lo privado, lo público, lo común



1.

Una anécdota menor: hace poco menos de un mes, en Buenos Aires, se había tomado la decisión de desalojar a los puesteros ambulantes de Plaza Constitución. Se alegaban razones de circulación, invasión del espacio público, congestionamiento, etc. Fiel al estilo en estos casos, se armaron protestas y piquetes y cortes de tránsito en la zona. Todo en un formato histeroide con personas gritando, discutiendo y protestando a voz en cuello frente al ojo de Dios: las cámaras de televisión. Una señora de aspecto aindiado, parecida a Rigoberta Menchú (detalle que le confería un impensado aire étnico multiculturalista al episodio), ocasional portavoz espontánea del grupo, se exaltaba: “no me importa Cristina, no me importa el gobierno, no me importa la política, no me importa el espacio público: yo sólo quiero trabajar y que me dejen tranquila para poder ganarme la vida en paz. Nadie nunca me ha regalado nada. Todo lo he hecho con estas manos”. Etcétera.
Es bastante evidente que casos como éste nos encierran en una doble obviedad que siempre funciona como una especie de chantaje intelectual. Por un lado el urbanismo, las reglas elementales de coexistencia y circulación en el espacio público contra el individualismo inmediatista lumpenpragmático del cuentapropista y del comerciante informal itinerante: o, en otras palabras: el Estado apolíneo y ordenado contra una clase fenicia o farisea o pagana a la que le importan tres pedos las cuestiones públicas o de administración de lo común. Por otro, la ontología de un Estado ordenador-represor (incluso con las máscaras de la coquetería y de los valores estéticos siempre blancos, europeos, metropolitanos) que es resistida y combatida por la vitalidad del penúltimo subproducto del capitalismo desregulado —esto es, una nueva clase marginal crecida a la sombra de la propia desregulación, que reclama, a su modo y en su estilo, su derecho a producir, a trabajar, a sobrevivir y a rebuscarse en un mundo competitivo y despiadado (que, por otra parte, ella no sólo no inventó ni eligió sino que es su víctima), por fuera de toda convocatoria política y de toda interpelación pública —en una especie de Werverfung, de indiferencia radical ante la convocatoria de lo social, que no pocas veces adopta una forma explícita, e, incluso, doctrinaria.


2.

Ante estos casos la cosa se nos complica bastante. No sabemos bien dónde estamos ni quiénes somos ni cómo trazar el mapa de nuestras afinidades intelectuales o incluso afectivas. ¿Qué es (o qué representa, si es que algo representa) esa señora que grita por los derechos radicales a la producción, a la circulación y al comercio? ¿Nuevas modalidades del trabajo, formas embrionarias de una nueva clase trabajadora (digo “nueva” porque su protagonismo es nuevo) al margen de la estadística y de la máquina de contabilidad del Estado? ¿Multitud maquínica o productiva deleuziana o negrihardtiana, verdadera máquina de guerra cuya vitalidad descontrolada es siempre un virtual anticuerpo contra la burocracia muerta del Estado o una virtual indocilidad frente a la pasividad gozosa del consumo de la masa? ¿Una máquina que incluso, llegado el momento, podría reinyectar al capitalismo una sobredosis de productividad capaz de horadarlo y hasta de hacerlo colapsar desde sus fronteras más vulnerables (las contradicciones entre productividad y propiedad privada)? ¿Estampita triste del folclore siempre conmovedor del rebusque y la sobrevivencia, mito tan caro al estúpido populismo de la ultraizquierda? ¿O, más bien, simple indiferencia psicótica de los nuevos bárbaros ante la política y lo social?  ¿Estado de flotación oportunista de estos nuevos personajes de lo post-social, típicos productos residuales de un capitalismo cada vez menos interesado en organizar la fuerza de trabajo? ¿No es esta señora, así, en cierto modo, la voz del mismísimo mercado defendiéndose de la política, odiando a la política? (en Argentina esta oposición suele darse con demasiada facilidad: el pueblo contra la clase o la casta política). Ambas hipótesis, aunque parezcan contradictorias, pueden ser sostenidas simultáneamente.


3.

Se puede resumir brutalmente el estado de cosas supuesto en esta anécdota en una sola observación cuyas consecuencias son incalculables. La observación es la siguiente. En el capitalismo industrial teorizado y criticado por Marx en el siglo XIX el principal problema era la lucha contra la propiedad privada de los medios de producción. En cambio, en la tónica del capitalismo global, ya notoriamente hegemónico desde la segunda mitad del siglo XX, el problema parece ser la lucha por el territorio en tanto condiciones de producción (comercio, sobrevivencia, intercambio, comunicación). Las dinámicas sociales, en uno y otro caso —es evidente— difieren en forma radical. El capital se retira de todo esfuerzo por organizar la fuerza de trabajo, por administrar las energías sociales y crear el espacio urbano (luchas y conquistas de la propia clase trabajadora, en buena medida). En su lugar quedan —siguiendo la metáfora de Deleuze y Guattari— radicales libres: piezas de máquinas que se ensamblan en  máquinas que se ensamblan en megamáquinas horizontales o planas que no parecen tener centro ni vectorialización, ni origen ni destino: máquinas de producción, máquinas de circulación, máquinas de consumo: máquinas de sobrevivir, máquinas de especular, máquinas de comprar y vender, tristes máquinas del rebusque, de la oportunidad, del regateo.
Conviene no olvidar que la lucha contra la propiedad privada o exclusiva de los medios de producción dibujaba, básicamente, el mapa conceptual y político de un modo de producción injusto (el capitalismo industrial urbano), cuyo resorte oculto es la explotación del trabajo a través del salario. (¿Qué hace que vivamos como algo natural que el dueño de una fábrica de ladrillos sea el dueño de los ladrillos producidos por esa fábrica?) Y aquí estamos en el buen entendido de que “explotación” no es una noción en absoluto inmediata o evidente, así como sí lo son, intuitivamente, nociones como pobreza, hambre, vulnerabilidad, miseria, riqueza, privilegios, etc. Explotación es un concepto político que liga y hace operar a los dos términos antagónicos del sistema: el capital existe porque realiza una quita al trabajo y lo condena así a una pobreza crónica y endémica, ya que de ahí, y no de otra parte, extrae su ganancia.
Ahora, la lucha por el territorio como condiciones de producción es una mera lucha —precisamente— territorial (incluso en el sentido etológico de la palabra), más real que conceptual o simbólica: una agonística o un forcejeo lúmpenes y desclasados pautados por el oportunismo, los celos, el facilismo, la impaciencia, las alianzas mafiosas, la rivalidad y la competencia, los modos histéricos del enfrentamiento, los actings —y, actualmente, por el formato de la imagen y los medios de comunicación, siempre ávidos de mostrar el espectáculo exacerbado de los desbordes, las amenazas, los desplantes, los insultos, los piquetes. Pues ahora, el acento del capitalismo urbano desregulado no está en el antagonismo capital/trabajo asalariado, sino en la mera desnudez de la guerra por el territorio como condiciones de producción, comercio y sobrevivencia —verdadera consagración del capitalismo como mercado negro generalizado. La guerra de todos contra todos que tanto atemorizaba a Hobbes: una especie de medievalización de las multitudes urbanas.


4.

Esto es perfectamente consecuente con algunas lecturas (como las del propio Michael Hardt) que han visto en el capitalismo tardío un nuevo desplazamiento desde las formas de la ganancia y la plusvalía (típicas del capitalismo industrial del siglo XIX) a las formas neo-arcaicas de la renta (el cobro de un beneficio pasivo por la propiedad exclusiva de un bien: tierra, agua, recursos mineros, especulación inmobiliaria, hasta patentes y derechos, y el propio dinero y la especulación financiera). Basta pensar en el problema de los recursos petroleros, del agua o del litio en Bolivia, de las patentes o los derechos. Señores y no patrones. Y mientras el patrón moderno observa (está, se diría, obligado a) una posición activa en cuanto a la organización del trabajo y de las energías sociales (legislación, normas, partidos, representación, organización del espacio urbano), el nuevo señor, al igual que el señor arcaico, se mantiene en una postura completamente pasiva, orbital y marginal. El espacio urbano deja de ser polis y vuelve a la forma arcaica prepolítica de un grupo de gente que sobrevive, se rebusca y obtiene beneficios.
Sin embargo, esto parece tener un aspecto, por así decirlo, beneficioso: si antes, en el viejo capitalismo criticado por Marx, ligar la propiedad privada a la explotación del trabajo era una tarea básicamente intelectual —es decir que necesitaba ser razonada, conceptualizada, entendida, hecha explícita— ahora la propiedad se nos aparece inmediatamente como una usurpación, como un robo, como una expropiación, como un escándalo que nos enciende y nos indigna en forma explosiva. ¿Quién (y por qué) puede ser el dueño o el propietario de la tierra, de un río, de una montaña, de un árbol, del subsuelo, de decenas o cientos o miles de casas deshabitadas? (Qué absurda expresión, por otra parte, ser el dueño de la tierra o del agua o de los árboles —mil protestas ecologistas o proindigenistas se apoyan en esa tierna poesía naíf.) Ahora parecemos más sensibles con respecto a ciertas formas de la propiedad en tanto que expropiación o usurpación. Sin embargo esa es una pregunta que difícilmente surja espontáneamente con relación a una máquina o a una fábrica, a la producción misma o a sus productos.
Pero el beneficio de que ahora se note el carácter de usurpación y despojo de la propiedad exclusiva o privada es sólo aparente: el trabajo intelectual de hacer la segunda pregunta (la de la explotación: ¿por qué el producto de mi trabajo es propiedad de mi patrón dejándome a cambio la limosna del salario?) es necesario para la construcción del sujeto político de la emancipación; en cambio, la primera (la de la expropiación: ¿por qué la tierra, el agua o el aire habrían de tener un dueño o un señor, por los cuales se cobra una renta o un peaje?) parece tender a encerrarnos en el lugar evidente y un poco infantil de la mera multitud indignada por la usurpación privada de un común, sin que haya habido un trabajo verdaderamente político, crítico o teórico.
La multitud entiende simplemente que el territorio (la tierra, las playas, las plazas, las calles, los parques y los paseos públicos) es de todos (es común) y que todos tenemos derecho a hacerlo producir, a habitarlo o a “maquinizarlo”. Así, no es raro que la indignación de la multitud se vuelque sobre los llamados espacios públicos (y deshabitados —contrahabitación era el nombre que Paul Virilio le ponía a este gesto espectacular de ocupar espacios públicos deshabitados) y se aleje, paradójicamente, del problema de la propiedad privada. El sujeto crítico colectivo de la emancipación es suplantado por la multitud indignada.


5.

Ahora bien. ¿Cómo ver un papel subversivo (o mejor: revolucionario) en esas multitudes maquínicas hiperproductivas? ¿No son estas multitudes en realidad mucho más dóciles y funcionales a un capitalismo generalizado de mercado, defendiendo y luchando por su pequeña parcela de territorio productivo, como pequeños señores, ante la corrección organizativa del Estado burocrático? ¿No son estas multitudes perfectamente captables por las formas oficiales nuevas del capitalismo intitucional, que apela al estímulo del micro y pequeño empresariado, prometen (a través de una retórica luterana del esfuerzo, de la superación, de la autoayuda) un paraíso sin patrones ni jefes ni lucha de clases, en el que la economía y la megamáquina productiva no es sino la suma del esfuerzo individual de cada uno, en el vertiginoso contexto de la tecnología de la información y la flexibilidad laboral, lleno de planes asistenciales o de capacitación laboral o técnica, dispersando, desproletarizando y lumpenizando la fuerza de trabajo? ¿No es esa estrategia, por otro lado, parte de la retirada del capital de todo interés de organizar las energías sociales?

Esta es mi principal discrepancia con Hardt y Negri: el problema, para ellos está en la falsa oposición propiedad privada / propiedad pública (capitalismo/socialismo), entendiendo esta última como la simple administración burocrático-estatal de aquello que es de todos. Como tercer elemento ellos hacen intervenir lo común: lo que es de cualquiera, aquello que no nos es alienado ni por un privado ni por el Estado. La contradicción para Hardt y Negri reside entonces entre lo privado-público y lo común. Yo propongo introducir, por lo menos provisoriamente, una variante: la contradicción está entre lo privado-común y lo público. Lo privado, que en este nivel no se diferencia necesariamente de lo común, es una lógica: lógica de posesión y propiedad, pero también de intercambios, de mercado, de comunicación. Similar a lo que Aristóteles llamaba proaíresis. Lo público no es la mera administración estatal de la propiedad: es también una lógica, antagónica de la anterior, y un lenguaje: público es una lógica o un lenguaje destinados a organizar lo privado en la polis, las voces de lo común en pensamiento colectivo, la multitud que sobrevive y negocia en lo social. Similar a lo que Aristóteles llamaba praxis. Desde esta perspectiva, que se resiste a la ecuación simple de que privado es a capitalismo lo que público es a socialismo y lo que común es a comunismo, lo público (entendido como lo vimos recién) es todavía la gran tarea a realizar sobre lo privado-común. El problema no está en propiedad privada (usurpaciín) y propiedad pública (burocracia estatal) contra la utopía de lo común, sino en lo público (praxis social) contra la lógica de lo privado-común. Así procede Marx cuando lleva al ámbito de lo público-político el salario entendido como un mero acuerdo libre entre actores privados. El problema es convertir al individuo o a la multitud en algo como una sociedad, un sujeto social.

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