violencia y valor de cambio
1.
Violencia-seguridad es la
pareja que organiza el debate liberal sobre la violencia en las sociedades
actuales. Es claro que si ese es el eje del debate, violencia está
teñida ontológicamente, a priori, por el tema de la seguridad. Seguridad
es entonces la clave y la verdad para interpretar el actual estado de violencia
o erizamiento en el que parecen vivir las personas en el mundo contemporáneo,
como nervios desnudos. Delincuencia, drogas, violencia doméstica, abuso, acoso,
intolerancia, violencia de grupos, de barras o de hinchadas en el deporte. Toda
la polémica conduce irremediablemente a la judicialización, a la medicalización
o a la penalización de la violencia. Poner más policías, robustecer los
dispositivos de seguridad, colocar vallados y muros y pulseras y límites en
lo Real, sacar al poder judicial de su pachorra y darle una velocidad más a
tono con los nuevos tiempos violentos, estimular el juego de las denuncias
penales, acompañarlo con una mayor severidad en las penas, bajar las edades de
imputabilidad, permitir que los civiles se armen o llamar al desarme civil,
conceder más herramientas jurídicas a los operativos represivos o preventivos,
combatir frontalmente al narcotráfico (entendiendo que ese fantasma cubre
etiológicamente buena parte del fenómeno de la violencia urbana contemporánea).
Seguridad es una noción
central para este mundo. Es una noción profundamente apolítica y asocial. A
diferencia de la idea que movía a la geopolítica en los años 60-70 del siglo
pasado, para la cual seguridad debía verse como un artefacto de defensa
de nuestro “modo de vida”, de “nuestros valores” (libertad, democracia,
instituciones, etc.), de “nuestras tradiciones”, “de la nación” o lo que fuere,
la seguridad en el mundo contemporáneo es una defensa (de hecho, un aseguramiento)
de la vida misma, del cuerpo y de la propiedad. En otras palabras, la seguridad
hoy opera directamente en lo real de la vida, de los cuerpos y de los bienes, y
no en el mundo político (imaginario o simbólico) de los “valores” y de la
organización colectiva de la vida. No es una “doctrina” sino una reflejo
inmunológico.
¿Debemos así entender que la
única forma de evadir la ontología liberal violencia-seguridad,
recostada siempre sobre lo real del biopoder y sus mecanismos sanitaristas o
policíacos, es desentendernos del problema de la violencia inherente al mundo
contemporáneo? ¿Plantear el asunto de la violencia me convierte siempre ya en
un reaccionario, un conservador o un pensador de Estado o funcional al estado
de cosas? No. Y ésa es una de las trampas del pensamiento único: desmentir o
negar la violencia de la sociedad actual, para evitar la sombra del biopoder y
de la seguridad, sencillamente termina por funcionar apretando más el nudo
entre la violencia y la seguridad. Lo primero que hay que hacer entonces es
separar a los gemelos violencia-seguridad. Y eso es quizá, en sí mismo, un acto
violento.
2.
Es necesario contradecir, por lo
menos parcialmente, a Pierre Bourdieu, y decir que la violencia en el mundo
contemporáneo es siempre profundamente asimbólica. Es la violencia
democrática de la ansiedad de los cuerpos, de las cosas, de los apetitos, de la
equivalencia, la circulación y los intercambios. Y lo de “violencia
democrática” remite a que democracia parece ser hoy no una Idea, sino un
mero reflejo en los papeles de la libertad ilimitada y obligatoria para
demandar y ofrecer, para vender y comprar, para intercambiar y circular:
libertad de mercado y de comercio. Lo violento es que esta economía de los
intercambios haya devorado completamente a toda la dinámica de lo social: lo
violento es haber construido o haber permitido que se construyera un mundo
territorial, radicalmente asocial o post-social.
La Ley social (el logos
clásico, digamos: conviene no confundirlo con las leyes o con el aparato
jurídico) se establece sobre un acto destinado a cortar la furia inercial
pragmática de los intercambios y las equivalencias (una especie de “estado
natural” de la comunidad, por así decirlo): se define la existencia de por lo
menos un lugar o un perímetro dentro del cual no se negocia ni se intercambia,
o bien, se define la existencia de por lo menos una cosa que no puede ser
cambiada por otra, es decir, que no está sometida al sistema de equivalencias y
a las reglas del intercambio. Llamemos, siguiendo la tradición, sagrado,
a ese perímetro o a esa cosa que se ha recortado como trascendente con respecto
al plano continuo, implícitamente profano, de las equivalencias.
Llamemos política al tipo de organización que resulta de la acción
simbólica de separar lo profano de lo sagrado. Llamemos, consecuentemente, crítica,
a la necesidad y a la posibilidad de profanar lo sagrado, llegado el momento,
en nombre de la racionalidad de la organización que ha resultado del
antagonismo. Esto último quiere decir que lo sagrado no es tal o cual
cosa singular o concreta sino que es una especie de lugar que permite pensar
y decir lo profano del mundo en el que vivimos. Precisamente, con el
objetivo de que lo sagrado no se fije en tal o cual cosa (objeto, persona,
dogma, doctrina, etc.) es que disponemos de esa posibilidad profanatoria
llamada crítica. Pero eso no quiere decir que toda profanación sea
necesariamente crítica. El mundo contemporáneo está lleno de ejemplos de
profanaciones insignificantes completamente acríticas. Esas profanaciones son
violentas.
3.
En Homo Sacer, Giorgio
Agamben trae de regreso una vieja y curiosa figura del derecho romano arcaico
por la cual se convenía que una persona quedaba “por fuera” de la Ley social:
esa persona podía ser matada, agredida, violada o profanada por cualquiera,
pero no podía ser sacrificada. Es decir, no podía ser agredida o
asesinada en nombre de (o en representación de) algo superior (la Ley,
el Bien, la Moral, la institución o lo que fuere), ya que esa muerte
sacrificial pone forzosamente a la vida a funcionar significando algo en y para
lo social. Esa oscuridad del no ser, la imposibilidad de significar o
representar, es lo que Agamben llama la nuda vida. Y el sacrificio
es, precisamente, el acto por el cual la nuda vida deja de ser nuda
vida para pasar a significar algo en la organización social (humana) de la
vida. Si el sacrificio es lo que arranca a la vida del circuito violento
y pragmático de los intercambios, le quita valor de cambio y le asigna un
significado simbólico, el sacrificio es el acto mismo de separar lo profano de
lo sagrado. Hasta el brutal sistema de la pena de muerte y el hiperrealismo
mecánico e infantil de un Estado que cuelga a un reo, o lo sienta en una silla
que le descarga diez mil voltios (tal vez introduciendo el rasgo humanitario de
anestesiarlo primero, o de ponerle orejas de Mickey al casco metálico por el cual
entrará la descarga cuando el verdugo baje el interruptor), aunque duela
decirlo, esa muerte tiene algo de sacrificial y por tanto tiene algo de
simbólico: el Estado es un Tercero que está tomando una vida en nombre de otra
cosa (el bien común, la justicia, o lo que sea —aunque también podría
interpretarse sencillamente como un acto de venganza, de represalia o incluso
de aseguramiento de otras vidas y por tanto de intercambio: regreso a lo
asimbólico). Pero cuando un adolescente recibe un tiro en el pecho porque le
quitó la gorra o le miró las piernas a la novia de otro, o cuando alguien muere
con un tiro en la espalda porque intentaba abrir el auto de otro, o cuando un
pistero muere porque se interponía en el camino de dos ladrones en moto que
huían de la estación de servicio, o cuando un joven es apuñalado en una
escaramuza entre dos hinchadas, esa violencia no tiene otra explicación que una
lógica territorial generalizada de homo sacer. Esas muertes no son, en
absoluto, sacrificios. Son sus opuestos: son muertes antisacrificiales.
En vano los sociólogos y los bienpensantes hablarán de anomia o se
indignarán al grito de que la vida no vale nada. No. Hay que razonar
exactamente al revés: la vida vale (una gorra, una dosis, quince
millones de dólares, poco importa), es decir, la vida social ha sido restituida
a (o mejor, ha recaído en) la lógica pragmática del valor de cambio. Y esa
lógica, además, no es anómica, caótica o anárquica: es microscópicamente
ordenada y disciplinada, regida por la despiadada sintaxis territorial de las
conductas, de la imitación, de las tribus, de las modas.
4.
Digamos que una vida readquiere
valor (en el sentido mercantil de la palabra: valor de cambio) cuando
comienza a carecer de significado. La violencia de la lógica cultural
contemporánea reside precisamente en que la vida tiene un valor (un precio)
pero no un significado. Toda vida comienza a ser nuda vida: todo sujeto
(social) comienza a ser homo sacer. Así funciona la maquinaria
pragmática de la sobrevivencia post-social: la circulación incesante y los
intercambios generalizados, cuyo objeto maravilloso, su mayor fetiche, es el
dinero: el punto de fluidez y de aceleración por excelencia, la “deidad
visible” (Marx). El dinero es abstracto-concreto: es el testigo inocuo y la
mensurabilidad material de todo: puede ser cambiado por todo a condición de no
representar ni significar absolutamente nada: el grado nulo de la metáfora
(representación o significado, pensamiento o idea) es el grado infinito de la
metonimia (intercambio y equivalencia, circulación y velocidad). Por eso el
dinero es eso que interviene furiosamente en el orden del aseguramiento
y de la fetichización: el horror a que me roben o a que me asalten o a
accidentarme o a enfermarme (los microscópicos demonios de lo impensable, la
amenaza de lo no previsto en el artefacto pragmático de previsibilidad), ponen
tanto mis cosas, bienes y propiedades, así como —sobre todo— mi propia vida,
al alcance del dinero y del circuito del valor de cambio. Es la violencia
radical de una profanación radical de todo. La voracidad de la lógica económica
y del sistema de equivalencias y de intercambios comienza a tragarse, en una
especie de banquete rabelaisiano, a toda la estructura simbólica de lo social.
La vida misma se traga al lenguaje y a la política.
Hoy todo parece estar al alcance de la mano, todos somos
niños en el palacio de los juguetes: la ropa, la droga, los autos, la comida,
el sexo, el porno, los otros, los cuerpos, los disfraces, las identidades, el
entretenimiento y la diversión, la información, los chiches tecnológicos, el
amor, los misterios, el horror. No hay resistencia alguna que no resulte fútil
o pueril, o autoritaria y bestial: sencillamente se trata de robustecer el
metabolismo, dejar que se aceleren los flujos de la vida, dejar que se
encadenen el apetito con la satisfacción, la demanda con la oferta. Dejar, casi
pasivamente, que ocurra esa ansiedad vital. A todo nivel y en todo
registro. Y después esperar que esa liberación de la energía vital comience a
dar beneficios (mercado, consumo, especulación, desproletarización de la fuerza
de trabajo, etc.). El sujeto-bebé, así creado, entiende que entre su apetito y
la satisfacción no hay nada, no se levanta algo como lo social, y si siente
hambre y ve un choripán, allá se dirige, rompiendo todo a su paso, sin calcular
costos ni consecuencias. Daños colaterales.
5.
La vida, el empuje vital, decía Levinas, es básicamente amoral:
un árbol vive y crece sin que interese a qué o a quién le quita el oxígeno que
su metabolismo necesita, o el agua que extrae de la napa, o los cimientos de
qué casa o rancho destruye para seguir creciendo. Vivir es un acto pleno y
justificado en sí mismo. No necesita legitimación, no necesita pedir permiso:
la vida es psicopática o sociopática. Digamos, un poco groseramente, que todos
somos psicópatas, por defecto, si no interviene cierta energía socializante o
subjetivante o política, que haga que nuestro acto pleno de vivir, solitario y
narcisista, comparezca ante la Ley social. Pero conviene, de todas maneras, no
confundir esa energía socializante con la simple intervención autoritaria o
superyoica de un poder (el Estado, Leviatán, los artefactos policíacos o
sanitarios) que amenaza y controla los excesos de lo social como mero cuerpo que
vive.
Acá es que ocurre la peor trampa de la lógica del
capitalismo urbano contemporáneo: invisibilizar la alianza profunda y perversa
que existe entre la ansiedad vital y la necesidad de control, de aseguramiento
y autoritarismo superyoico, entre violencia (vital) y seguridad como
intervención de un poder (Real) que ponga límites y castigue. Ese
desplazamiento que conduce de las vejas histerias de conversión (patologías
sociales en tanto máquinas significantes de principios del siglo pasado)
a los trastornos narcisistas o adictivos o alimenticios o bipolares (excesos
inherentes y violencia correctiva de las máquinas vitales de fines del
siglo pasado y de principios de éste). De la interpretabilidad social
del síntoma a la mera disfuncionalidad real de la conducta o del cuerpo.
Soy libre: ya desaté mis impulsos vitales, puedo hacer lo
que quiera: trago hasta explotar como una chinche, luego me agobia un horror
supersticioso al exceso, vomito, purgo, me desintoxico, comienzo nuevamente, me
agrego a una comunidad de autoayuda que funciona como un superyó externo que me
disciplina y me asedia con reglas y carteles y muros y pulseras que alertan al
poder cuando me excedo. No entiendo la razonabilidad de lo social y por tanto
me entrego pasivamente al aparato del orden, de la prohibición y la disciplina.
Soy incapaz de entender que si la gente no mata, no agrede o no viola, no es
porque tales actos estén prohibidos o sean castigados si se cometen, sino
porque no son razonables o pertinentes. Ahora, el sujeto (o lo que sea que haya
ahí en lugar de un Sujeto, en el sentido clásico de la palabra) tiene,
en todo caso, una conducta recta por miedo a la autoridad, a la represalia o al
castigo. Y esto es de un equilibrio extremadamente frágil y peligroso: la
racionalidad de lo social, reducida a mera prohibición o límite en lo real,
crea al mismo tiempo la perversa tentación inherente de transgredir los
límites, de desobedecer la orden o la prohibición. Y eso es un problema
estructural: el límite real está ahí solamente para mostrar que el juego
puede seguir, y va a seguir, ilimitadamente.
Pensemos por un segundo que este trastorno bipolar
(dual, imaginario) es la marca misma de la publicidad y del discurso mágico de
la mercancía. Por un lado el llamado al exceso, desde el terror apocalíptico al
accidente y al penoso fin sin trascendencia y sin significado que nos espera,
la clarinada de Dios llamando a disfrutar, a enfiestarse, a “ser uno mismo”, a
despojarnos de inhibiciones, vergüenzas y miedos sociales (la fiesta del fin
del mundo). Por otro lado el warning, la advertencia, el terror y la
inseguridad en estado puro: las bacterias, la comida basura, el tránsito lento,
el sedentarismo, los mosquitos, las enfermedades, las encías sangrantes. ¿Por
qué pensar que es mejor educar en cierta responsabilidad a las bestias que usan
el baño salpicando, ensuciando y dejándolo como un chiquero, si puedo comprar
un producto que repara el daño casi sin esfuerzo, y puedo entonces actuar
permisivamente, evitando privarlos de ese momento íntimo de felicidad de
escupir en el espejo, orinar en el piso o cagar en el lavamanos? ¿Por qué, si
soy mujer, liberarme del mandato sexista de preparar comidas exquisitas para mi
familia y tener todo impecable (incluyendo mis manos a la hora de acariciar al
palurdo panzón que duerme conmigo) para cuando todos lleguen tan llenos de
felicidad como de barro, gérmenes, bacterias, enfermedades y peligros, si tengo
un kit de magia instantánea para cumplir obedientemente con mi papel
casi sin esfuerzo (un libro de recetas rápidas, un quitagrasa, un
matabacterias, una crema para mis manos)? No solamente puedo seguir siendo
esclavo sin pagar los costos de la emancipación, sino que puedo (y debo),
además, disfrutar de serlo —y para eso entro en la magia del circuito de la
mercancía. Entre el goce del mandato y el mandato del goce transcurre la
ansiedad bipolar del sujeto contemporáneo: la magia, el azar, la ansiedad de lo
instantáneo.
Nuestra cultura actual es una máquina violentamente
infantilizante, y por lo tanto es una perfecta fábrica de psicópatas. Los
viejos ciudadanos ahora se comportan como clientes de una empresa, como
usuarios, consumidores o contribuyentes, capaces de indignarse, manifestarse,
armar un piquete, un escrache o una flashmob pidiendo “soluciones ya”,
por un agujero en la calle, o porque la cola para hacer el trámite es larga y
avanza con lentitud, o porque hubo un accidente de tránsito —¿qué diferencias
hay con la horda que procede a hacer justicia por mano propia cuando entiende
que el poder judicial es lento, burocrático y permisivo? Los viejos alumnos o
estudiantes se comportan como usuarios de una empresa que brinda servicios
educativos y pueden exigir rapidez y velocidad y carreras cortas, terminar con
la burocracia, armar sus propios combos curriculares como en McDonald’s, pedir
salida laboral, o alta competitividad académica, etc. El joven marginal puede
conseguir dinero, droga, ropa de marca o algún chiche tecnológico amenazando a
alguien con un chumbo o dándole con un ladrillo en la cabeza. Dos hinchadas no
pueden detener el realismo del juego del desafío: el juego mismo estaba
destinado a la solución final de lo real: una paliza, un par de puñaladas, un
tiro. Es la vida misma, la nuda vida, sin calificación social de ningún
tipo. Los juegos colectivos no tienen límites, desde un principio: están
condenados a un hiperrealismo bestial en el cual las vidas son, precisamente,
equivalencias, valores de intercambio. Vidas libres e insignificantes. La
vida es precisamente el punto en el que ocurre la privatización absoluta de
lo público.
6.
Seguir pensando que la violencia asocial o asimbólica es
una simple anomalía del desarrollo del capitalismo contemporáneo y de su lógica
cultural, algo así como un germen que puede ser aislado y combatido —aislar y
combatir al agente patógeno, al objeto parcial (el marginal, ciertas
subculturas, la droga, el narco, la delincuencia, la globalización del delito):
ése es exactamente el concepto de seguridad—, es parte del cuadro de
estupidez infantil generalizada de esta misma cultura. O peor todavía: es parte
del cinismo irresponsable de aquellos que extraen un plus de beneficio
económico o electoral de la violencia planteada en términos de seguridad.
Las correcciones o reestabilizaciones hacia un capitalismo
“más bueno” con las instrucciones posneoliberales a lo Hayek, hechas
sobre el chasis de violencia devastadora de desigualdad y marginación casi
desahuciada del neoliberalismo clásico a lo Friedman luego de sus crisis
explosivas y peligrosas, ha sido una fórmula letal para las sociedades
capitalistas periféricas, empobrecidas y des-civilizadas. Reinyecciones de
capital asistencial para dinamizar a la masa de consumidores, la apelación a
las micro y pequeñas empresas, el sueño de la competitividad en el mercado
libre y del desarrollo robustecido por una “liberación” de la fuerza de trabajo
a través de un “emprendedurismo” que inevitablemente desagua en una
desproletarización y una despolitización radical de la propia fuerza de
trabajo. La atención al problema de la pobreza considerada ya no como el
residuo forzoso del capitalismo sino como un obstáculo que impide el desarrollo
de las economías emergentes y como una amenaza a la estabilidad política que el
capital necesita para seguir funcionando con comodidad. El estímulo puritano de
un coaching infantil para nuevos empresarios advenedizos (creatividad
pragmática, ideas, planes, organigramas, metas, objetivos, pasos), y en suma,
la “empresarialización” de toda la política y de toda la vida social. La
educación entendida como capacitación para el trabajo y para el nuevo concepto
empresarial de la vida, ajustada a las dinámicas veloces y ciegas de la
circulación de mercancías, dinero y energía. La política degradada en gestión,
gerencia o administración. La educación degradada en capacitación o coaching
práctico para el mercado de trabajo. La economía y la lógica de los
intercambios hegemonizando toda la dinámica del mundo, es decir, una
pragmatización descarada de toda razón social. La rápida lumpenización
de los pequeños capitales flotantes, típica de una dinámica comercial ansiosa y
“emprendedora”, ávida de dinero fácil, que hoy inventa un circuito fiestero de
boliches en tal o cual barrio, mañana se muda a otro barrio o reinvierte en
especulación inmobiliaria a pequeña escala o en servicios turísticos, y así va
dejando atrás su residuo de trabajadores primerizos en negro, lejos de la
mirada del Estado o del sindicato, que trabajan diez o doce horas por salarios
irrisorios, sin beneficios ni horas extras, como mozos o deliverys con
sus motos a medio pagar. Estos últimos, además, incapaces de pensar el estado
de violencia en el que están sumergidos, hipnotizados por la urgencia de la
vida, y, no pocas veces, hipnotizados con los fetiches de la publicidad y el
mercado —incapaces de darse cuenta de que si ganan ocho mil pesos al mes no
pueden comprarse un celular de quince mil o un plasma de treinta mil. Y caen en
la bicicleta de los créditos al consumo, de las tarjetas y la bancarización de
la vida y un endeudamiento pobre destinado a estallar como una burbuja. El
oportunismo generalizado, la lucha darwinista por el territorio como
condiciones de producción o de sobrevivencia o de rebusque. Los circuitos
prostitutivos o serviles o mafiosos que surgen como hongos alrededor de los
centros comerciales, o de la actividad turística, esa industria blanca y
estúpida: objeto maravilloso de los nuevos tiempos posneoliberales (turistas
extranjeros, y, sobre todo, turistas nativos, visitantes alienados de su propia
ciudad, del circuito de espectáculos o restaurantes o boliches o fiestas, con
su corte parasitaria de zombis que piden monedas o cuidan coches o venden
curitas).
Esa es la gran máquina de violencia que, oh casualidad, ha
sido coronada, en buena parte de América del Sur, por gobiernos de izquierda
que se han embarcado en el fetiche del desarrollismo, de las cifras, las
inversiones y del capitalismo “en serio”, ése que produce y da trabajo. O que
caen invariablemente —ante la presión de la opinión pública liberal de los medios
y las encuestadoras— en el asunto de la seguridad como única clave para
tratar el problema complejo y profundo de esta radical violencia asignificante
de lo post-social.
7.
¿Es posible revertir este estado de violencia y de
insignificancia de lo post-social? ¿Es posible resocializar lo social? No, sin
dudas, desde posiciones liberales que entienden que hay que encender la máquina
de la seguridad y la represión, o desde posiciones reformistas que entienden
que un buen capitalismo y un buen desarrollo nos devolverían al camino del
trabajo, de la civilización y de la paz social.
La izquierda desdibujada de hoy se encontrará, en primer
lugar, ante un atolladero que podemos caracterizar como ideológico. Es
el avance de una nueva derecha organizada, que se siente enojada con el caos
del capitalismo urbano desregulado y que por eso es doblemente peligrosa: a.
por su coincidencia superficial con una crítica al capitalismo en cuanto tal, y
b. por conducir su enojo al objetivo de restituir lo sagrado en tanto
valores perdidos (sentido de religiosidad, nacionalismo, tradiciones
familiaristas ortodoxas) a través de las figuras clásicas del poder (el padre,
el líder, el caudillo, el propietario). Es una derecha, además, capaz de
promover valores de cierta austeridad anticonsumista, formas de solidaridad
asociadas a la caridad y a la donación, y organización, militancia y compromiso
de sus juventudes. Conviene no olvidar que algunas comunidades extremas (como
el propio nacionalsocialismo) surgen y se convierten en fenómenos de masas
estimuladas por el caos generalizado de un capitalismo decadente, y no, como
postulan los necios, como simples pulsiones totalitarias opuestas a la
vitalidad democrática, o doctrinas paranoicas opuestas al sentido común.
El corso de los medios detrás del nuevo Papa Francisco I,
de su sencillez recortada contra el barroco de la escena litúrgica (la pompa,
los atavíos, los bordados en oro, los tocados inverosímiles), la ensoñación de
la masa —que es siempre la de los medios— con “el Mujica del Vaticano”,
vinculado al liceo Jubilar de Casavalle, que ya es desde hace tiempo un
ejemplo, para los medios, de cómo deben hacerse las cosas en educación y de
cómo conducir las intervenciones civiles en zonas marginales y complicadas
(centro modelo, privado pero gratuito, construido y mantenido por donaciones y
solidaridad caritativa, que involucra a los padres, que tiene deserción cero,
sin obstáculos burocráticos o gremiales, etc.), es un signo claro, me parece,
de una batalla ideológica que se vendrá. La lucha compleja contra una derecha
religiosa o laica que intuye, en cualquier caso, que el capitalismo “ha ido
demasiado lejos” y que sus excesos están destruyendo la estructura de valores
tradicionales, e intenta reinstalar el sueño de gobierno y hegemonía de la
religiosidad (católica, protestante, pentecostal) en las zonas marginales y
calientes de lo social, organizando la vida comunitaria o salvando almas
perdidas (drogos, adictos, delincuentes, púberes que crecen al soplo del
viento), pero conservando, ciertamente, la estructura de privilegios y
volcándola sobre un mundo, humanizado por la caridad y los buenos ejemplos,
pero un mundo rigurosamente privado, abandonado a las iniciativas angelicales
de la buena sensibilidad de los que pueden.
8.
Pero la izquierda duerme la siesta. Todavía está lejos de
esta escena que cierta derecha “social” ya intuyó hace un buen rato, y por
tanto todavía no hay tal polémica ideológica (y no sé si alguna vez esa
polémica ocurrirá). Y es terrible que sea esa “cierta derecha” la que venga a
situarse en el lugar de esta misión re-socializante o re-civilizadora, la que
venga a ocupar ese centro vacío del problema capitalista contemporáneo, y
termine por extraer un nuevo plusvalor de los despojos y el territorio
devastado del neoliberalismo y posneoliberalismo (especialidad por excelencia
del capitalismo, como la invasión a Irak: hacer grandes negocios destruyendo, y
luego hacer mejores negocios reconstruyendo lo que ha destruido). Porque, si se
lo piensa un poco mejor, aunque ya tiene por lo menos una década, el
posneoliberalismo “reconstructivo” recién empieza. Correcciones y paliativos a
la brutalidad especulativa, que reinyecta capital e interés en las zonas negras
creadas por el neoliberalismo clásico, para reintegrar esa masa desposeída al
mercado de trabajo y consumo. Y para eso es necesario reacondicionar esas zonas
con un mínimo de gasto social: limpiarlas, desintoxicarlas, ordenarlas. Y para
eso, a su vez, nada mejor que la incorporación de la fe comunitarista religiosa
o que el ethos protestante y la autoayuda disciplinante de las
instituciones u ONGs laicas privadas (las invocaciones a la autoestima, el
llamado pragmático a cumplir planes y metas, los “se puede” y todo ese sermón
infantilizante y ansiógeno).
Y, por pusilanimidad, por miedo a perder bases
electorales, o por no tener a veces la menor idea de qué es la política, el
Estado hace el trabajo sucio con la mano izquierda: operativos de saturación, razzias
y allanamientos. Mientras tanto, los medios y (con ellos) la opinión pública ya
empiezan a torcer el rumbo: hábilmente —sin abandonar nunca el fetiche de la seguridad,
para continuar explotando el miedo atávico de la tribu a la violenta anarquía
de una maldad sin objeto ni inteligencia— se comienza a hablar de
“responsabilidad social empresarial”, de “educación en valores” o de
“solidaridad”. Se insiste con los centros educativos modelo hechos a esfuerzo
privado (estrictamente contrarios a un esfuerzo educativo social y público, que
siempre muestra fallas y negligencias evidentes, descuidos, autoritarismo,
burocracia, deterioro, ineptitud, corporativismo sindical que nunca piensa en
los alumnos, etc.), o se muestran jóvenes conchetos en plena alegre militancia
callejera, comprometidos con un techo para mi país (plan de levantar
urgentes viviendas precarias que sustituyen a urgentes viviendas precarias). Y
todo eso impacta en lo profundo del corazón supersticioso y fetichista de la
masa, siempre sedienta de santos y de buenas figuras de poder.
Así, la izquierda en el gobierno, queda, en este tema,
entrampada en una doble tenaza. Al tiempo de la opinión pública robustece y
mueve antipáticamente lo que antes llamábamos “aparato represivo” (pues si no
lo hace se expone a un costo electoral alto, por inacción, en un tema —la
seguridad— que ha encabezado la “agenda política mediática” en los últimos
cinco años, por lo menos), y deja a esa misma opinión pública, insustancial y
flotante y que se mueve al ritmo de los medios, libre de empatizar con el
proyecto de “disciplinamiento pacífico” y de “reencauzamiento” de las
comunidades marginales, hecho a la sombra de las iniciativas privadas (laicas o
religiosas) y de la sensibilidad del propio capital, dejando por tanto que esas
masas sean devueltas a la máquina violenta del mercado de trabajo desregulado,
la competitividad y el hiperconsumo, exponenciando así un nuevo circuito
pragmático de dinero, cuerpos, fuerza de trabajo y mercancías.
9.
Entonces, finalmente, una vez mas: ¿es posible
resocializar lo post-social —aún sabiendo que nos metemos en un tema ideológico
complicado y resbaladizo? Sí. Es posible. A condición de entender que un acto
político o público es aquel cuyo objetivo es antagonizar con la lógica
pragmática de la vida, la economía y los intercambios: cortar el circuito
ansioso y adictivo de la vida para poder pensar la vida, socialmente. Es
posible, a condición de entender que lo político tiene que ver (insisto) con
conducir lo privado a lo público, con iluminar la violencia privada de lo
inconsciente con la luz de la razón social o pública, y no con enfrentar ese
inconsciente caótico con un aparato disciplinante o reglamentario, superyoico
(desde la policía y los higienistas a la ética conductista y la “trasmisión de
valores”), que termina siempre por exponenciar la violencia en su intento por
reencauzarla (pues la violencia o la locura misma no es simplemente el caos: es
la máquina deslumbrante caos-represión, ello-superyó). Es posible, a
condición de entender que educar es educar para lo social y en lo público, y no
una reafirmación de la lógica privada de la pragmática, la sobrevivencia y el
mercado de trabajo. A condición de que educar sea un acto político de creación
de zonas críticas de soberanía y autonomía (llamemos subjetividad a esas
zonas) y no un simple reaprovechamiento de las viejas piezas estropeadas para
ajustarlas a la máquina de un capitalismo de nuevo estilo o de nuevo tipo. Y no
creo que, así planteado, ese tema un poco ingenuo o bobo que intenta debatir o
plebiscitar humanidades vs. capacitación técnica, tenga algo que ver en
este asunto. Es posible, supongo yo, crear subjetividad tanto en la formación
técnica como en la formación humanística clásica (filosofía, literatura,
artes). Así como también es posible estropear u obturar la subjetividad en
cualquiera de esos dos campos.
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