Entre cuerpos mínimos y cuerpos excesivos
1.
Es extraña la variante, a nivel
de la “sensibilidad por los derechos”, que introduce el proyecto de ley de
Lacalle Jr. Todos tenemos derecho a ser padres, pero resulta que algunos
pueden pagar costosas asistencias técnico-médicas para resolver el problema, y
otros, nacidos del lado crepuscular de la distribución de la riqueza, no
pueden. Entonces, el derecho viene a intentar reducir la brecha entre los
que pueden pagar y los que no pueden pagar, compensando a los segundos con
recursos asistenciales extraordinarios. Para eso, para extender la reproducción
tecnológicamente asistida a los que no pueden pagar, hay que hacer ingresar las
disfunciones reproductivas en el campo de la patología o de la enfermedad. Y
para esto a su vez, ideológicamente, es necesario plantear todo el asunto en
términos abstracto-formales de derecho. El derecho, cínicamente, parece
siempre venir a confirmar que alguien ha sido desahuciado (por la vida, por la
historia, por la economía, por la estructura social).
Curiosamente, en ciertos rubros
afines (el reconocimiento público de las altersexualidades, por ejemplo), la
lucha por el derecho se juega en el reverso exacto de ese campo: la
despatologización. Es decir: hay que levantar la proscripción o quitar el
“estigma” de tal o cual peculiaridad o identidad, borrándola del vademécum de
las enfermedades. Y entre ambas se da una rara tirantez. Por un lado, enfermar
a alguien es la única forma de asegurarle cierta participación en una
estructura natural de desigualdades y privilegios. En el otro extremo, “sanar”
a alguien (o mejor, más radicalmente: empujar la disolución misma entre lo sano
y lo enfermo, entre lo desviado y lo normal) es la forma de asegurarle cierta
existencia en una estructura natural de discriminación. En ambos casos, lo
natural de las estructuras (el privilegio, las alterfobias) no sólo sigue
de pie sino que resulta confirmado en una especie de pase de magia jurídica,
instantáneo, formal y voluntarista, destinado a borrar la huella de las
prácticas sociales en la historia. En ambos casos, además, se consagra (tanto
al ser afirmado como al ser negado) el poder absoluto de la ciencia
técnico-médica tanto para quitar como para dispensar derechos sociales. Estamos
en plena dinámica del biopoder.
Para la identidad altersexual que
necesita el reconocimiento estatal es imprescindible abolir las fronteras entre
la salud y la enfermedad. Para quienes desean ser padres y necesitan la
asistencia estatal (pues no pueden pagar) es imprescindible que el Estado
vuelva a trazar las fronteras entre salud y enfermedad.
Así, el “derecho a ser padres” y
“el derecho a ejercer mi identidad sexual” son dos alegres e irresponsables
monstruosidades artificiosas en las cuales se consagra la abolición misma de lo
social en el fetiche de la mera vida, a través de la magia solemne y museizante
del derecho. Por otra parte, transfieren al mercado médico y sanitario la clave
para abrir el campo ya ilimitado de la distribución de la ley. Así, entre los
que pueden pero no quieren (derecho a ejercer libremente la sexualidad) y los
que quieren pero no pueden (derecho a ser padres), se redibuja absurdamente la
línea entre lo sano absoluto y lo enfermo absoluto.
2.
Para el caso, la verdad de esta
tirantez salud/enfermedad se juega en los dos triángulos siguientes: a. placer-sexualidad-reproducción,
y b. placer-derecho-reproducción. El derecho al placer
fue la forma que asumió cierta fractura entre la sexualidad y la reproducción,
entendida esta última ya como un “mandato reproductivo” despótico y asfixiante.
Eso suponía que todo el rosario de las perversiones (ahora parafilias:
sexualidades desviadas, es decir, no reproductivas) fuera quitado de la nómina
de las enfermedades para pasar a ser meros avatares de la ilimitada posibilidad
de los individuos de asumir cualquier personaje identitario sin sentirse por
eso enfermos o delincuentes o culposos. Desligar la sexualidad de la obligación
(re)productiva significaba desligar al placer de la sexualidad, y, en última
instancia, alienar a la sexualidad de sí misma. El placer no quiere remitir a
la sexualidad, en tanto la sexualidad parece ofrecerse siempre como un discurso,
como una lengua a interpretar, como la morada de cierta verdad profunda del
sujeto —y, por tanto, sexualidad sería la coartada perfecta que permite
habilitar a cierto poder inquisidor que busca la verdad bajo la forma de la
confesión, el arrepentimiento y la culpa. El placer es simplemente placer.
Tiene que ver con la certeza de lo que se experimenta: es la helada mecánica de
cuerpos y nervios. Es una instancia muda y positiva, justificada en sí misma.
Todos tenemos derecho a ejercerlo y a experimentarlo, y por lo tanto tenemos
derecho a jugar sexualmente al margen del oscuro despotismo de la
(re)producción (por un lado) y de la verdad (por el otro). Podemos, y por
tanto, debemos, jugar al sexo, sin sexualidad.
Por otra parte, en las antípodas
y correlato perfecto del rasgo anterior, la reproducción puede —y, se diría, prefiere—
realizarse en el recinto cerrado del laboratorio o de la biotecnología. La
reproducción se quiere profesional y blanca, se prefiere al margen de toda
literatura, aislada prolijamente de la incertidumbre y la inseguridad, a salvo
de los excesos, las delicias, los terrores y los fantasmas del placer. Así, la
segunda parte del proceso se completa: es la reproducción la que se desliga de
la propia sexualidad. Por un lado, cuerpos mínimos, cuerpos reducidos a su
ínfima expresión útil en lo real —como huevos, espermatozoides, embriones o
células en la danza microscópica y controlada del apareamiento y la fertilidad.
Por otro, cuerpos excesivos, exuberantes y voluptuosos en la fiesta
rabelaisiana del placer, un océano de nervios, glándulas, endorfina.
Y entre el placer y la
reproducción, entre la vida y el Estado, entre la pulsión y la filiación, es la
sexualidad misma la que desaparece como relato simbólico destinado a introducir
a estos dos campos en el universo del sentido, en un universo político.
Para obtener y aislar placer y reproducción como instancias
positivas, fue necesario extirpar la sexualidad como instancia conceptual.
Ahora tendemos a tener sexualidad sin reproducción y reproducción sin
sexualidad. Placer puro y filiación pura. Vida pura y Estado puro. Éste
entendido como simple regla negativa (aunque necesaria) que limita la potencia
de aquél. Ahora sí el mandato social reproductivo se reduce efectivamente a un
mero mandato social, con todo el peso de una orden o de una norma despótica
aunque aislada (tanto más despótica cuanto más aislada, a decir verdad): y esto
es posible porque el placer mismo se ha desligado de la sexualidad
reproductiva. Y así, entre la pulsión pura y el puro orden, la sexualidad,
entendida como el campo simbólico-social del sujeto, sencillamente se borra.
Pues sexualidad era el punto en el que tanto el placer como la filiación
obtenían un sentido social y un lenguaje.
Podemos plantearlo nuevamente. El
triángulo placer-sexualidad-reproducción era, en realidad, dos
dialécticas (placer-sexualidad y reproducción-sexualidad), cuyo punto de
superación (su punto de lenguaje y teoría, digamos) era el término incluido
“sexualidad”. Ahora, en el triángulo placer-derecho-reproducción, derecho
es un operador antidialéctico: separa y aísla, y al mismo tiempo hace
ilimitados y absolutos los campos del placer y de la (re)producción.
3.
De todas maneras, no es correcto
decir que las fuerzas se distribuyen como placer psicótico, liberado y
desinvestido por un lado, y reproducción laboratorial obsesiva por otro —aunque
esa sea una figura verdadera, en cierto sentido. Lo cierto es que el
placer y las fantasías, abandonados como mera energía liberada, lejos de volar
a la dimensión cósmica de la fábula, de la poesía o de la locura, tienden a
plegarse obedientes a las reglas obsesivas del mercado y el consumo, de la
farmacología y de la técnica sexológica, del sex shop y del porno: hay
juegos altísimamente protocolares; hay disfraces y formas convencionales del
placer; hay tecnologías disciplinantes o farmacológicas para asegurar
performances o rendimientos extraordinarios; hay perversiones clasificadas
minuciosamente, cada una con sus productos, con sus dispositivos y sus
herramientas, con su discurso y sus grupos de autoayuda, en fin. Todo el ars
erotica que promovía Foucault como gesto indócil contra la sexualidad de
Estado estaba destinado a convertirse en un ars obscena cuya
complicidad con la disciplina, la medicalización y la policialización del
cuerpo es bastante evidente.
El cuerpo médico (o el cuerpo
policiaco) cierra entonces la figura del poder por sus dos extremos: el placer
y la reproducción, ambos ya meros cuerpos u objetos o mercancías
biotecnológicos, ambos ya sin sexualidad, ambos ya sin deseo de sexualidad. Uno
el tumor malo del otro.
Y lo interesante es cómo esta
figura monstruosa doble es justificada y hasta, se diría, construida,
angelicalmente, en el dogma liberal del derecho. El derecho pone todo
bajo la luz opaca de lo real-virtual: derecho al placer quiere decir
imposibilidad de placer y obligación de placer, derecho a ser padres quiere
decir imposibilidad de ser padres y obligación de ser padres. Imposibilidad
real y obligación virtual, o imposibilidad virtual y obligación real. Lo mismo
da. Para el derecho, el asunto es que lo real no tenga como contrapartida algo
como el concepto, el lenguaje o la teoría, sino que se oponga a la mera
virtualidad. El derecho es siempre el derecho a ser del no ser: derecho a la
existencia de un virtual inexistente, derecho al reconocimiento público de un
existente virtualmente ignorado. El derecho es la forma mágica y democrática de
un atajo, trámite veloz de una ansiedad reñida con el deseo, de una especie de acting
deslumbrantemente funcional al mercado y a la tecnología, y letal para la
política, la teoría y la crítica. El derecho es la abolición de todo
antagonismo y de toda teoría: consagra automáticamente la legitimidad de todo
lo existente y abre el campo de la realización de toda fantasía, es decir, de que
toda fantasía ocurra en lo real. Todos tenemos derecho a ser padres,
todos tenemos derecho a ser lindos, todos tenemos derecho a ser feos, todos
tenemos derecho a ser todo.
4.
Entendemos así que una teoría
(una teoría crítica), por revolucionaria que sea, nunca está ahí para cambiar
directamente las cosas en lo real o para realizar las fantasías, sino para
subvertir las fantasías como condiciones simbólico-sociales que hacen que las
cosas sean tanto real como virtualmente. Por eso, el problema de Marx no es
nunca el poder mecánico y real que se ejerce sobre el cuerpo del obrero
(disciplina, encuadramiento, hambre —y las fantasías redentoras de una
liberación radical bajo la forma de un acting o de pequeñas
indisciplinas), sino la explotación, concepto que permite pensar que hay
un sistema o una estructura en la que el capital se fabrica a sí mismo y
fabrica al cuerpo del obrero en el salario y la plusvalía. Por eso el problema
de Freud nunca es ni la adaptación de una sexualidad problemática a una fantasía
social familiarista o patriarcal o heterosexual, ni la liberación explosiva de
las fantasías alternativas reprimidas ante el mandato social de una sexualidad
naturalizada y opresiva, sino más bien la tensión y el antagonismo entre el
cuerpo real de la vida o el placer, y el lenguaje público organizativo de lo
social.
Esto es barrido de un golpe por
la magia milagrosa del derecho. Si sexualidad es la posibilidad de una
teoría sobre el placer y sobre la reproducción, es decir, de un lenguaje que se
sitúe más allá de la mecánica ciega del placer y del imperativo de la
reproducción, el placer y la reproducción sin sexualidad, despojados de teoría
y de lenguaje, se encapsulan en universos paralelos como verdaderas máquinas
célibes. Se miran con desconfianza y creen odiarse: la reproducción prefiere no
ensuciarse con el placer; el placer no quiere rendirle cuentas al estúpido y
reaccionario mandato reproductivo. Pero en el fondo los dos componen el mismo
campo ilimitado de una obediencia doble y ciega: la furiosa doble obediencia al
biopoder, en enfermedad y en salud, en placer y en reproducción. Biopoder:
archinémesis de la política.
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