligroso del juego, lo incomprensible y lo intratable del juego, es que siempre es real. Pues aunque sepamos que el perfil infantil, recalcitrante,
reaccionario, fanfarrón, provinciano y maleducado de Trump no es aquello que la
imagen, el gesto o la cámara enmarca con un signo de exclamación, sino que es
parte del propio signo de exclamación (o es
el propio signo de exclamación), resulta que es también, empecinadamente, un
perfil infantil, recalcitrante, reaccionario y maleducado.
Más insoportable todavía que el circo electoral, si cabe, es el desdoblamiento
del circo electoral en su metadiscurso técnico, en la autorreferencialidad
autista de su economía: por qué se equivocaron las encuestas, ganará el que
mejor interprete el deseo de la masa de votantes, no entendemos qué pasó, Hillary
ganó los debates, etc. Pero masa debe
entenderse en el sentido en que esa palabra funciona en la expresión “cultura
de masas” o “democracia de masas”, en la globalización abstracta de las
tecnologías de la comunicación y la información. La masa es el principio del
placer: no desea nada, ni tiene un sentido oculto que debe ser interpretado por
los líderes políticos: es una neutralidad radical que se carga mágicamente con
las positividades fantásticas y todo el carnaval de estampitas hiperrealistas
de chirimbolos tecnológicos y mediáticos. Una gigantesca nube insustancial que
se enciende por contagio, logra montos energéticos extraordinarios y se apaga
tan misteriosamente como se había encendido. No es extraño en absoluto que lo recalcitrante, lo incorrecto o incluso lo
fascista hagan máquina con la masa y sus fantasías paganas o milenaristas
de redención, con el sueño de una catástrofe que venga a limpiar al mundo de
maldad y corrupción dejando de pie a los mejores. Pues el capitalismo “alcanza
su concepto” precisamente en la globalización de la tecnología como lógica
abstracta de intercambio, rendimiento, eficacia, perfeccionamiento y
acumulación: ahí la lógica capitalista parasita y coloniza todos los sistemas y
todas las esferas: la vida, la política, lo social, la educación, etc. Ahora el
capitalismo es el mundo. Y por eso es
que es más sencillo imaginar el fin del mundo (un meteorito, el cambio
climático, las explosiones solares, las invasiones zombis), que pensar la superación
de un simple modo histórico de producción. Hay que repetir, finalmente, con Walter
Benjamin, que “la fuerza del fascismo reside en que sus enemigos lo enfrentan
en nombre del progreso como norma histórica”, como un retroceso o un residuo
patológico del cerebro reptiliano de la sociedad internacional globalizada, que
podemos curar a golpes de progreso, desarrollo, tecnología democrática y
convivencia pacífica. Error terrible. El fascismo (abusemos, por buenas
razones, de esa palabra, tal como hacía
Benjamin) es la consagración misma de la lógica del progreso técnico.
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