Lo inconsciente a cielo abierto
En las inmediaciones de donde yo vivo debe haber alrededor
de una media docena de refugios del Mides. Supongo que le darán a la gente un
plato de comida y un lugar donde dormir durante la noche. Al otro día, de
mañana temprano, todos a la calle, con bártulos y enseres y colgajos. Y ahí,
orbitando alrededor de la fuerza gravitacional del refugio, pasan todo el día,
sentados en la vereda, rascándose aplicadamente el higo, o pululan,
hurgando los contenedores de basura, pidiendo monedas, funcionando como
ocasionales cuidacoches, orinando en los árboles, transando por algún cigarro
la taza de un auto que acaban de conseguir, peleando y desafiándose entre
ellos, hasta que llega la noche y logran entrar otra vez al refugio, etc. Dos
por tres aparece la policía, en uno de esos shows histéricos con
patrulleros atravesados en medio de la calle, sirenas, frenadas, gritos,
agarran a algún pibe al que tiran al piso con las manos en la espalda: todo
ante la mirada perdida, y básicamente indiferente, de los demás.
Esas hordas de zombis, estos cuerpos fuera de ambiente
pero perfectamente capaces de comunicarse y sobrevivir, son, sin dudas, un
signo del fin del mundo social. Y son, para aquellos que todavía están
interesados en interpretar las cosas, además de cuerpos, metáforas;
metáforas de las nuevas subclases, o mejor, extraclases o exoclases: gente que
compone una especie de periferia o de rincón inhabitable de lo social. Este
mundo marciano incluye a los barrios marginales, a los asentamientos, a los
famosísimos jóvenes infractores, a drogos y borrachos de cualquier clase
social, a los que matan a un pibe de poco más de veinte años pistero en una
estación de servicio, a las hinchadas y a las barras bravas de cualquier equipo
de fútbol o básquetbol que de pronto se cagan a tiros porque pintó saber quién
la tiene más grande, a fiesteros céntricos en barra que se les da por romper
vidrieras y saquear algún comercio afanando smartphones o tablets,
a las picadas en la rambla, a las hordas que hormiguean desbordando los centros
comerciales el día del descuentón.
Si algo tienen las exoclases (la masa, o la chusma
de Hegel) es su dañina oblicuidad: atraviesan democráticamente todo el espacio
social clásico, lo agujerean y terminan por vaciarlo, por chupar por completo
todo su contenido. Exoclase es otro nombre para el nuevo uruguayo:
sobreviviente cínico o indiferente o aterrado del mundo post-social. Hijo de
las supercamionetas 4 x
4, o de Carlos
Gutiérrez y el plasma en doscientas cuotas, o de los créditos pedorros al
consumo para diezmilpesistas, o de la eterna bicicleta del endeudamiento, o de
la pasta base, o de la plena, la disco o la trans. Es hijo
del estímulo, del éxtasis y del vértigo, y no ya del deseo y la seducción. Ya
nada nos seduce, ya no deseamos nada, ya no tenemos ideas, proyectos colectivos
o pasado mañana: pero todo nos estimula o nos pone en éxtasis. Y entre dosis y
dosis hacemos barullentas crisis de abstinencia. Cuerpos que pululan y hormiguean
en su mundo imaginario.
2.
Por lo regular, el reaccionario
habla en bloque de la pérdida de valores, del caos medieval violento en el que
estamos metidos, observa que ellos están sueltos y nosotros
encerrados y enrejados en nuestros bunkers, se convierte a su vez en una
horda que manifiesta y cacerolea y exige que alguien haga algo ya,
grita que tenemos que salir a defendernos de esta decadencia moral a través de
recursos jurídico-penales, punitivos, policíacos, militares, propone
iniciativas privadas de patrullaje, vigilancia y hasta escarmiento civil a reos
y malandros (la justicia no funciona, los jueces son pusilánimes, la policía es
ineficaz, etc.). Esta postura, agresiva y peligrosa sin dudas, no resulta en
absoluto interesante, aunque dé exactamente con la tónica de lo post-social:
los cuerpos y la vida defendiéndose automáticamente de (o tomando medidas
profilácticas contra) las plagas, las pestes y los accidentes catastróficos.
Me interesa mucho más, para el
caso, la posición del buenoide progresista: el reformismo asistencialista que
intenta encontrar motivos profundos para estos problemas, presuponiendo
alegremente la plena vigencia de lo social-político, tratando simplemente de
corregir aquello que salió torcido en una terapia que busca las razones
verdaderas. Así, ellos son las víctimas de algo que el sistema ha
hecho con o contra ellos: los margina, los discrimina, los
estigmatiza, los excluye, no les permite pertenecer a los circuitos de la
ciudadanía. Ellos sufren por alguna mala acción positiva del sistema: viven una
“exposición temprana a la violencia”, “estrés prematuro”, son “emergentes
sociales”, viven “en situación de calle”, padecen de “carencias afectivas o
materiales”. Este palabrerío de asistente social o de psicólogo es rápidamente
tomado, colonizado y estribillado por las propias víctimas. En algo recuerda a
la anécdota de un antropólogo que interrogaba a un informante en alguna tribu
remota: el informante, antes de responder, entraba a una especie de choza y
volvía con la respuesta exacta. Estaba, previsiblemente, consultando un manual
de antropología.
Así, una especie de discurso
estético-etológico lo reúne todo: el púber que se tatúa una esvástica o se
corta los brazos o se droga está tratando de decir algo al resto de la
sociedad: es un síntoma, en el sentido obvio y simplón de algo que
significa otro algo que por alguna razón no puede ser dicho en el lenguaje
público, y se expresa entonces torpemente en cuerpo y actings. Si roba o
se pelea o mata está diciendo de su condición de víctima de una sociedad que ya
desde papá y mamá no los tolera, los rechaza o los ignora, no los narcisiza ni
los ampara ni los contiene. Etcétera, etcétera.
3.
El problema está, para variar,
mal planteado. Y la primera dificultad reside a veces en que la postura del
reaccionario es en cierto modo sencilla de abordar, combatir o desarticular
ideológica o doctrinariamente. Mientras que la ideología del reformismo
asistencialista es mucho más solapada: su peligro se agazapa detrás de su buena
intención, de su vocación de servicio y de su aparente preocupación por el
otro. El problema es que si bien las exoclases no son (ciertamente) la
encarnación de un mal puro e inmotivado, como un virus que se combate con
biotecnología, tampoco pueden ser vistas simplemente como una mera entidad
positiva horrorosa que la sociedad o el sistema ha construido, algo que ha
hecho con ellos o contra ellos: torciéndolos y deformándolos,
haciendo de personas monstruos o zombies. Como si todos fuéramos inherentemente
sujetos, sociales, responsables o cívicamente aptos, y el sistema, por
distintas razones o motivos, hubiera ido arruinando o estropeando sobre todo a
ciertos sectores, grupos o clases (llamémosle víctimas).
Lo verdaderamente terrible de
esta postura es que, al considerarlas meras víctimas o resultados positivos u
objetivos de un proceso, termina, al igual que la hipótesis reaccionaria, por
despojar a las exoclases de toda posición subjetiva con respecto al
ambiente en el que les toca vivir, y les niega de plano, por tanto, toda
posibilidad de ser postuladas en y como cierta potencia de sujetos
sociales. Pues el asunto tiene menos que ver con anomalías de lo social
(postura tecno-reformista), enemigos de lo social (postura reaccionaria
paranoica) o víctimas de lo social (postura asistencialista progresista) que
con ciertas formas subjetivas que estas exoclases tienen de relacionarse con el
mundo en el que les ha tocado vivir.
Por eso el asistencialismo es, en
suma, una postura mucho más asquerosamente reformista que la abiertamente
reaccionaria: la sociedad no anda bien en ciertas zonas, lugares o sectores, y
por tanto se trata de reparar, remendar o corregir (digamos, pacíficamente)
esos lugares. Todas esas posturas son —¿será necesario decirlo?—
manifestaciones del triunfo del biopoder sobre lo político y sobre lo
social.
4.
En este punto me da —como
siempre— un poco de ganas de trasponer una frase de Jean Baudrillard. Lo voy a
hacer: ni la sociología ni la psicología (académicas o
clínico-asistencialistas) pueden sostener la figura de la muerte o de la
retracción de lo social o de la psiqué, ya que son disciplinas que viven y se
alimentan de presuponer la existencia positiva, la confirmación y hasta la
expansión de esas dos nociones. La muerte del psiquismo o la muerte de lo
social supondría la muerte de la psicología o de la sociología universitarias
—o lo que es peor: supondría su vida ilusoria, su mero e inútil fantasma
burocrático-académico—.
Y en este punto no tenemos otra
posibilidad que la de ser extremos o radicales: lo social ha muerto, el
psiquismo ha muerto. Y por lo tanto las exoclases o los exosujetos no son el
resultado monstruoso de algo malo que el sistema ha hecho con las viejas clases
sociales o con los viejos sujetos: las exoclases son los residuos o los
escombros de lo social después de que lo social se ha retirado o ha muerto. Las
exoclases se explican más bien por algo que la sociedad ya no está haciendo,
por algo que se ha dejado de hacer (lo social mismo era ese hacer).
Digámoslo así. ¿Qué nos dice un
joven drogo o adicto o alcohólico? ¿Cómo nos interpela? ¿Nos habla de la
decadencia del familiarismo, de la pérdida de los valores, del avasallamiento
de la autoridad, de una falla en el Edipo, del desamparo, de la necesidad de
atención? No. El verdadero lío es que no nos dice absolutamente nada. Nos mira
con la misma indiferencia autista con la que Linda Blair mira al padre Karras
ni bien acaba de matar al padre Merrin. Nada a interpretar, ningún contenido
oculto reprimido, ninguna simbolización. Simplemente indica la atroz
mecánica real del cuerpo y de la vida, la nuda vida (como dice Agamben):
eso que podríamos definir como la conexión inmediata y aproblemática entre el
apetito y la satisfacción. Pura mecánica pragmática, la lógica voraz del cuerpo
y el metabolismo. Por eso la metáfora del zombi resulta, últimamente, tan
gráfica y eficaz. ¿Qué sentido profundo o trascendente tiene
desafiar a alguien, insultarlo (o responder a un insulto), golpearlo, pegarle
un puntazo o un par de tiros y eventualmente matarlo, porque es hincha del
cuadro contrario o porque le miró el culo a mi novia o porque se resistió a
entregarme la campera o el celular? Ninguno. Si algo dice es sobre el facilismo
y la eficacia para obtener un placer, o para tramitar un desborde, o para
conseguir (eso que el psicoanalista Freud llamaba) un objeto parcial
(fetiche: dinero, ropa de marca, algún chiche tecnológico, prestigio), o para
liberarse de un problema por la vía rápida y ansiosa de un acting que ya
parece instalado por defecto.
Y acá —conviene no olvidarlo— no
hay diferencia alguna con la lógica del cheque volador, de la estafa, del
patrón lumpen que toma empleados en negro a prueba (a veces menores de edad)
para después poder echarlos o relevarlos, o del emprendedor que evade impuestos
u obligaciones migrando de negocio en negocio dejando atrás a empleados o
trabajadores, barrios enteros que desaparecen o aparecen repentinamente en la
especulación inmobiliaria y la regla de la oferta y la demanda. Lo post-social
es lo real-pragmático: la vida y su mecánica de la sobrevivencia, el consumo,
el beneficio, la ganancia, el rebusque, el oportunismo.
Lo post-social es lo inconsciente
puro sin represión —como dice Lacan, a cielo abierto. Y lo inconsciente,
como decíamos hoy, son cuerpos y cosas que pululan y hormiguean. E insistamos
con Lacan: lo post-social es lo no simbolizado, y aquello que ha sido
rechazado en lo simbólico retorna en lo Real. Pues también hay siempre, por
otro lado y en otro lado, un sujeto psicótico-paranoico que se enfrenta a este pulular
y a este hormigueo típicamente imaginario de lo post-social, como un real,
un otro amenazante, aterrorizante, agresivo y persecutorio: pura cosa sin
concepto y sin idea. Lo post-social es también que se nos haya despojado de una
idea y de una teoría de lo social.
5.
Entonces bien. Hay que resistirse
a esa idea angelical y peligrosa de que el sentido es algo que está instalado
por defecto en nuestra sociedad, y que contra la mecánica del poder represivo o
incluso del biopoder hay que responder con las recetas bienintencionadas de una
especie de psicoanálisis ingenuo para bobos o ágrafos (que, dicho sea de paso,
como habíamos sugerido, termina por replicar disimuladamente al propio
biopoder).
Pues es cierto que nadie nace
malo (“el hombre es malo por naturaleza” es la hipótesis hobbesiana del reaccionario,
digamos). Pero no es menos cierto (e incluso es más cierto) que nadie nace
socializado, nadie nace siendo un sujeto (“todos somos sujetos” es la hipótesis
del reformismo asistencialista —tomando “sujeto” no como un axioma
conceptual universalista sino como una cosa empírico-positiva). Socialización y
subjetivación son trabajos colectivos que exigen tiempo, paciencia, sabiduría e
inteligencia. Durante un tiempo se llamó educación o (usemos una palabra
controversial, deliberadamente) civilización a ese proceso lento que
transforma el cuerpo y la ansiedad vital de un mamífero homínido que tiende a
llevarse todo por delante para conseguir lo que quiere sin pensar en costos o
consecuencias, en alguien apto para vivir social y políticamente, es decir, en
un sujeto. Pero eso ya no se ejerce. Ahora, por ejemplo, tenemos la
tendencia a llamar educación a ciertas formas prácticas de la
capacitación, del entrenamiento o del adiestramiento para el trabajo
(calificado o para el mero rebusque).
Y es precisamente esa ausencia lo
que llamamos muerte o retirada (catástrofe) de lo social. Y si aquellas
prácticas socializantes o humanizantes clásicas ya no se ejercen, lo que se
instala por defecto es la mecánica de la vida, el principio del placer y del
dolor, el goce y el vértigo, los juegos imaginarios de competencia y desafío,
etc. Y, en resumen, la consecuente imposibilidad de tener un Otro, es decir, un
significante, un concepto o una idea (social) del otro. Es la ecuación misma
del capitalismo desregulado de mercado.
6.
Queridos amigos izquierdistas: la
verdadera lucha hoy no es entre tal o cual sentido de (o para) lo social, no es
un enfrentamiento de sentidos disputándose cierta hegemonía: lo que antes se
llamaba lucha ideológica —y que hoy los escépticos (aquellos que ya no
creen en la fuerza filosófica de la izquierda, pero todavía entienden que hay
un acto de voluntad subjetiva radical que nos va a poner nuevamente en la buena
senda) glosan o reciclan conmovedoramente como “renovación ideológica”, o
aquellos que todavía quieren creer que hay “proyectos enfrentados” resuelven
enfatizando a un enemigo fantasmático imaginario al que llaman “derecha”, etc. No.
La verdadera lucha es entre el sinsentido y el sentido, entre lo real asocial
(post-social) y lo social mismo en tanto posibilidad. El asunto es crear
sentido otra vez, hacer ver o creer al otro que el sentido es preferible al
sinsentido, que un proyecto colectivo es preferible al hormigueo inmediatista
pragmático de las meras vidas. El asunto es inventar, otra vez, lo
social-político. Y ese asunto sólo puede ser un asunto de izquierda.
Insisto: masa, mutantes, zombis,
pibes chorros, exoclases, oportunistas, emprendedores, consumidores, adictos,
fascinados y alucinados, resultan no de algo que se está haciendo mal: resultan
de algo que se ha dejado de hacer. Y hablar de la marginación, de la
pobreza, de la exclusión o de la discriminación, son placebos que solamente
sirven para maquillar la mala conciencia y la buena sensibilidad de los nuevos
intelectuales orgánicos y funcionales al capitalismo desregulado (sean
progresistas, neoizquierdistas,
derechistas sociales o lo que sea).
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