El capitalismo como simulacro del capitalismo




1.

La economía, palabra que se ha vuelto coextensiva a capitalismo (en tanto propiedad privada de medios de producción y libre circulación de capital y mercancías), establece un territorio ilimitado que comienza a multiplicarse a golpes espectaculares de simulacros de sí misma. La política, que clásicamente ha representado el momento en el que el mundo de los intercambios, las equivalencias, la acumulación, el beneficio o la sobrevivencia es objetado en nombre de la idea, el bien, la justicia, la libertad, la autonomía, la conciencia, etc., ha sido asimilada como un agente práctico para la instalación de ese mundo: se habla de gestión, administración, planificación, agenda, eficacia, rendimiento. La política, alienada de sí misma, solamente es capaz de existir en la forma torpe de una democracia liberal ilimitada que replica, en el ámbito de las decisiones legislativas prácticas, lo ilimitado de la lógica liberal de la economía y del mercado. La vitalidad de la democracia liberal contemporánea únicamente mide la vitalidad del capitalismo. Y estropea a la política como significante de la economía y como significante de la democracia.


2.

Pero tenemos un problema un poco distinto. Jean Baudrillard tenía razón en todo lo que dijo. Pues el asunto, a veces, parece ser menos el descontrol psicótico en el que el capitalismo desregulado crece y manotea como un pulpo desesperado, que la prolija y metódica forma exponencial en la que crece como theatrum mundi. Habiendo hecho ya de la política (así como también del arte, la comunicación, la rebeldía, etc.) un simulacro que lo replica y lo potencia, el capitalismo-economía alcanza el punto paradojal en el que empieza a reproducirse como un simulacro de sí mismo. Mi punto es el siguiente. Honduras se prepara para la construcción de la primera de tres ciudades privadas para las cuales ya hay acuerdos y aprobaciones parlamentarias y reformas constitucionales. Las llamadas ciudades privadas, ciudades modelo o charter cities (también las llaman RED: Regiones Especiales de Desarrollo) se construyen de acuerdo al modelo propuesto por el economista puritano Paul Romer.

La idea de Romer es, como toda idea del pragmatismo protestante, asombrosamente sencilla. Se trata de partir de un territorio vacante y construir una ciudad como artefacto comunitario autónomo, con su moneda, su sistema tributario, su sistema bancario y financiero, su policía, su sistema de salud, sus reglas claras de uso y goce y convivencia y buen comportamiento, etc., alojado en el suelo de un Estado soberano que hace las veces de anfitrión, pero que lo deja libre de tomar medidas económicas rápidas y eficaces hacia el desarrollo, la atracción de inversiones, etc., al margen de la peste burocrática de instituciones, partidos, leyes, etc. Y tan puritano es el proyecto que el propio Romer se ha desvinculado recientemente del experimento hondureño por “falta de transparencia”. No se puede con el subdesarrollo y con el tercer mundo: las charter cities es algo pensado para WASPs.




3.

El famoso derrumbe del modelo de la soberanía del Estado-nación ante la desterritorialización global del capital, las finanzas y el mercado no es sino el marco abstracto que permite situar apenas un problema verdaderamente incomensurable. Pues las charter cities, previsiblemente, son una especie de museización o de ecologización del propio capitalismo. Un punto extremo y radical de museización que estaba ya en estado embrionario en el ethos de la primera comunidad protestante descrita por Weber. Toda la operación entonces es una especie de (se me tolerará el oxímoron) miniaturización a gran escala del capitalismo, una incubadora práctica y eficaz para la circulación de actitudes emprendedoras e intercambios de negocios. Algo así como una maqueta de tamaño natural.

Por eso, y antes que nada, la operación misma consiste en la fabricación de lo virtual-real: una Sim City de cemento y vidrio, con roles ocupados por personas de carne y hueso, y reglas claras prefiguradas en una especie de carta magna. Es la construcción a escala laboratorial gigantesca de la comunidad protestante original con un espíritu capitalista genéticamente puro, es decir, no contaminado por los errores, los imprevistos, los accidentes y las anomalías contingentes de la historia. Comunidades de colonos en disneylandias de emprendedores y negocios, versiones hiperrealistas en miniatura de la democracia capitalista protegidas por la burbuja del simulacro. Algo así como el otro extremo del socialismo Real y el muy desprestigiado asunto de la economía (socialista) planificada.


4.

Los chinos casi dominan ya la economía planetaria. Levantan a Ordos en el norte, como un gigantesco escenario fantasma, con cines, estadios, paseos, universidad, avenidas y centros comerciales esperando que venga la gente para encender y poner a funcionar la máquina. O hacen de Shanghai un polo de desarrollo, digamos, redibujando a una ciudad entera en cuestión de años o meses, construyendo alucinantes barrios nuevos de la nada y arrasando a la nada a barrios tradicionales, realojando a la gente y redistribuyendo a escala incomprensible capital y fuerza de trabajo. Y todo esto se logra eficaz y prolijamente a través de decretos o medidas centrales autoritarias y verticalistas. El proyecto de las charter cities parece ser la respuesta preocupada del capitalismo blanco protestante y liberal, en pleno odio al Estado y en pleno respeto sagrado por el fetiche democrático antiautoritario, que es obviamente la principal desventaja del capitalismo occidental con respecto al tardío mutante chino. El resultado son estas disneylandias o estas ciudades de los niños de shopping center que parecen instalarse, una vez más, para hacernos pensar que se trata de burbujas accidentales y excepcionales, con un adentro y un afuera, ocultando paradójicamente, al mostrarlo en un punto brillante, a ese mundo capitalista global incapaz de hacer otra cosa ya que jugar al capitalismo.

Pues ¿qué es la ciudad privada en medio de la escena generalizada e ilimitada del mercado global? Nada, excepto la búsqueda de la pureza genética no del capitalismo sino del espíritu capitalista. ¿Para qué, por otra parte, ese simulacro de capitalismo clavado en un mundo que ya es, ilimitadamente, capitalista?, ¿a qué esa duplicación ilusoria y exacerbada, ese encapsulamiento y esa concentración del capitalismo? Precisamente, para articular con eficacia, en el campo de una experiencia reduccional, el arte del control y de la seguridad total, correlato puritano del verticalismo totalitario del Estado: no un Estado autoritario que me dice qué hacer, qué comprar, cuántos hijos tener, dónde debo vivir, sino una laxa y desparramada comunidad obsesiva de vigilancia y disciplina que controla y reduce los factores de riesgo, cierra las filas de la racionalidad predictiva contra las anomalías y los accidentes, y trata de llevar a cero la posibilidad de catástrofes en la angustiante amplitud del azar. Eso que, para utilizar un símil lacaniano, rechazado de lo simbólico reaparece en lo real bajo la forma de una anomalía, de un objeto o un hecho aberrante o incongruente: terroristas, delincuentes, psicópatas, enfermedades, malos indicadores económicos o sanitarios, mugre, pobreza, fealdad. El imperio absoluto del biopoder.


5.

En las antípodas, las zonas comerciales libres como Ciudad del Este, Hong Kong o Miami, verdaderos monumentos a la vitalidad comercial y cultural, crecen a la diable, loca y desreguladamente, y mutan incesantemente a golpes de mercado negro, de tráfico e intercambio de lo que sea, únicamente sujetas a los antojos de un sistema que, como la vida misma, es ajeno a toda ética y a toda moral políticas. Un territorio que Giorgio Agamben caracterizaría, quizás, como lo profano absoluto: espectacular y barullento dominio de las redes de intercambio carnavalizadas como una gran feria o una gran fiesta o una gran orgía de personas, mercancías, dinero. Algo imposible de profanar porque todo es ya profano. Charter City es la reproducción en espejo de Ciudad del Este, pero en el universo paralelo e invertido de lo sagrado absoluto. La propia Ciudad de Dios. Todo en ella es fruto de un milagroseamiento: todo está tocado por el maná de lo sagrado, todo brilla como eso que nace puro de las manos del creador en la primera mañana del mundo.

Pero podemos ir ensuciando la Ciudad de Dios, y como esos edificios o esas ciudades declarados parte del patrimonio (de una cultura, de un país, del universo) o esas zonas declaradas parques nacionales, en las que —llevando a un extremo la argumentación— el performativo radical de la declaración no solamente apunta a las especies animales o vegetales en extinción (la vida que hay que preservar a través del gesto sacralizante) sino que también incluye a las desviaciones, las intervenciones malas del cazador furtivo o de la polución urbana, como parte de una naturaleza o una vida ilimitada, sin antagonismo ni resistencia alguna, Charter City se convertirá en Ciudad del Este, o mejor, Ciudad del Este pasa a ser la forma mejor lograda, la mejor evolución posible de aquello que en un comienzo era la pureza transparente de Charter City. Así entramos en el simulacro absoluto de un universo sagrado radical. Este universo es también improfanable. Y lo es por definición, ya que toda desviación (toda profanación), en última instancia, le pertenece. Así, entre lo profano absoluto del mercado y lo sagrado absoluto del museo, opera la doble alienación del capitalismo occidental contemporáneo.


6.

Inútil preguntarse cuál de las dos ciudades —Ciudad del Este o Charter City— es la que encarna mejor el ideal capitalista contemporáneo occidental. La oposición entre ambas ciudades es aparente. Y esa oposición es idéntica a la que hay entre el mercado y la publicidad: la segunda es una réplica y un simulacro blanco e hipertrófico del primero. El primero es improfanable (todo es profano) y la segunda es insacralizable (todo es sagrado).

Doblemente alienados en estos dos universos absolutos y paralelos, que nos despojan a priori de cualquier posibilidad de antagonizarlos o dialectizarlos, no parece quedarnos otra respuesta que una descarga o una reacción radical, como la de Michael Douglas en Un día de furia (Falling Down): entre el fetiche sobrenatural de la gigantografía de la hamburguesa y el triste sancocho grasoso que le sirven de mala manera en su lugar, solamente puede destruir el local, incendiarlo, salir a los tiros a izquierda y derecha. Ése es, precisamente, el gran problema de las formas extremas del capitalismo tardío: se odia a sí mismo. Y sin las herramientas simbólicas (eso incluye la paciencia) para superarlo, los Michael Douglas quieren ansiosamente destruirlo, incendiarlo, violarlo. Pero esto genera un nuevo pliegue: ellos son una anomalía y un espectáculo del que el capitalismo extraerá un nuevo beneficio.

Comentarios

Entradas populares