De genios malignos y dioses que engañan
1.
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El
ejemplo es célebre y relativamente conocido. La segunda parte de Molloy,
de Samuel Beckett, es narrada en primera persona por un detective que tiene que
encontrar al vagabundo Molloy, Jacques Moran, un obsesivo paranoide, rígido y
arrogante, caricaturesco y ridículo, que emprende el viaje tras su objetivo una
noche de lluvia, en compañía de su hijo, también llamado Jacques, un nerd
obediente, callado y torpe, a quien Moran desprecia profundamente. Esta
aventura absurda y graciosa de boyscouts con linternas, cortaplumas y
alimento enlatado en sus mochilas, se estira y se complica: padre e hijo vagan
por el campo y los bosques, el alimento comienza a escasear, el metódico Moran
se enferma, se deteriora física y psíquicamente, manda a su hijo a comprar una
bicicleta, le fallan las piernas, comienza a usar muletas improvisadas (igual
que Molloy), tiene delirios teológicos o religiosos, vive en estado
confusional. Ciertamente, olvida su objetivo o las razones de su objetivo
(¿quién o qué es Molloy?, ¿por qué tiene que encontrarlo?). Moran comienza así
su relato: “Es medianoche. La lluvia golpea los cristales”. Y, ochenta páginas
después, termina así: “Al principio escribí: ‘Es medianoche, la lluvia golpea
los cristales’. No era medianoche. No llovía.” O bien atribuimos esta
desmentida simplemente a la locura del propio Moran (comprendemos rápidamente
que eso no es posible), o bien debemos desmentir nosotros mismos todo lo que se
nos ha contado hasta ese momento y considerar a Moran una especie de “genio
maligno” o de “dios engañador” que decide divertirse a último momento
enfrentándonos al carácter ilusorio o fantasmal de esa realidad que él había
creado y en la que los lectores habíamos entrado para vivir pasivamente. Pero
también podemos ir un poco más lejos, y considerar que el “dios engañador” no
es simplemente Moran, al fin y al cabo un personaje ficticio de Samuel Beckett.
Y ni siquiera Samuel Beckett, al fin y al cabo el mero autor “ficticio” de un
texto narrativo. El dios engañador es la literatura, el relato, el sentido y
toda organización diegética del tiempo. En otras palabras, el dios engañador es
el propio lenguaje. Y el engaño es, precisamente, decir la verdad: esto es
escritura.
2.
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En la película Los sospechosos de
siempre tenemos otro deslumbrante genio maligno. Toda la anécdota es un
interrogatorio policíaco a “Verbal” Kint, un hemiplégico esmirriado y
contrahecho, un reo de segunda, manco y rengo, sobreviviente y testigo de una
horrible masacre en un barco, en la que han caído, además de un par de decenas
entre húngaros y argentinos (mafiosos fuertemente armados en una supuesta gran
transacción de cocaína), sus propios compinches. En algún momento nos enteramos
de que la matanza es obra de un solitario asesino casi sobrenatural, al que
todo el mundo teme como al propio diablo: Keyser Zöse. Toda la película es un flashback
del cuento de Kint, excepto un par de datos reales (un húngaro que
también ha sobrevivido a la matanza, quemado y maltrecho en el CTI de un hospital, está ayudando a la
policía a hacer un retrato hablado de Zöse). Kint no conoce personalmente a
Zöse (nadie lo conoce: él y sus cómplices han sido contratados por Zöse para
hacer un trabajo sucio en el barco (robarse la cocaína) a través de un abogado
intermediario, Kobayashi. Entendemos que toda la operación no es sino una
cortina creada por Zöse para matar y poder ocultar (en una montaña de
cadáveres) el cadáver de un argentino que puede identificarlo y delatarlo, y
que está en el barco encerrado y protegido por una fuerte custodia. Zöse
aparece como una eficaz y silenciosa figura con sobretodo y gacho de ala ancha,
mientras Kint, atónito y aterrorizado, ve la masacre desde el muelle, apostado
tras unas cajas, sin poder intervenir o disparar su arma por miedo a fallar
debido a su parálisis. Terminado el interrogatorio, Kint se retira. Casi
inmediatamente, Dave Kujan, el policía que lo ha interrogado, descubre de
pronto que “Verbal” ha ido improvisando algunos datos, parte de la historia o
toda la historia, a partir de información que ha ido sacando de un bastidor con
recortes y papeles clavados con alfileres situado a espaldas del policía. La
taza de te o café de Kujan cae al suelo: detrás, en el fondo tiene escrita la
marca: “Porcelanas Kobayashi”. Casi al mismo tiempo llega por fax el
identikit: la cara de Keyser Söze es la de “Verbal” Kint. Pero Kint ya se
pierde calle abajo, va abandonando la postura hemiplégica para erguirse y
caminar, como una persona completamente normal, hasta un auto, conducido por el
abogado “Kobayashi”, que lo lleva a la desaparición definitiva. “Verbal” cita a
Baudelaire: “el mayor engaño del diablo es el de convencernos de que no existe”.
El engaño no es el de Kint o el de Söze a Kujan y a toda la policía (personajes
ficticios creados por un personaje ficticio). Uno sale del cine con la
sensación extraña de haber visto una película que nunca existió. El engaño es a
nosotros, lectores o espectadores: hacernos perder pie mezclando el cuento de
Kint con una presentación de lo contado con el recurso de la cámara objetiva:
la escena “objetiva” que muestra a Verbal parapetado tras las cajas en el
muelle mientras la silueta de Söze se pasea impunemente por la cubierta del
barco. Pensamos: aunque sospecháramos de él, sabemos —pues vimos—
que Verbal no puede ser Keyser, pues tendemos a olvidar que lo que se muestra
no es sino lo que Kint cuenta. Todo equivale al “escribo” elidido al comienzo
del relato de Moran que, al explicitarse al final, deconstruye lo que sabemos o
aquello en lo que hemos creído ingenua o pasivamente, como parte de una
anécdota “objetiva”. Una vez más: el genio maligno es el propio relato,
y el engaño es decir la verdad: esto es un relato.
3.
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No hay texto que no cargue
implícitamente con el daño de su desmentida: el truco de Beckett o de Los
sospechosos de siempre es hacerlo explícito. Nos arranca dolorosamente de
nuestra pasividad de “lector in fabula” para mostrar una distancia
siempre incongruente, siempre imposible, entre lo que se dice o se cuenta y el
lenguaje en el que eso es dicho o contado. Pues en última instancia, si
comienzo un extenso relato en capítulos con una frase como “En un lugar de la
Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un
hidalgo de los de lanza en astillero”, etc., hay un enunciado correlativo
implícito que dice “Escribo: ‘En un lugar de la Mancha’”, etc., y por tanto, se
mantiene intacta la posibilidad de decir: “no hay tal lugar”, “no hay tal
hidalgo”. Lo mismo vale para un texto político que comience diciendo: “Un
fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”. O para un trabajo
filosófico que comienza así:
“He
advertido hace ya algún tiempo que, desde mis primeros años, había admitido
como verdaderas una cantidad de falsas opiniones (...), de modo que me era
preciso acometer una vez en mi vida la empresa de deshacerme de todas las
opiniones en las que hasta allí había creído (...). Ahora pues, que mi espíritu
está libre de todo cuidado (...) me aplicaré con seriedad y libertad a destruir
en general todas mis antiguas opiniones”, etc.
Siempre podemos decir “Escribo: un
fantasma recorre Europa”, para poder rescribir “no hay tal fantasma, por lo
tanto, nada se manifestará”, o “no hay tales falsas opiniones, nada hay para
destruir y por lo tanto nada hay (ningún punto de Arquímedes) que
permita oponer opinión y verdad”. E incluso, llegado el momento “no hay tal ‘no
hay tal’”, pues la desmentida es parte del propio lenguaje que se
autoafirma. Y por último, “no hay tal ‘escribo’”, ya que la
explicitación del acto de escritura —o de pensamiento, lo mismo da— no puede
dejar de ser, él mismo, escritura o pensamiento.
4.
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Quiero, en este punto exacto, tomar cierta distancia de la vulgata
textualista que al decir “todo es lenguaje” o “todo es texto” descalifica y
cree desembarazarse a priori de los problemas metafísicos por
excelencia, el Ser, la Idea y la Verdad, porque los tres
son quimeras que se diluyen en la constelación ilusoria y ficcional del texto,
de la literatura y del gran operador modal del “escribo”: no hay verdad,
no hay ser, no hay idea, solamente el texto y la ficción de la
escritura y del lenguaje. Y si logramos salir de la ingenuidad de la fábula nos
damos de nariz con lo real del lenguaje, las palabras, los juegos
disciplinados de la argumentación o la helada sintaxis del relato: pero nada de
sustancial o de verdadero vive ahí: solamente estaban como el soporte
muerto de las trampas, las astucias y el arte de la ilusión del genio maligno.
Pues el genio maligno no es otra cosa que ese Yo que narra o cuenta o
dice, y que oculta la operación modal o actitudinal (“yo escribo que”, “yo creo
que”, “yo pienso que”, “yo digo que”, etc.), y hace pasar como “objetivo”
—susceptible de ser evaluado como verdadero o falso— el enunciado modalizado.
Si digo “afuera es noche y llueve tanto” y resulta que es mediodía y hay un sol
calcinante, el enunciado sencillamente es falso; pero si digo “pienso que (creo
que, escribo que) afuera es noche y llueve tanto” no es posible decir que el
enunciado es simplemente falso aunque afuera queme el sol del mediodía. No
podemos aplicar el criterio de la contrafactualidad, que supone la creencia
ingenua en lo que se me dice en tanto reflejo de la “objetividad del
mundo”. Hay que pasar del mero juicio de existencia a una lógica más compleja
que tenga en cuenta las condiciones de posibilidad, de producción y de
representación del “enunciado objetivo”, de la propia idea de objeto u objetividad,
y también de la propia modalización. Llamemos a esta operación, siguiendo a
Kant, crítica. Y acá es donde el textualismo derrapa. No es crítico:
queda cautivo del desengaño al descartar sencillamente como falso o ilusorio o
como una construcción artificiosa aquello que pretendía señalar o capturar la
cosa o el ser. Si lo ilusorio me defrauda es porque de alguna manera sigo
creyendo en la existencia sustancial positiva de la verdad. Pero el problema es
que el punto de Arquímedes cartesiano no es la verdad o el punto que permite
instalar una verdad definitiva, una especie de sustancia final de la que no
puedo dudar: es más bien el punto lógico no sustancial que me permite y me
obliga a distinguir entre opinión y verdad, es decir, el antagonismo mismo entre
ilusión y verdad (algo-como ilusión, algo-como verdad), o si se prefiere, entre
ficción y realidad. Del mismo modo, la verdad en Marx no es el comunismo
(cierto modelo ideal de sociedad futura): es ese lugar en el que comunismo
es una hipótesis (necesariamente fantasmática) que permite exponer la
modalización histórica del modo de producción capitalista, y criticarla allí
donde su enunciado se presenta como “objetivo”, “no mediado” por ningún Moran o
por ningún “Verbal” Kint. Y ese punto o ese lugar es el centro imposible del
propio lenguaje, que necesita ser expuesto o desnudado, en determinado momento,
como ilusorio o ficcional. La ficcionalidad o el carácter ilusorio o
autorreferente, lejos de ser el fracaso y el fin del lenguaje, son su condición
de posibilidad y su núcleo constitutivo, pues su Verdad es, precisamente,
hacernos creer eternamente que hay una verdad más allá de su ficcionalidad —de
hecho no puedo postular la ficcionalidad de un texto si no la opongo
virtualmente a la no-ficcionalidad de otro (realidad, verdad, etc.: una
“salida” del lenguaje al ser o a la cosa). Por tanto, la Verdad
del lenguaje es movernos a la crítica (o también, por qué no, por un momento al
menos, a la deconstrucción): a “la destrucción de nuestras antiguas
opiniones” de lectores in fábula, o a hacer que “el fantasma (la verdad
velada del comunismo detrás del ilusorio juego de sombras del modo histórico de
producción capitalista) se manifieste”. El fantasma no existe (o sí existe, lo
mismo da) pero eso es trivial: lo que importa es que es necesario que exista.
Tanto el Manifiesto Comunista como las Meditaciones Metafísicas
(los ejemplos fueron elegidos tendenciosamente) son, precisamente, esa
contradicción desconcertante entre el lenguaje y lo dicho, o entre lo pensable
y lo pensado, que es, al mismo tiempo, condición de posibilidad de lenguaje y
de pensamiento.
5.
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Parecería que no andamos demasiado lejos de los famosos temas
“idealistas” como el Sujeto Trascendental kantiano o (mejor, quizá) el Espíritu
de Hegel, pues, finalmente, la historia y la realidad no son sino una puesta
en sentido. La historia y la realidad son siempre ya lenguaje,
relato y organización lógico-diegética, cuya desmentida es una
posibilidad permanentemente abierta. El asunto es conducir esa desmentida a una
posición crítica de superación, y no permanecer, estuporosos y absortos ante lo
real de la propia desmentida, clavados en el “no hay tal”, “no hay tal
realidad”, “todo es ficción”, “todo es ilusorio”, etc. No somos realistas
ingenuos: sabemos, por así decirlo, que todo es ilusorio (la historia,
por ejemplo) en el sentido de que no tiene una existencia sustancial positiva o
empírica. Pero tampoco somos idealistas ingenuos: que la historia (o la
realidad) no tenga una existencia sustancial positiva no quiere decir que no
haya una verdad en su propio carácter ficcional o ilusorio, que no
exista la necesidad social o política de organizar el tiempo, de darle un
origen y un destino, es decir, la necesidad de una idea o un concepto de
historia (o de un concepto de realidad). Y ese concepto de historia (o de
realidad) reclama siempre un fuera de, un más allá de, un antes
de. Un campo de alteridad, heterogéneo, contra el cual pensar la historia o
pensar la realidad, pues siempre se piensa contra algo que ofrece
resistencia al pensamiento.
El truco beckettiano revela la paradoja
constitutiva del lenguaje: el lenguaje miente al decir la verdad, y dice la
verdad cuando miente. La hipótesis del genio maligno (detrás de todo lenguaje
—aunque ese lenguaje sea la historia o la propia realidad— hay siempre un Moran
o un “Verbal” Kint que cuentan, escriben, narran, ficcionalizan y eventualmente
manipulan) es verdadera en tanto es necesaria. Me enfrenta a lo
contingente de ese tal o cual sentido particular, dejando que asome lo real del
sinsentido (el extrañamiento, el estupor entre horrorizado y maravillado
de entender que nada es sino el truco de un ilusionista). Luego, si todo sale
bien, superaré el estupor y lograré el momento crítico al situar (parafraseando
a Hegel) lo necesario como lo contingente en tanto contingencia
—es decir: lo necesario no como verdad eterna o definitiva sino como la
operación que permite pensar lo contingente como contingente, y por lo tanto, superable.
6.
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Pero la hegemonía del entendimiento positivo es tan completa y
desmesurada, que cualquier recurso al genio maligno es visto como
ingenuo e infantil, como una especie de residuo animista de los tiempos
oscuros, irracionales y precientíficos, en los cuales los hombres atribuían los
fenómenos naturales a la voluntad de los dioses, etc., antes de que el
entendimiento pudiera describir las “leyes objetivas” de tales fenómenos. Acá
hay que razonar estrictamente al revés. La perspectiva “idealista” que entiende
la realidad como el discurso de alguien, de un sujeto modalizador (es
claro que ese sujeto no es un sujeto individual —por más que a veces deba
asumir esa forma dramática—, un ego que inventa arbitrariamente lo que
sabemos y vemos, sino un sujeto social e histórico que conceptualiza y narra
sus propias prácticas), es mucho más evolucionada que aquella que entiende la
realidad como un mundo natural de cosas y objetos cuya “emanación objetiva” se imprime
como nombres y leyes en el lenguaje del entendimiento. Aquélla, al ponernos en
relación problemática con un mundo siempre ya humano, deja intacta la
posibilidad inherente de que ese mundo nos mienta o nos engañe, de que en algún
momento surja la desmentida. De ahí toda la fuerza dramática de la crítica y
sus temas asociados: emancipación, liberación, autonomía, verdad, etc. Ésta, en
cambio, al postular una relación simple entre el sujeto del entendimiento y una
realidad natural, obtura esa posibilidad dialéctica o significante. La
naturaleza no miente o no puede mentir: es lo dado al entendimiento en
su transparencia original. Por lo tanto no hay engaño o ilusión: solamente error.
El error sólo puede ser del entendimiento: es siempre chato, inmotivado, carece
de entramado dramático: impide que el entendimiento piense sus propias determinaciones,
y que piense la forma en la que él mismo determina las condiciones de
representación de su “objeto natural”. La ontología sujeto
(entendimiento)-objeto (naturaleza) es de una pobreza filosófica y política
extrema, y más temprano o más tarde termina por devorar al propio tiempo
histórico-simbólico de la filosofía y de la política, achatándolo en una
epistemología ciega en la que el entendimiento embiste permanentemente contra
la ineluctable positividad de su objeto, corrigiendo errores, modificando o
refutando teorías y paradigmas, empujando “revoluciones científicas”, etc.
La otra perspectiva, que es la que yo
prefiero seguir y que he bautizado (con cierta saña, siguiendo la tradición)
“idealista”, así, entre comillas, parte de una ontología sujeto-sujeto
que es infinitamente más rica que sujeto-objeto. Cada vez que me las veo
con el mundo, los objetos, la realidad y la historia, me enfrento al discurso
de otro sujeto (un sujeto social, colectivo, una estructura, un lenguaje que
conceptualiza prácticas históricas colectivas y que por tanto no es arbitrario
con relación a esas prácticas). En otras palabras: me enfrento no con el mundo
ni con la realidad ni con los objetos, sino con el concepto o la idea o el
significante mundo, realidad, objeto. La relación
sujeto-sujeto siempre está dañada y se establece en y sobre ese daño: el Otro
sólo es sujeto para mí a condición de que se mantenga intacta esa posibilidad
de que me engañe o me mienta, y yo sólo soy sujeto con relación al otro en
tanto admita la posibilidad de ese daño: nunca habrá una relación plena, nunca
podré poseer ni decir completamente al Otro. No estamos en el mismo plano:
nunca habrá, entre dos sujetos, algo como una polémica o un debate
(confrontación argumentativa de enunciados, refutación de errores, reformas de
las viejas teorías, etc.).
7.
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Recurro a la clásica caracterización
marxiana del fetichismo de la mercancía: “una relación social
determinada de los hombres entre sí reviste para ellos la forma fantástica de
una relación de las cosas entre sí” (El Capital). Podemos
extremar el esfuerzo hasta los análisis de la llamada “abstracción real” de
Alfred Sohn-Rethel, que pueden resumirse groseramente diciendo que las
sociedades no podrían haber llegado a la abstracción extrema de “objeto” si no
hubiera mediado una práctica colectiva generalizada de intercambio de bienes o
mercancías. En otras palabras, “objeto” es la conceptualización abstracta de
una práctica social sostenida en la historia. Ahora bien: ¿cómo compatibilizar
estos análisis del fetichismo (que no sería sino una especie de exacerbación
del “materialismo”), con los clisés realistas o materialistas del tipo
base-superestructura, o de la ideologiekritik que contrapone la
ideología como “falsa conciencia” a algo que funciona como una verdad que
consistiría en una captura plena (“científica”) de lo real de la base o
infraestructura económica, si ya la base o la infraestructura es el principal
de los engaños o de los malentendidos? Pues bien. Podemos decir que ideología
es el momento simbólico de un modo económico, o por lo menos un momento
provisto de cierta potencia de simbolización, mientras que fetichismo es
su momento mágico o loco. La ideología cubre u oculta una realidad insoportable
(injusticia, explotación, violencia, esclavitud) con un sentido que es un
“engaño” narrativo fabuloso (política, derecho, filosofía, literatura, valores
morales, patrióticos, religiosos, etc.) capaz de crear adhesiones, verdad y
praxis colectiva. Este “engaño” se combate, antes que enfrentando estos
sentidos falsos a alguno verdadero, enfrentando al sujeto a lo real sin sentido
de la economía para que, oportunamente, él mismo la resignifique y le atribuya
nuevos sentidos (es similar al procedimiento de desmentida de Moran o de
“Verbal” Kint). Se entenderá que toda esta operación presupone que ya hay algo
como un sujeto capaz de levantar su soberanía (construir su para-sí)
entre lo real de la infraestructura económica y lo simbólico de la ideología
(su potencia crítica) al separarla de su sombra imaginaria (ideología como un
mero modo inmediato de vivir el mundo). La paradoja es que por un lado la
política es ideología en tanto síntoma o fantasma de la infraestructura
económica y por tanto puede y debe ser criticada, pero por otro lado la
política y la ideología son también cierto lugar o cierto momento de la
superestructura que hace posible el pensamiento, el juicio y la crítica a la
infraestructura. El punto imposible que hace posible y necesaria la distinción
misma entre infra y superestructura. ¿Es libre el lenguaje que me permite
pensar en mi opresión y por tanto en mi liberación o mi emancipación, si ese
lenguaje proviene de una estructura de privilegios, de opresión, de injusticia
y de alienación? Evidentemente, la solución de la paradoja es no resolverla, en
el sentido de evitar que el equilibrio se deslice hacia alguno de los dos polos
concretos: infraestructura (como lo real de la opresión) o superestructura
(como el discurso fantasmal de ese real), disolver la política como mero
epifenómeno parasitario de la economía (lo real), o disolver el modo económico
en el orden del discurso (lo imaginario). (En este punto era que jugaba
su verdad el viejo debate entre materialismo e idealismo.) La
cuestión es entender que la economía como lo real que sobredetermina a
la política (en tanto ideología) y la política (necesariamente ideológica) como
única posibilidad de lenguaje que permite pensar la economía, no es una simple
petición de principio o un paralogismo, como observaría algún analítico grosero
(“analítico grosero”, ese pleonasmo): es una paradoja constitutiva de teoría y
pensamiento críticos (lo simbólico). Ni la economía es real ni la
política es una mera proyección imaginaria, por tanto el asunto no
es disolver todo en lo real o disolver
todo en lo imaginario. Es entender que la instancia simbólica pasa por postular
el antagonismo entre ambas.
8.
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Esta ecuación permite ligar ideología y
fetichismo. El fetichismo es una recaída: es, radicalmente, una especie
de fascinación de lo real, un encantamiento imaginario con el objeto parcial
sin discurso ni teoría. Combatir el fetichismo implica hilar la crítica en un
entramado mucho más fino que la simple mostración de una realidad oculta. Pues
el fetichismo está en las antípodas de la ideología. El fetiche no es un manto
de sentido destinado a ocultar una realidad atroz, sino que es el objeto
parcial positivo, el objeto abstracto-concreto que oculta la ausencia de
sentido: la imagen que oculta la ausencia de realidad (Baudrillard). Su
forma más perfecta es la forma-dinero. El fetichismo es lo real mismo clavado
en el cuerpo y en los sentidos: es la consagración de la brutal objetalidad del
mundo y de la realidad, un mundo sin metáfora, sin significante y sin Sujeto,
un gran mecanismo automático, medible empíricamente, despiadadamente
pragmático. Y, sobre todo, con un gigantesco odio paranoico a toda
trascendencia y a toda metafísica.
Tal vez el silencioso desplazamiento de
Marx desde la ideología (en la Ideología Alemana, 1845) al fetichismo
(en El Capital, 1867) tenga algo que ver con la intuición de que el
capitalismo, radicalmente, sólo podía tender al fetichismo, a la lógica
inmanente, totalmente asimbólica, de la circulación y del valor de cambio. El
fetichismo, insisto, es la recaída de la ideología, es la imposibilidad de
salir del estado de desmentida y por tanto la instalación definitiva de un
mundo sin genios malignos ni dioses engañadores, que forcluye a Moran o a
“Verbal” Kint y que inevitablemente desemboca en un mundo asimbólico. Es
tentador: ¿diremos que la ideología es neurótica y el fetichismo es psicótico?
Si se pudiera decir que hay momentos
ideológicos y momentos fetichistas en la historia (en la historia
del capitalismo moderno, por lo menos), es bastante obvio que hoy estamos en la
cumbre de un momento fetichista: un triunfo radical de la ontología
sujeto-objeto, y en última instancia, de la imagen, y del objeto mismo. Así,
insisto, el tema no es la vieja discusión clásica entre materialismo e
idealismo (decir que Kant o Hegel eran idealistas y que Marx era materialista
no tiene la menor pertinencia ni la menor relevancia), ni esos lugares comunes
que se han repetido desde principios de siglo 20 de que Marx puso al idealismo
hegeliano de cabeza, etc. El problema político-filosófico contemporáneo ocurre
más bien entre la inmanencia y la trascendencia, entre el mundo
de la vida (fetiche) y el sistema significante, la teoría y la crítica (la
posibilidad simbólica de la ideología). Y quizás parte de esta faena teórica
consista en re-hegelizar a Marx. Sacar a Marx de lo que Badiou llamó “la pasión
de lo real”, característica del siglo pasado: la tentación de construir “en lo
real” (con las coartadas del materialismo, de la ciencia, etc.) una sociedad
cuya utopía solamente puede ser simbólica, de superación y crítica.
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