violencia y valor de cambio


1.

Violencia-seguridad es la pareja que organiza el debate liberal sobre la violencia en las sociedades actuales. Es claro que si ese es el eje del debate, violencia está teñida ontológicamente, a priori, por el tema de la seguridad. Seguridad es entonces la clave y la verdad para interpretar el actual estado de violencia o erizamiento en el que parecen vivir las personas en el mundo contemporáneo, como nervios desnudos. Delincuencia, drogas, violencia doméstica, abuso, acoso, intolerancia, violencia de grupos, de barras o de hinchadas en el deporte. Toda la polémica conduce irremediablemente a la judicialización, a la medicalización o a la penalización de la violencia. Poner más policías, robustecer los dispositivos de seguridad, colocar vallados y muros y pulseras y límites en lo Real, sacar al poder judicial de su pachorra y darle una velocidad más a tono con los nuevos tiempos violentos, estimular el juego de las denuncias penales, acompañarlo con una mayor severidad en las penas, bajar las edades de imputabilidad, permitir que los civiles se armen o llamar al desarme civil, conceder más herramientas jurídicas a los operativos represivos o preventivos, combatir frontalmente al narcotráfico (entendiendo que ese fantasma cubre etiológicamente buena parte del fenómeno de la violencia urbana contemporánea).
Seguridad es una noción central para este mundo. Es una noción profundamente apolítica y asocial. A diferencia de la idea que movía a la geopolítica en los años 60-70 del siglo pasado, para la cual seguridad debía verse como un artefacto de defensa de nuestro “modo de vida”, de “nuestros valores” (libertad, democracia, instituciones, etc.), de “nuestras tradiciones”, “de la nación” o lo que fuere, la seguridad en el mundo contemporáneo es una defensa (de hecho, un aseguramiento) de la vida misma, del cuerpo y de la propiedad. En otras palabras, la seguridad hoy opera directamente en lo real de la vida, de los cuerpos y de los bienes, y no en el mundo político (imaginario o simbólico) de los “valores” y de la organización colectiva de la vida. No es una “doctrina” sino una reflejo inmunológico.
¿Debemos así entender que la única forma de evadir la ontología liberal violencia-seguridad, recostada siempre sobre lo real del biopoder y sus mecanismos sanitaristas o policíacos, es desentendernos del problema de la violencia inherente al mundo contemporáneo? ¿Plantear el asunto de la violencia me convierte siempre ya en un reaccionario, un conservador o un pensador de Estado o funcional al estado de cosas? No. Y ésa es una de las trampas del pensamiento único: desmentir o negar la violencia de la sociedad actual, para evitar la sombra del biopoder y de la seguridad, sencillamente termina por funcionar apretando más el nudo entre la violencia y la seguridad. Lo primero que hay que hacer entonces es separar a los gemelos violencia-seguridad. Y eso es quizá, en sí mismo, un acto violento.


2.

Es necesario contradecir, por lo menos parcialmente, a Pierre Bourdieu, y decir que la violencia en el mundo contemporáneo es siempre profundamente asimbólica. Es la violencia democrática de la ansiedad de los cuerpos, de las cosas, de los apetitos, de la equivalencia, la circulación y los intercambios. Y lo de “violencia democrática” remite a que democracia parece ser hoy no una Idea, sino un mero reflejo en los papeles de la libertad ilimitada y obligatoria para demandar y ofrecer, para vender y comprar, para intercambiar y circular: libertad de mercado y de comercio. Lo violento es que esta economía de los intercambios haya devorado completamente a toda la dinámica de lo social: lo violento es haber construido o haber permitido que se construyera un mundo territorial, radicalmente asocial o post-social.
La Ley social (el logos clásico, digamos: conviene no confundirlo con las leyes o con el aparato jurídico) se establece sobre un acto destinado a cortar la furia inercial pragmática de los intercambios y las equivalencias (una especie de “estado natural” de la comunidad, por así decirlo): se define la existencia de por lo menos un lugar o un perímetro dentro del cual no se negocia ni se intercambia, o bien, se define la existencia de por lo menos una cosa que no puede ser cambiada por otra, es decir, que no está sometida al sistema de equivalencias y a las reglas del intercambio. Llamemos, siguiendo la tradición, sagrado, a ese perímetro o a esa cosa que se ha recortado como trascendente con respecto al plano continuo, implícitamente profano, de las equivalencias. Llamemos política al tipo de organización que resulta de la acción simbólica de separar lo profano de lo sagrado. Llamemos, consecuentemente, crítica, a la necesidad y a la posibilidad de profanar lo sagrado, llegado el momento, en nombre de la racionalidad de la organización que ha resultado del antagonismo. Esto último quiere decir que lo sagrado no es tal o cual cosa singular o concreta sino que es una especie de lugar que permite pensar y decir lo profano del mundo en el que vivimos. Precisamente, con el objetivo de que lo sagrado no se fije en tal o cual cosa (objeto, persona, dogma, doctrina, etc.) es que disponemos de esa posibilidad profanatoria llamada crítica. Pero eso no quiere decir que toda profanación sea necesariamente crítica. El mundo contemporáneo está lleno de ejemplos de profanaciones insignificantes completamente acríticas. Esas profanaciones son violentas.


3.

En Homo Sacer, Giorgio Agamben trae de regreso una vieja y curiosa figura del derecho romano arcaico por la cual se convenía que una persona quedaba “por fuera” de la Ley social: esa persona podía ser matada, agredida, violada o profanada por cualquiera, pero no podía ser sacrificada. Es decir, no podía ser agredida o asesinada en nombre de (o en representación de) algo superior (la Ley, el Bien, la Moral, la institución o lo que fuere), ya que esa muerte sacrificial pone forzosamente a la vida a funcionar significando algo en y para lo social. Esa oscuridad del no ser, la imposibilidad de significar o representar, es lo que Agamben llama la nuda vida. Y el sacrificio es, precisamente, el acto por el cual la nuda vida deja de ser nuda vida para pasar a significar algo en la organización social (humana) de la vida. Si el sacrificio es lo que arranca a la vida del circuito violento y pragmático de los intercambios, le quita valor de cambio y le asigna un significado simbólico, el sacrificio es el acto mismo de separar lo profano de lo sagrado. Hasta el brutal sistema de la pena de muerte y el hiperrealismo mecánico e infantil de un Estado que cuelga a un reo, o lo sienta en una silla que le descarga diez mil voltios (tal vez introduciendo el rasgo humanitario de anestesiarlo primero, o de ponerle orejas de Mickey al casco metálico por el cual entrará la descarga cuando el verdugo baje el interruptor), aunque duela decirlo, esa muerte tiene algo de sacrificial y por tanto tiene algo de simbólico: el Estado es un Tercero que está tomando una vida en nombre de otra cosa (el bien común, la justicia, o lo que sea —aunque también podría interpretarse sencillamente como un acto de venganza, de represalia o incluso de aseguramiento de otras vidas y por tanto de intercambio: regreso a lo asimbólico). Pero cuando un adolescente recibe un tiro en el pecho porque le quitó la gorra o le miró las piernas a la novia de otro, o cuando alguien muere con un tiro en la espalda porque intentaba abrir el auto de otro, o cuando un pistero muere porque se interponía en el camino de dos ladrones en moto que huían de la estación de servicio, o cuando un joven es apuñalado en una escaramuza entre dos hinchadas, esa violencia no tiene otra explicación que una lógica territorial generalizada de homo sacer. Esas muertes no son, en absoluto, sacrificios. Son sus opuestos: son muertes antisacrificiales. En vano los sociólogos y los bienpensantes hablarán de anomia o se indignarán al grito de que la vida no vale nada. No. Hay que razonar exactamente al revés: la vida vale (una gorra, una dosis, quince millones de dólares, poco importa), es decir, la vida social ha sido restituida a (o mejor, ha recaído en) la lógica pragmática del valor de cambio. Y esa lógica, además, no es anómica, caótica o anárquica: es microscópicamente ordenada y disciplinada, regida por la despiadada sintaxis territorial de las conductas, de la imitación, de las tribus, de las modas.


4.

Digamos que una vida readquiere valor (en el sentido mercantil de la palabra: valor de cambio) cuando comienza a carecer de significado. La violencia de la lógica cultural contemporánea reside precisamente en que la vida tiene un valor (un precio) pero no un significado. Toda vida comienza a ser nuda vida: todo sujeto (social) comienza a ser homo sacer. Así funciona la maquinaria pragmática de la sobrevivencia post-social: la circulación incesante y los intercambios generalizados, cuyo objeto maravilloso, su mayor fetiche, es el dinero: el punto de fluidez y de aceleración por excelencia, la “deidad visible” (Marx). El dinero es abstracto-concreto: es el testigo inocuo y la mensurabilidad material de todo: puede ser cambiado por todo a condición de no representar ni significar absolutamente nada: el grado nulo de la metáfora (representación o significado, pensamiento o idea) es el grado infinito de la metonimia (intercambio y equivalencia, circulación y velocidad). Por eso el dinero es eso que interviene furiosamente en el orden del aseguramiento y de la fetichización: el horror a que me roben o a que me asalten o a accidentarme o a enfermarme (los microscópicos demonios de lo impensable, la amenaza de lo no previsto en el artefacto pragmático de previsibilidad), ponen tanto mis cosas, bienes y propiedades, así como —sobre todo— mi propia vida, al alcance del dinero y del circuito del valor de cambio. Es la violencia radical de una profanación radical de todo. La voracidad de la lógica económica y del sistema de equivalencias y de intercambios comienza a tragarse, en una especie de banquete rabelaisiano, a toda la estructura simbólica de lo social. La vida misma se traga al lenguaje y a la política.
Hoy todo parece estar al alcance de la mano, todos somos niños en el palacio de los juguetes: la ropa, la droga, los autos, la comida, el sexo, el porno, los otros, los cuerpos, los disfraces, las identidades, el entretenimiento y la diversión, la información, los chiches tecnológicos, el amor, los misterios, el horror. No hay resistencia alguna que no resulte fútil o pueril, o autoritaria y bestial: sencillamente se trata de robustecer el metabolismo, dejar que se aceleren los flujos de la vida, dejar que se encadenen el apetito con la satisfacción, la demanda con la oferta. Dejar, casi pasivamente, que ocurra esa ansiedad vital. A todo nivel y en todo registro. Y después esperar que esa liberación de la energía vital comience a dar beneficios (mercado, consumo, especulación, desproletarización de la fuerza de trabajo, etc.). El sujeto-bebé, así creado, entiende que entre su apetito y la satisfacción no hay nada, no se levanta algo como lo social, y si siente hambre y ve un choripán, allá se dirige, rompiendo todo a su paso, sin calcular costos ni consecuencias. Daños colaterales.


5.

La vida, el empuje vital, decía Levinas, es básicamente amoral: un árbol vive y crece sin que interese a qué o a quién le quita el oxígeno que su metabolismo necesita, o el agua que extrae de la napa, o los cimientos de qué casa o rancho destruye para seguir creciendo. Vivir es un acto pleno y justificado en sí mismo. No necesita legitimación, no necesita pedir permiso: la vida es psicopática o sociopática. Digamos, un poco groseramente, que todos somos psicópatas, por defecto, si no interviene cierta energía socializante o subjetivante o política, que haga que nuestro acto pleno de vivir, solitario y narcisista, comparezca ante la Ley social. Pero conviene, de todas maneras, no confundir esa energía socializante con la simple intervención autoritaria o superyoica de un poder (el Estado, Leviatán, los artefactos policíacos o sanitarios) que amenaza y controla los excesos de lo social como mero cuerpo que vive.
Acá es que ocurre la peor trampa de la lógica del capitalismo urbano contemporáneo: invisibilizar la alianza profunda y perversa que existe entre la ansiedad vital y la necesidad de control, de aseguramiento y autoritarismo superyoico, entre violencia (vital) y seguridad como intervención de un poder (Real) que ponga límites y castigue. Ese desplazamiento que conduce de las vejas histerias de conversión (patologías sociales en tanto máquinas significantes de principios del siglo pasado) a los trastornos narcisistas o adictivos o alimenticios o bipolares (excesos inherentes y violencia correctiva de las máquinas vitales de fines del siglo pasado y de principios de éste). De la interpretabilidad social del síntoma a la mera disfuncionalidad real de la conducta o del cuerpo.
Soy libre: ya desaté mis impulsos vitales, puedo hacer lo que quiera: trago hasta explotar como una chinche, luego me agobia un horror supersticioso al exceso, vomito, purgo, me desintoxico, comienzo nuevamente, me agrego a una comunidad de autoayuda que funciona como un superyó externo que me disciplina y me asedia con reglas y carteles y muros y pulseras que alertan al poder cuando me excedo. No entiendo la razonabilidad de lo social y por tanto me entrego pasivamente al aparato del orden, de la prohibición y la disciplina. Soy incapaz de entender que si la gente no mata, no agrede o no viola, no es porque tales actos estén prohibidos o sean castigados si se cometen, sino porque no son razonables o pertinentes. Ahora, el sujeto (o lo que sea que haya ahí en lugar de un Sujeto, en el sentido clásico de la palabra) tiene, en todo caso, una conducta recta por miedo a la autoridad, a la represalia o al castigo. Y esto es de un equilibrio extremadamente frágil y peligroso: la racionalidad de lo social, reducida a mera prohibición o límite en lo real, crea al mismo tiempo la perversa tentación inherente de transgredir los límites, de desobedecer la orden o la prohibición. Y eso es un problema estructural: el límite real está ahí solamente para mostrar que el juego puede seguir, y va a seguir, ilimitadamente.
Pensemos por un segundo que este trastorno bipolar (dual, imaginario) es la marca misma de la publicidad y del discurso mágico de la mercancía. Por un lado el llamado al exceso, desde el terror apocalíptico al accidente y al penoso fin sin trascendencia y sin significado que nos espera, la clarinada de Dios llamando a disfrutar, a enfiestarse, a “ser uno mismo”, a despojarnos de inhibiciones, vergüenzas y miedos sociales (la fiesta del fin del mundo). Por otro lado el warning, la advertencia, el terror y la inseguridad en estado puro: las bacterias, la comida basura, el tránsito lento, el sedentarismo, los mosquitos, las enfermedades, las encías sangrantes. ¿Por qué pensar que es mejor educar en cierta responsabilidad a las bestias que usan el baño salpicando, ensuciando y dejándolo como un chiquero, si puedo comprar un producto que repara el daño casi sin esfuerzo, y puedo entonces actuar permisivamente, evitando privarlos de ese momento íntimo de felicidad de escupir en el espejo, orinar en el piso o cagar en el lavamanos? ¿Por qué, si soy mujer, liberarme del mandato sexista de preparar comidas exquisitas para mi familia y tener todo impecable (incluyendo mis manos a la hora de acariciar al palurdo panzón que duerme conmigo) para cuando todos lleguen tan llenos de felicidad como de barro, gérmenes, bacterias, enfermedades y peligros, si tengo un kit de magia instantánea para cumplir obedientemente con mi papel casi sin esfuerzo (un libro de recetas rápidas, un quitagrasa, un matabacterias, una crema para mis manos)? No solamente puedo seguir siendo esclavo sin pagar los costos de la emancipación, sino que puedo (y debo), además, disfrutar de serlo —y para eso entro en la magia del circuito de la mercancía. Entre el goce del mandato y el mandato del goce transcurre la ansiedad bipolar del sujeto contemporáneo: la magia, el azar, la ansiedad de lo instantáneo.
Nuestra cultura actual es una máquina violentamente infantilizante, y por lo tanto es una perfecta fábrica de psicópatas. Los viejos ciudadanos ahora se comportan como clientes de una empresa, como usuarios, consumidores o contribuyentes, capaces de indignarse, manifestarse, armar un piquete, un escrache o una flashmob pidiendo “soluciones ya”, por un agujero en la calle, o porque la cola para hacer el trámite es larga y avanza con lentitud, o porque hubo un accidente de tránsito —¿qué diferencias hay con la horda que procede a hacer justicia por mano propia cuando entiende que el poder judicial es lento, burocrático y permisivo? Los viejos alumnos o estudiantes se comportan como usuarios de una empresa que brinda servicios educativos y pueden exigir rapidez y velocidad y carreras cortas, terminar con la burocracia, armar sus propios combos curriculares como en McDonald’s, pedir salida laboral, o alta competitividad académica, etc. El joven marginal puede conseguir dinero, droga, ropa de marca o algún chiche tecnológico amenazando a alguien con un chumbo o dándole con un ladrillo en la cabeza. Dos hinchadas no pueden detener el realismo del juego del desafío: el juego mismo estaba destinado a la solución final de lo real: una paliza, un par de puñaladas, un tiro. Es la vida misma, la nuda vida, sin calificación social de ningún tipo. Los juegos colectivos no tienen límites, desde un principio: están condenados a un hiperrealismo bestial en el cual las vidas son, precisamente, equivalencias, valores de intercambio. Vidas libres e insignificantes. La vida es precisamente el punto en el que ocurre la privatización absoluta de lo público.


6.

Seguir pensando que la violencia asocial o asimbólica es una simple anomalía del desarrollo del capitalismo contemporáneo y de su lógica cultural, algo así como un germen que puede ser aislado y combatido —aislar y combatir al agente patógeno, al objeto parcial (el marginal, ciertas subculturas, la droga, el narco, la delincuencia, la globalización del delito): ése es exactamente el concepto de seguridad—, es parte del cuadro de estupidez infantil generalizada de esta misma cultura. O peor todavía: es parte del cinismo irresponsable de aquellos que extraen un plus de beneficio económico o electoral de la violencia planteada en términos de seguridad.
Las correcciones o reestabilizaciones hacia un capitalismo “más bueno” con las instrucciones posneoliberales a lo Hayek, hechas sobre el chasis de violencia devastadora de desigualdad y marginación casi desahuciada del neoliberalismo clásico a lo Friedman luego de sus crisis explosivas y peligrosas, ha sido una fórmula letal para las sociedades capitalistas periféricas, empobrecidas y des-civilizadas. Reinyecciones de capital asistencial para dinamizar a la masa de consumidores, la apelación a las micro y pequeñas empresas, el sueño de la competitividad en el mercado libre y del desarrollo robustecido por una “liberación” de la fuerza de trabajo a través de un “emprendedurismo” que inevitablemente desagua en una desproletarización y una despolitización radical de la propia fuerza de trabajo. La atención al problema de la pobreza considerada ya no como el residuo forzoso del capitalismo sino como un obstáculo que impide el desarrollo de las economías emergentes y como una amenaza a la estabilidad política que el capital necesita para seguir funcionando con comodidad. El estímulo puritano de un coaching infantil para nuevos empresarios advenedizos (creatividad pragmática, ideas, planes, organigramas, metas, objetivos, pasos), y en suma, la “empresarialización” de toda la política y de toda la vida social. La educación entendida como capacitación para el trabajo y para el nuevo concepto empresarial de la vida, ajustada a las dinámicas veloces y ciegas de la circulación de mercancías, dinero y energía. La política degradada en gestión, gerencia o administración. La educación degradada en capacitación o coaching práctico para el mercado de trabajo. La economía y la lógica de los intercambios hegemonizando toda la dinámica del mundo, es decir, una pragmatización descarada de toda razón social. La rápida lumpenización de los pequeños capitales flotantes, típica de una dinámica comercial ansiosa y “emprendedora”, ávida de dinero fácil, que hoy inventa un circuito fiestero de boliches en tal o cual barrio, mañana se muda a otro barrio o reinvierte en especulación inmobiliaria a pequeña escala o en servicios turísticos, y así va dejando atrás su residuo de trabajadores primerizos en negro, lejos de la mirada del Estado o del sindicato, que trabajan diez o doce horas por salarios irrisorios, sin beneficios ni horas extras, como mozos o deliverys con sus motos a medio pagar. Estos últimos, además, incapaces de pensar el estado de violencia en el que están sumergidos, hipnotizados por la urgencia de la vida, y, no pocas veces, hipnotizados con los fetiches de la publicidad y el mercado —incapaces de darse cuenta de que si ganan ocho mil pesos al mes no pueden comprarse un celular de quince mil o un plasma de treinta mil. Y caen en la bicicleta de los créditos al consumo, de las tarjetas y la bancarización de la vida y un endeudamiento pobre destinado a estallar como una burbuja. El oportunismo generalizado, la lucha darwinista por el territorio como condiciones de producción o de sobrevivencia o de rebusque. Los circuitos prostitutivos o serviles o mafiosos que surgen como hongos alrededor de los centros comerciales, o de la actividad turística, esa industria blanca y estúpida: objeto maravilloso de los nuevos tiempos posneoliberales (turistas extranjeros, y, sobre todo, turistas nativos, visitantes alienados de su propia ciudad, del circuito de espectáculos o restaurantes o boliches o fiestas, con su corte parasitaria de zombis que piden monedas o cuidan coches o venden curitas).
Esa es la gran máquina de violencia que, oh casualidad, ha sido coronada, en buena parte de América del Sur, por gobiernos de izquierda que se han embarcado en el fetiche del desarrollismo, de las cifras, las inversiones y del capitalismo “en serio”, ése que produce y da trabajo. O que caen invariablemente —ante la presión de la opinión pública liberal de los medios y las encuestadoras— en el asunto de la seguridad como única clave para tratar el problema complejo y profundo de esta radical violencia asignificante de lo post-social.



7.

¿Es posible revertir este estado de violencia y de insignificancia de lo post-social? ¿Es posible resocializar lo social? No, sin dudas, desde posiciones liberales que entienden que hay que encender la máquina de la seguridad y la represión, o desde posiciones reformistas que entienden que un buen capitalismo y un buen desarrollo nos devolverían al camino del trabajo, de la civilización y de la paz social.
La izquierda desdibujada de hoy se encontrará, en primer lugar, ante un atolladero que podemos caracterizar como ideológico. Es el avance de una nueva derecha organizada, que se siente enojada con el caos del capitalismo urbano desregulado y que por eso es doblemente peligrosa: a. por su coincidencia superficial con una crítica al capitalismo en cuanto tal, y b. por conducir su enojo al objetivo de restituir lo sagrado en tanto valores perdidos (sentido de religiosidad, nacionalismo, tradiciones familiaristas ortodoxas) a través de las figuras clásicas del poder (el padre, el líder, el caudillo, el propietario). Es una derecha, además, capaz de promover valores de cierta austeridad anticonsumista, formas de solidaridad asociadas a la caridad y a la donación, y organización, militancia y compromiso de sus juventudes. Conviene no olvidar que algunas comunidades extremas (como el propio nacionalsocialismo) surgen y se convierten en fenómenos de masas estimuladas por el caos generalizado de un capitalismo decadente, y no, como postulan los necios, como simples pulsiones totalitarias opuestas a la vitalidad democrática, o doctrinas paranoicas opuestas al sentido común.
El corso de los medios detrás del nuevo Papa Francisco I, de su sencillez recortada contra el barroco de la escena litúrgica (la pompa, los atavíos, los bordados en oro, los tocados inverosímiles), la ensoñación de la masa —que es siempre la de los medios— con “el Mujica del Vaticano”, vinculado al liceo Jubilar de Casavalle, que ya es desde hace tiempo un ejemplo, para los medios, de cómo deben hacerse las cosas en educación y de cómo conducir las intervenciones civiles en zonas marginales y complicadas (centro modelo, privado pero gratuito, construido y mantenido por donaciones y solidaridad caritativa, que involucra a los padres, que tiene deserción cero, sin obstáculos burocráticos o gremiales, etc.), es un signo claro, me parece, de una batalla ideológica que se vendrá. La lucha compleja contra una derecha religiosa o laica que intuye, en cualquier caso, que el capitalismo “ha ido demasiado lejos” y que sus excesos están destruyendo la estructura de valores tradicionales, e intenta reinstalar el sueño de gobierno y hegemonía de la religiosidad (católica, protestante, pentecostal) en las zonas marginales y calientes de lo social, organizando la vida comunitaria o salvando almas perdidas (drogos, adictos, delincuentes, púberes que crecen al soplo del viento), pero conservando, ciertamente, la estructura de privilegios y volcándola sobre un mundo, humanizado por la caridad y los buenos ejemplos, pero un mundo rigurosamente privado, abandonado a las iniciativas angelicales de la buena sensibilidad de los que pueden.


8.

Pero la izquierda duerme la siesta. Todavía está lejos de esta escena que cierta derecha “social” ya intuyó hace un buen rato, y por tanto todavía no hay tal polémica ideológica (y no sé si alguna vez esa polémica ocurrirá). Y es terrible que sea esa “cierta derecha” la que venga a situarse en el lugar de esta misión re-socializante o re-civilizadora, la que venga a ocupar ese centro vacío del problema capitalista contemporáneo, y termine por extraer un nuevo plusvalor de los despojos y el territorio devastado del neoliberalismo y posneoliberalismo (especialidad por excelencia del capitalismo, como la invasión a Irak: hacer grandes negocios destruyendo, y luego hacer mejores negocios reconstruyendo lo que ha destruido). Porque, si se lo piensa un poco mejor, aunque ya tiene por lo menos una década, el posneoliberalismo “reconstructivo” recién empieza. Correcciones y paliativos a la brutalidad especulativa, que reinyecta capital e interés en las zonas negras creadas por el neoliberalismo clásico, para reintegrar esa masa desposeída al mercado de trabajo y consumo. Y para eso es necesario reacondicionar esas zonas con un mínimo de gasto social: limpiarlas, desintoxicarlas, ordenarlas. Y para eso, a su vez, nada mejor que la incorporación de la fe comunitarista religiosa o que el ethos protestante y la autoayuda disciplinante de las instituciones u ONGs laicas privadas (las invocaciones a la autoestima, el llamado pragmático a cumplir planes y metas, los “se puede” y todo ese sermón infantilizante y ansiógeno).
Y, por pusilanimidad, por miedo a perder bases electorales, o por no tener a veces la menor idea de qué es la política, el Estado hace el trabajo sucio con la mano izquierda: operativos de saturación, razzias y allanamientos. Mientras tanto, los medios y (con ellos) la opinión pública ya empiezan a torcer el rumbo: hábilmente —sin abandonar nunca el fetiche de la seguridad, para continuar explotando el miedo atávico de la tribu a la violenta anarquía de una maldad sin objeto ni inteligencia— se comienza a hablar de “responsabilidad social empresarial”, de “educación en valores” o de “solidaridad”. Se insiste con los centros educativos modelo hechos a esfuerzo privado (estrictamente contrarios a un esfuerzo educativo social y público, que siempre muestra fallas y negligencias evidentes, descuidos, autoritarismo, burocracia, deterioro, ineptitud, corporativismo sindical que nunca piensa en los alumnos, etc.), o se muestran jóvenes conchetos en plena alegre militancia callejera, comprometidos con un techo para mi país (plan de levantar urgentes viviendas precarias que sustituyen a urgentes viviendas precarias). Y todo eso impacta en lo profundo del corazón supersticioso y fetichista de la masa, siempre sedienta de santos y de buenas figuras de poder.
Así, la izquierda en el gobierno, queda, en este tema, entrampada en una doble tenaza. Al tiempo de la opinión pública robustece y mueve antipáticamente lo que antes llamábamos “aparato represivo” (pues si no lo hace se expone a un costo electoral alto, por inacción, en un tema —la seguridad— que ha encabezado la “agenda política mediática” en los últimos cinco años, por lo menos), y deja a esa misma opinión pública, insustancial y flotante y que se mueve al ritmo de los medios, libre de empatizar con el proyecto de “disciplinamiento pacífico” y de “reencauzamiento” de las comunidades marginales, hecho a la sombra de las iniciativas privadas (laicas o religiosas) y de la sensibilidad del propio capital, dejando por tanto que esas masas sean devueltas a la máquina violenta del mercado de trabajo desregulado, la competitividad y el hiperconsumo, exponenciando así un nuevo circuito pragmático de dinero, cuerpos, fuerza de trabajo y mercancías.


9.

Entonces, finalmente, una vez mas: ¿es posible resocializar lo post-social —aún sabiendo que nos metemos en un tema ideológico complicado y resbaladizo? Sí. Es posible. A condición de entender que un acto político o público es aquel cuyo objetivo es antagonizar con la lógica pragmática de la vida, la economía y los intercambios: cortar el circuito ansioso y adictivo de la vida para poder pensar la vida, socialmente. Es posible, a condición de entender que lo político tiene que ver (insisto) con conducir lo privado a lo público, con iluminar la violencia privada de lo inconsciente con la luz de la razón social o pública, y no con enfrentar ese inconsciente caótico con un aparato disciplinante o reglamentario, superyoico (desde la policía y los higienistas a la ética conductista y la “trasmisión de valores”), que termina siempre por exponenciar la violencia en su intento por reencauzarla (pues la violencia o la locura misma no es simplemente el caos: es la máquina deslumbrante caos-represión, ello-superyó). Es posible, a condición de entender que educar es educar para lo social y en lo público, y no una reafirmación de la lógica privada de la pragmática, la sobrevivencia y el mercado de trabajo. A condición de que educar sea un acto político de creación de zonas críticas de soberanía y autonomía (llamemos subjetividad a esas zonas) y no un simple reaprovechamiento de las viejas piezas estropeadas para ajustarlas a la máquina de un capitalismo de nuevo estilo o de nuevo tipo. Y no creo que, así planteado, ese tema un poco ingenuo o bobo que intenta debatir o plebiscitar humanidades vs. capacitación técnica, tenga algo que ver en este asunto. Es posible, supongo yo, crear subjetividad tanto en la formación técnica como en la formación humanística clásica (filosofía, literatura, artes). Así como también es posible estropear u obturar la subjetividad en cualquiera de esos dos campos.

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