Alianzas inestables y el poder insurreccional de internet



1

El ciberespacio, internet y la comunicación electrónica son, en principio y en apariencia, el mapa perfecto del mundo capitalista desregulado. Y por mapa perfecto entendamos un no-mapa: un mapa del capitalismo de mercado que “coincide punto por punto con el capitalismo de mercado”. No caben dudas de que ambos mundos se solapan o se envuelven uno al otro: la aparente imposibilidad del capitalismo occidental de los últimos años de plantearse en una escena no democrática liberal (lo que algunos llaman posneoliberalismo) debido al empuje caótico y ciego de las fuerzas de hiperproductividad e hiperconsumo, las inyecciones de capital a la masa lumpen de consumidores, el irreversible endeudamiento interno, la bancarización de todo el sistema de intercambios (hasta el punto en que todo el sistema parece tocar un punto nuclear de contradicción, una especie de sobregiro cuya fuerza centrífuga es incalculable), ocurre paralelamente al mundo digital del crecimiento ilimitado y descontrolado del mercado de la información, la comunicación, la imagen, el chisme, la pornografía, el espectáculo privado, las opiniones, los comentarios. El murmullo atareado e indiferente del mundo global.
La obscenidad de la cultura contemporánea se puede resumir como una privatización absoluta de todo, un asalto profanatorio brutal a eso que clásicamente se ha entendido como lo público (que es la organización política inherente a lo social). Átomo y  byte (digamos, para aprovechar la estúpida metáfora de Negroponte): uno espejo del otro. El gran simulacro envolvente entre materia y electricidad, entre mercancía y publicidad, entre cosas y voces. Lo de simulacro envolvente quiere decir que no hay límites ni contradicción entre unos y otros (materia y energía, cosas y signos, mercancía y publicidad, cosas e imágenes). Y lo de envolvente remite también a una impensada fuerza de unificación y clausura de todo el sistema sobre sí mismo: un sistema al que toda anomalía o toda desviación parece pertenecerle o  parece poder ser reincorporada, y por lo tanto es un sistema impensable (un no-sistema). Eso es la democracia liberal contemporánea: un sistema aberrante que (como decía Freud de lo inconsciente) no conoce la negación.
La masa, siempre volcada sobre la singularidad de tales o cuales disfuncionalidades (corrupción, malas administraciones, luchas a la interna de los gobiernos y de los partidos, inercias burocráticas, conspiraciones), no puede pensar en términos de estructura, ya que el sistema mismo no es sino una desmentida de su propia estructura, es decir —en suma— una desmentida de sí mismo: todo empuja a ciertas insoportables modalidades de reformismo, procedimientos de corrección o enmiendas de aquello que funciona mal, e implícitamente, la aceptación ontológica a priori de que el sistema está bien o es el mejor posible, por lo que cabe únicamente mejorarlo, corregirlo, perfeccionarlo (combatir la corrupción, administrar prolijamente, evitar el despilfarro estatal, etc.). Si aparecen acosadores en la web, o siniestros pedófilos que acechan a nuestros nenes, o hackers y piratas del malware, se arma rápidamente el servicio de la seguridad de Childpolice, de alarmas y firewalls, o el sanitarismo moral contra los contenidos pornográficos, etc. Pero el problema es que lo pornográfico de este mundo ilimitado no reside en tales o cuales contenidos sexuales explícitos. Lo pornográfico es la estructura misma: la sustitución no de los átomos por los bytes, sino la sustitución de los signos y de los conceptos por los átomos por un lado y por los bytes y los píxeles por otro. La pornografía, o por lo menos, la obscenidad, está en el ADN del propio sistema y no en usos desviados o torcidos de la herramienta.
Acá es donde uno no tiene más remedio que coincidir con la clásica observación de McLuhan de que el medio es el mensaje, pero solamente a condición de radicalizarlo e invertir su polaridad: no se trata simplemente de que la arquitectura del medio determina el horizonte de mensajes posibles (y así como la escritura fonológica y la imprenta favorecieron el pensamiento racional-analítico ahora la máquina electrónica multimedia empuja el collage asociativo, la frialdad elíptica, las experiencias envolventes y primitivas, la neo-oralidad de la tribu, etc.), sino de entender que hoy la idea clásica de mensaje (la materialidad del signo metaforizando o enviando a la insustancialidad conceptual del referente) ya no es posible en tanto ha sido plenamente sustituida por el medio, por el canal, la atmósfera o el clima ansioso de la comunicación o el clima histérico de la transmisión. Y esto, a diferencia de lo que profetizaba el sacerdote hippie canadiense, no ha sido una ganancia: nos ha vuelto más participativos, más activos, más espontáneos, más expresivos, más opinadores, decía él, y es cierto —pero yo insisto: eso no es una ganancia; es más bien al revés: es una pérdida catastrófica. Las ideas y los conceptos parecen haber sido erradicados del mundo y ahora solamente hay átomos o células (lo real) y bytes (su réplica digital-imaginaria en la pantalla).


2.

La arquitectura de un mundo organizado digitalmente, se dice, es extraordinariamente frágil: es sencillo ir al corazón binario del sistema y corromperlo, parasitarlo, enfermarlo con virus o gusanos o cualquier otro ejemplar repugnante de la fauna digital que horade o barra sus cimientos. También es sencillo hackearlo, meterse dentro de la máquina, espiarla o sabotearla. La masa fantasea con esos momentos liberadores y catárticos de apocalipsis. En la película Independence Day dos valientes terrícolas conducen un OVNI y logran entrar a la nave madre alienígena, inyectar un virus en su sistema informático-comunicacional, estropear su defensa y arruinar los planes de invasión global. El deslumbrante, gigantesco e invencible poder militar de los aliens tiene, precisamente en su organización digital, su punto de vulnerabilidad. Es un mundo con infinitas posibilidades combinatorias, pero la elementariedad de su ecuación nuclear lo vuelve extremadamente vulnerable.
La sensación de vivir en un complejísimo mundo de confort y bienestar tecnológico que es, a su vez, de una fragilidad inaudita, nos convierte a todos en potenciales fascistas. Y ese protofascismo se consagra —sobre todo— en el rasgo paradójico de vivir bajo el signo indeleble del antifascismo o del incesante horror paranoico al fascismo, el miedo a una centralización burocrático-totalitaria que nos estropee la fiesta comunicativa de la democracia, que interponga su enorme cuerpo improductivo y muerto y aplaste toda multiplicidad y congele el libre flujo carnavalizado de átomos y bytes, de mercancías e información, de cuerpos e imágenes (el famoso cuerpo sin órganos de Deleuze y Guattari, que odia toda forma de organización y la rechaza con violencia, pues no la diferencia del orden y de la disciplina). Más de una anécdota cinematográfica o televisiva (la trilogía Bourne, Person of interest, etc.) muestra precisamente gigantescos panópticos, aparatos tecnológicos ubicuos de vigilancia y control, teléfonos intervenidos, celulares rastreados como GPSs, satélites, cámaras de seguridad públicas o privadas o comerciales que se conectan y centralizan en pantallas, al servicio de quién sabe qué oscuras organizaciones estatales o paraestatales, o sencillamente en manos piratas o terroristas. O enormes farsas mediáticas que ocultan y legitiman a un poder usurpador y voraz (V de Vendetta).


3.

Aquí es donde fantaseamos con formas extrañas e ingenuas de liberación y de revolución, y confiamos en la potencia liberadora de internet y los nuevos medios. El hacker es el poeta y el acróbata de esta revolución, la figura romántica de los nuevos tiempos: encarna las formas contemporáneas de la insurrección y de la guerrilla informática: se infiltra, parasita, extrae, expone, denuncia, saca a la luz lo que estaba en la penumbra de los gabinetes del poder, incendia al mundo entero desde el teclado de su computadora. Puede ser un duendecito juguetón y posmo, como en la vieja película Hackers (Iain Softley, 1995), en la que unos adolescentes cyberpunk se divierten haciendo pequeñas diabluras informáticas, verdaderas proezas que en realidad son performances más o menos inofensivas en las que rivalizan sus habilidades (encender o apagar las luces de las ventanas de un gran edificio comercial para escribir frases, alterar el funcionamiento de los semáforos para crear un congestionamiento en una avenida y poder huir, etc.), hasta que la cosa —razonablemente— se les complica, pero todo en un clima infantiloide pelotudo tipo Verano azul.
Puede tener un contenido más resueltamente político como en la película Confess (Stephan Schaefer, 2005). Terell Lessor es un joven negro, ex-hacker, desocupado (seguramente hay alguna relación entre ambas condiciones) y pobre, víctima del clasismo despiadado y darwinista sobre todo en tiempos de repliegue o recesión económica que invariablemente golpea a las clases medias bajas (su madre es blanca —presumiblemente adoptiva—, viuda, acaban de reducir su horario de trabajo y su salario —es veterana y su jefe está hormonalmente interesado en mujeres más jóvenes—, se ha quedado sin seguro médico, ha tenido que vender el auto e hipotecar la casa, etc.). Terell tiene cierto incuestionable y extraordinario talento casi artístico con las computadoras y la tecnología electrónica (talento protegido y estimulado por su madre, que quiere lo mejor para él y entiende que ahí está su futuro, su salida laboral y su posibilidad de una vida digna), y arrastra el karma pesado de un resentimiento profundo y oscuro contra el establishment, las nenas y nenes upperclass contra los cuales él no puede competir, pues pueden costearse estudios en MIT porque lo traen como una beca desde la cuna, y terminan siendo CEOs o ejecutivos en alguna empresa importante, o congresistas, o gobernantes, o banqueros, o corredores de Wall Street. Luego de un trabajo provisorio como instalador de computadoras domésticas en una empresa pedorra (en la que el gerente y empleador le da lecciones de ética protestante, como que él también arrancó desde abajo y con trabajo y esfuerzo ha logrado llegar a cargos gerenciales, etc.), Terell comienza a madurar su plan. El plan es sencillo: típica fantasía redentora de la democracia liberal. Coloca cámaras-espía, edita y compone clips y comienza a desnudar pequeños chanchullos subiendo los videos a un sitio en la web y alertando al periodismo tradicional. Su primera víctima notoria, razonablemente, es el jefe de su madre, a quien registra intercambiando sexo por favores con una de sus empleadas. A otro (un especulador bursátil, digamos) lo acecha, lo acosa y lo cargosea durante días enteros, hasta que al tipo le explotan las bolas, le da una paliza y le confiesa a los gritos y a los golpes cuánto gana y de dónde provienen esas ganancias. Todo ha sido, ciertamente, registrado y grabado, para ser publicado oportunamente en el sitio. Eso es lo que uno llama una operación posperiodística, típica de los tiempos privados, parecida a las de Michael Moore o a ciertos sketchs del programa argentino de televisión CQC. En un segundo trabajo que logra conseguir, a duras penas, con un ex socio (otro hacker, pero que ha logrado acomodar su vida y ahora es dueño de una empresa de no sé qué servicios informáticos), Terell conoce a su cómplice y amante, Olivia Averill, rubia, linda, universitaria con tesis en curso e hija de un congresista. Ella se entusiasma con la idea y la cosa va creciendo: sofistican el sistema, hackean computadoras personales, intervienen teléfonos, graban conversaciones y registran ilícitos de políticos y hombres de empresa. Luego los raptan y, utilizando una pistola de juguete (no olvidemos la virtualidad de la operación), los obligan a confesar negociados e inmoralidades. El sitio y los videos tienen un impacto inmediato en la prensa y la opinión pública. Pero no olvidemos que a él lo mueve el resentimiento, y a ella, presumiblemente, la ambición, el aburrimiento o cierta tilinga pulsión cínica de experimentación. Y por esa fractura del espíritu de clases precipita la anécdota: a pesar de la oposición de Terell, Olivia decide abrir el sitio para que cualquiera pueda colgar sus videos, alegando vagas razones democráticas que ella está utilizando para su tesis. El asunto se les va de las manos inmediatamente. Utilizando la misma técnica de secuestro y confesión, decenas de copy-catters que adoran a Terell llegan al punto de subir al sitio videos en los que ejecutan en serio a corruptos e inmorales de las clases altas o públicas. El juego toca lo real. Estaba destinado a caer en lo real: sin signos, sin un universo simbólico que organice el campo, la distinción entre bytes y átomos, entre imágenes y cosas, entre virtualidad y realidad, es completamente irrelevante. Finalmente, como era de esperar, todo se desvanece en el aire de la misma forma en la que había surgido: ella termina hablando en público en nombre de un absurdo movimiento imaginario que reclama la autoría de las acciones subversivas, y él desaparece.
El punto catastrófico de la acción subversiva de esta pareja de hackers es precisamente, el abismo de clase que los separa —que es también el punto exacto de la sutura multirracial y multiculturalista de la democracia contemporánea: su alianza es una coincidencia Benetton en la estructura de superficie; las estructuras profundas son totalmente divergentes. Y se puede decir, casi con seguridad, que ésa es una definición posible de alianza, o que toda alianza debería saber que su existencia misma parte de un malentendido, que detrás de esa ilusión está lo real de la dispersión, de las energías, los deseos o apetitos incompatibles de sus integrantes, etc. Es verdad. Pero en todo caso se me concederá que en tiempos democrático-liberales de comunicación de masas, las alianzas tienden a ser extremadamente volátiles e inestables: forzadas por la propia vocación democrática (el negro pobre sin estudios y la nena universitaria rubia y rica), se muestran completamente inútiles para sostener en el tiempo una idea subversiva o revolucionaria. El negro quiere tramitar su enojo y su resentimiento; la rubia no puede resistir la tentación del arte, de una gran performance irónica, de un reality, un gesto estético sangriento que parece destinado a convertirse en otro show mediático. El enojo, el resentimiento y la indignación son una gran energía indócil o subversiva inmediatamente neutralizada por los medios como show —pues no son más que energía, sin idea y sin objeto, que termina enfriándose fatalmente en la superficie de absorción de la pantalla.


4.

Eso que Confess expone tan delicadamente a través de la incompatibilidad de clase de los dos personajes, es mostrado en forma bastante burda en la serie Black Mirror: un negro conectado a una gran máquina tecnomediática logra reunir los créditos para presentarse a un casting (el gran momento de exposición y gloria de esos peones anónimos que alimentan la máquina cotidianamente). Ahí, en el casting, decide dar su gran golpe y presentar su indignación y su odio hacia la máquina (su enamorada ha triunfado en uno de los castings —él la ha ayudado a reunir los créditos necesarios, confía en su talento como cantante, en su aire infantil de delicadeza inocente y ligeramente torpe, etc.—, pero en lugar de ser seleccionada como cantante ha sido elegida como actriz porno, debido precisamente al plus de morbo que al jurado le provoca su delicadeza aniñada e inocente). Ya en el escenario, el negro saca de su bolsillo un pedazo de vidrio, amenaza con degollarse ante las cámaras si lo cortan o lo interrumpen, y se descuelga con un largo speech acerca de la mierda inmoral y obscena en la que todos están metidos hasta las cejas. Inmediatamente es seleccionado como orador carismático y espontáneo para tener un espacio televisivo semanal en el que se indigna y hace su catarsis. Y él acepta.
Toda forma de insurrección es reabsorbida entonces por el sistema omnímodo de la democracia, el consumo o el espectáculo mediático. Quizás no sea del todo innecesario repetir el caso de Wikileaks y el posperiodista hacker Julian Assange: entre la nube imaginaria inconmensurable de los 250 mil documentos sacados a luz, y el objeto parcial concreto de la revelación o la denuncia (festicholas de Berlusconi, bótox de Gadaffi, el mal talante de la Merkel, un plan para desestabilizar gobiernos adversos en el tercer mundo, etc.), la idea misma de revelar algo se pierde irremediablemente. Pero aunque los documentos no hubieran sido 250 mil, sino dos o tres, o uno, ya toda la cultura de masas funciona amortiguando la idea de la epifanía, la aparición reveladora de algo que podría eventualmente cambiar el curso de la historia. En primer lugar porque cambiar el curso de la historia es una operación conceptual, de idea, de pensamiento o de teoría, y no de simple mostración de una cosa o un hecho. En segundo lugar, porque como se argumenta en cierto relato de Chesterton ¿cuál es el peor lugar para buscar una aguja?, ¿un pajar?, no: una montaña de agujas. ¿Cuál es el mejor lugar para esconder un cadáver?: una montaña de cadáveres —el asesino crea así una batalla para esconder el cuerpo de su víctima. ¿Cuál es el mejor lugar para esconder un secreto? Un universo de secretos. Es el lugar donde la idea misma de secreto y el poder subversivo de la revelación o de la epifanía desaparecen por completo: se enfrían y se desvanecen en el chisme, en el rumor, en el comentario del comentario. El universo frío, disuasivo e ilimitado de la información, la comunicación y la transmisión. El universo de la masa y los medios.
De todas formas, por un minuto queremos creer que Assange es el guerrillero urbano de la post-historia, el hacker que pone fin a la era del estúpido e insoportable periodismo liberal y a la desinformación de las grandes agencias o de los grandes medios. El guerrillero cuya valiente estocada consiste en inyectar en el mundo de los intercambios (información, para el caso) una sobredosis caliente de sí mismo y provocar una reacción en cadena (como la de los hackers de Confess) que se lleve todo al quinto carajo, como un viento purificador. Sin embargo, previsiblemente, nada pasa: no hubo crisis diplomáticas ni terrorismo informático a gran escala y ni siquiera un leve estado de indignación por haber visto a esos bichos horrorosos detrás de la corrección hipócrita de embajadores y cancilleres y del derecho internacional. Y esta es una de las características más terribles del capitalismo contemporáneo de mercado y su ensamblaje deslumbrante con los medios y la masa: estamos, por lo regular demasiado enojados con la estupidez del capitalismo y su lógica cultural como para tener la paciencia de criticar y superar el sistema. Lo que sentimos es verdadero odio o resentimiento, con su injusticia, con su infantilismo, con el aire festivo con el que comete sus atrocidades. Tanto, que ya no queremos o no podemos superar al capitalismo, no tenemos paciencia algunos, otros no tenemos conceptos, hemos caído en la dinámica de su propia ansiedad: queremos vengarnos del capitalismo y de la globalización: queremos matarlos, humillarlos, prenderles fuego e insultarlos; queremos bailar tregua y catala sobre sus cadáveres. Y eso es lo que encarna, transitoriamente, Assange. Pero el capitalismo actualmente es capaz de reutilizar esta venganza, este odio y este exceso psicótico y convertirlo en un gran espectáculo y en un negocio rentable. No sólo en el show y el reality, sino también en el insuperable negocio de la seguridad, del miedo y de la paranoia.


5.

¿En qué quedó, ya que estamos, la Primavera Árabe, ese estado generalizado de insurrección civil que llevó al mundo occidental a soñar, otra vez, con el extraordinario poder de la comunicación electrónica digital para crear contagios y excitación masiva, reacciones en cadena capaces de sacar al pueblo o a las masas a la calle, todos iguales, hombro con hombro, a manifestar por sus derechos o sus demandas? ¿Qué es de la revolución Facebook y de la revolución Twitter? Nada. Enfrentamientos sangrientos, caos y guerra civil en Siria, intervención occidental de Francia y la OTAN en Libia, gobierno militar en Egipto, terror cínico del mundo democrático occidental al fundamentalismo islámico capaz de capitalizar este estado de confusión y revuelta (y hablo de “terror cínico” en tanto un gobierno fundamentalista adverso suele ser mejor para occidente, pues puede ser intervenido y derrocado siempre en nombre de la democracia liberal). Por otra parte: ¿cuál es la brecha de clase entre Wael Ghonim, egipcio universitario (Master en la Universidad Americana de El Cairo) ejecutivo y director de marketing de Google, y un joven de algún grupo tribal minoritario y sumergido en Yemen o en Libia, o un pobre desocupado post-2008 de Túnez? La misma que hay entre Terell y Olivia en Confess. Es, precisamente, lo que debería alertarnos acerca de la casi nula potencia de internet y de las llamadas redes sociales para sostener una Idea o un concepto revolucionarios o verdaderamente subversivos. Su capacidad de excitar a la masa es inversamente proporcional a su capacidad para conducir ese calentamiento a una Idea. Podemos convocar a “El día de la ira” y tendremos flashmobs y performances, muchas veces violentos, verdaderos happenings de sangre de los que sacaremos mártires que se convertirán en nuevos avatares para facebook o twitter, pero no podemos organizar y sostener en el tiempo de la historia esa sobrecarga energética.
Podemos jugar con una frase del propio Ghonim: “si quieres liberar a una sociedad dale internet”. Podemos decir, no: si quieres tribalizar, excitar, masificar o (incluso) “democratizar” una sociedad, dale internet; pero si tu propósito es la liberación hace falta bastante más que eso. Internet (así como toda tecnología contemporánea de comunicación-transmisión) tiene, por otra parte, un poder desocializante asombroso. Y “liberar” a una sociedad presupone, entre otras cosas, que hay una sociedad ahí para liberar. Lo que suele hacer internet es, más bien, excitar y multiplicar lo asocial.

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