Tratado breve sobre anomalías
El caso de los enfermeros asesinos sirve para revelar algo que señalaba Baudrillard: ya no tenemos crisis sino anomalías. Está claro que crisis es un concepto político mientras que anomalía es una categoría científico-empírica (Kuhn), o también policíaca y sanitaria. La crisis es del orden de lo pensable. Y se diría que es la forma misma del pensamiento ocurriendo en ese punto en el que toda la estructura de lo ya pensado comienza a funcionar mal o a hacer ruido en una especie de trabajo de parto: el surgimiento de algo nuevo. La anomalía en cambio es chata, es un punto blanco en el lenguaje. Es lo imprevisto en un sistema de lo previsible, aquello que irrumpe violentamente, el accidente monstruoso saltando a la cara de la racionalidad predictiva de la ciencia técnica o de la estadística. Es ese evento repentino, opaco y asimbólico que burla o resiste los protocolos y las normas de la buena circulación de las cosas, de los cuerpos y de la energía. Anomalía es lo que está fuera de todo cálculo, y por tanto sólo puede aparecer en un contexto que calcula y predice. La anomalía no es simplemente esa cosa desnuda que irrumpe en el campo de la experiencia, sino que presupone ya la plena vigencia de la lógica obsesiva del cálculo y de la predicción, del cuidado, la prevención y la higiene. En otras palabras, la anomalía hace máquina con la racionalidad instrumental, técnica y predictiva, ambas son profundamente solidarias.
Y este es el punto verdaderamente inquietante. La anomalía como categoría social indica la catástrofe de la política y la instalación plena de lo que Foucault bautizó como biopolítica. Si la política es una socialización de la vida y de los cuerpos a través del lenguaje, es decir, una puesta en sentido de la vida y de los cuerpos, la biopolítica es un control de la vida y los cuerpos a través de técnicas mecánicas policíacas o médicas. El sesgo es que mientras para Foucault la biopolítica es una politización de la vida, es decir, es la política misma operando directamente sobre la vida y los cuerpos de las personas, yo prefiero considerarla más bien como una biologización de la política, en tanto la política se define clásicamente como una calificación social de la vida, como una operación simbólica que da a la vida un sentido social.
Mientras la política tiene que ver con el sentido (y con crisis del sentido), la biopolítica tiene que ver con protocolos, rituales y técnicas de control, ordenamiento, visibilidad, higiene social, etc. La biopolítica es una máquina obsesiva. Y la anomalía es su hija maravillosa: es ese objeto o ese evento aterrorizante y fascinante que irrumpe y quiebra el campo ordenado de lo previsible —y que, al mismo tiempo, lo traza y lo dibuja permanentemente, ya que el horror a la anomalía funciona redoblando los rituales de previsibilidad. En otras palabras: las fallas de la biopolítica se solucionan con más biopolítica, con más control mecánico sobre cuerpos y vidas. Es el artefacto perfecto: reutiliza y multiplica su propia energía residual.
La anomalía funciona articulando todos los campos de aplicación y administración de la biopolítica estatal en el eje de la seguridad. Seguridad es hoy la razón de ser del Estado, es lo que vertebra toda gestión estatal, y es lo que permite reinyectar en lo público esta energía biológica del cuerpo social en una forma fatalmente miedosa, sorda y oscura. Y a eso hoy el periodismo le llama crisis (crisis de fe en el sistema, crisis de confianza, crisis de credibilidad, etc.). Los enfermeros asesinos son una falla del Estado porque son una falla de los dispositivos y los protocolos de seguridad y previsión en el sistema de salud. (A nadie se le ha ocurrido todavía poner un sistema de defensa antimisiles en la azotea del Hospital de Clínicas, y si mañana, Dios no lo permita, cae un misil en el Cínicas, esa anomalía será una falla del Estado.) Los indigentes muertos de frío en el último invierno son una falla en los dispositivos de seguridad y previsión en la gestión estatal de las personas de la calle. El pico alto de accidentes fatales durante tal o cual fin de semana festivo son una falla en los dispositivos de seguridad del ordenamiento del tránsito, o una falla en dispositivos de prevención y de las campañas tipo “no beba si conduce”, “póngase el casco”, etc. El ventarrón del 2005 fue una falla en los rituales de seguridad y previsión meteorológica, y desde ese entonces vivimos en un mundo ridículo de alertas amarillas y anaranjadas cada vez que hay nubes raras en el cielo o cada vez que sopla viento. Un pico de inflación es una falla en los dispositivos de seguridad y de prevención en la gestión económica.
Todos estos episodios son anomalías. Se definen como aquello que está ahí precisamente para mostrar fallas en los sistemas de previsión, control y seguridad. La biopolítica vinculada a la seguridad es una máquina paranoica que al esperar anomalías las produce y fabrica: mostrar sus vulnerabilidades y flancos débiles le permite perfeccionarse en una lógica simple de incremento. Las anomalías constituyen entonces, desde un principio, algo así como el lugar previsto para lo imprevisible. Su función es precisamente señalar a la mecánica biopolítica el momento de tensarse, de incrementarse y de ponerse más severa. La respuesta automática que dispara la anomalía como falla del control y la seguridad consiste en exponenciar los montos de control y seguridad sobre lo social. Si los gérmenes evolucionan, la máquina que los combate debe evolucionar. Por tanto, la relación entre la anomalía y la mecánica de la seguridad no es, hegelianamente, dialéctica, no supone un tercer término que permite pensar y enunciar la relación misma; es agonística lineal, de enfrentamiento o lucha en un mismo plano imaginario.
Lo más terrible ocurre a un nivel, por así decirlo, oculto. Tan ocupados estamos defendiéndonos de la anomalía que no nos damos cuenta de que esa defensa nos ha obligado a renunciar a la vida política y social y a la subjetividad, para ocupar plenamente el lugar de la vida biológica y del cuerpo vulnerable. Y ese lugar nos pone siempre-ya en estado de excepción. Estamos en guerra, o mejor, bajo amenaza de invasión o de ataque inminente: es necesario suspender la soberanía del sujeto para que el cuerpo y sus artefactos especializados se ocupen. La vida es lo que está en juego, no tenemos tiempo para tonterías filosóficas o políticas. La Ley cae en protocolos, reglas y rituales; el sentido cae en procedimientos de orden y control; el proyecto político cae en objetivos, metas, urgencias y automatismos ejecutivos. La doctrina estatal de defensa o protección de la vida biológica, la famosa seguridad, es una catástrofe del lenguaje que nos permite pensar socialmente la vida.
Y la escenificación de este clima generalizado es puesta por el gran fetiche: los indicadores y las cifras del Estado, la estadística, los números y los porcentajes que glosan todos los andariveles de la vida del cuerpo social. Estadísticas poblacionales, sanitarias, económicas, educativas, policíacas, político-electorales. ¿No son acaso los monitores del enfermo en el CTI registrando incesantemente esa vida flotante, suspendida indefinidamente en su punto de mera vida biológica, sin esperar nada ni aspirar a nada, sencillamente viviendo o durando? De tanto en tanto, en algún informativo o alguna conferencia de prensa, un parte médico sobre el estado del enfermo. Las cifras, sean malas, regulares o buenas, están ahí para que no olvidemos que la vida del paciente no va a dejar nunca de pender de un hilo fragilísimo. Quizás algún día le den el alta, y el cuerpo podrá ser un sujeto que tome las riendas de su vida, pero muchos ya sospechan que ese día no llegará nunca: el cuerpo enfermo seguirá condenado, en ese perpetuo estado de excepción, a entregarse pasivamente a los protocolos médicos o policíacos de la seguridad. Si el sujeto alienado era ayer el tiempo histórico de la política, el cuerpo amenazado es hoy el tiempo sin historia de la biopolítica.
Este estado de excepción de suspensión biológica del cuerpo social se tiende entre la doctrina de la seguridad y la anomalía: pestes, gérmenes evolucionados, púberes infractores, turbonadas, accidentes automovilísticos, olas polares, caídas de las bolsas, corridas bancarias, estallidos inflacionarios, descontrol masivo de los indicadores. Todas las anomalías son terroristas. El terrorista es la figura que vino a sustituir, una vez terminada la guerra fría, al viejo enemigo doctrinal o ideológico (el comunista contra la democracia liberal, el guerrillero de los movimientos de liberación contra la paz, etc.). El terrorista, como algo del orden de lo anómalo y no de lo crítico, es imprevisible, repentino, de inusitada agresividad. Nunca se sabe dónde va a golpear y a provocar el daño. Toda precaución es siempre insuficiente. Es la forma misma de un mal o de un enemigo inmotivado, asocial y apolítico: sin doctrina, sin ideología y sin filosofía —y también, sospechamos, sin psicología y sin alma. En realidad, entendemos, no es nuestro enemigo. Es algo mucho más básico: es un enemigo de nuestro cuerpo y de nuestra mera vida biológica. Esa es la operación conceptual que cierra la anomalía.
Curiosamente, este chantaje en el que la vida biológica consagra su tiranía al sentirse o decirse amenazada, no es incompatible con el imperativo del placer. Por el contrario, ambos se prestan eficacia y se potencian: la amenaza biológica nos encierra en un mundo en el cual el contravalor de la agobiante tecnología obsesiva de control, orden, profilaxis y seguridad, es la liberación masiva y repentina de los impulsos, de toda esa energía vital contenida en el terror obsesivo. La lógica perversa de la transgresión inherente. Digamos. Las normas de tránsito, las velocidades máximas permitidas, los controles y las multas, etc., es el necesario correlato del mercado negro de la velocidad y el vértigo y el desafío, de poderosos motores capaces de alcanzar con soltura los 250 k/h. La alimentación sana, las dietas, el ejercicio y la disciplina es el correlato necesario del mercado negro de la comida basura, los snacks, las bebidas azucaradas, el alcohol. O mucho más sutilmente, la forma en la que los rituales del orden y la disciplina estructuran ya por dentro la propia lógica de la transgresión, como en el mercado del placer y el sexo, con la autoayuda liberadora de los sexólogos, los gadgets y los juguetes de sex-shop, los juegos altamente reglados, las prótesis y las instrucciones para maximizar rendimientos y sensaciones, etc.
Esta característica ha empujado a las comunidades contemporáneas de hiperconsumo a desplazar la metáfora de la psicología clínica desde la vieja histeria de conversión (algo del orden del discurso, de la interpretación y —en suma— de la política) a los desórdenes alimenticios y a las adicciones (algo del orden de la compulsión del cuerpo y de la vida, y de su psiquiatrización o su policialización inherente). Vamos del síntoma (significante) al desorden o al trastorno (asimbólico): vamos de la crisis a la forma anómala.
Siempre está uno tentado de simplificar aún más la lógica elemental de esta máquina adjudicando al mercado la desterritorialización de energías e impulsos (libidinales, comunicacionales, expresivos, consumistas), y al Estado la doctrina obsesiva de la seguridad y el control. Esto es así, en cierto modo. Pero el mercado siempre se sitúa en una posición envolvente con relación a la propia tensión Estado-mercado, ya que hay un gigantesco mercado de la seguridad, del enderezamiento y la corrección mecánica de los cuerpos, de la desinfección, de la profilaxis, de la prevención, de las campañas para minimizar el campo de aparición de la anomalía. La publicidad de la televisión está llena de ejemplos de estas dos pulsiones enfrentadas, incluso dentro de los límites de una misma frase.
La anomalía es la verdadera estrella de todo el aparato: liga el orden y la transgresión inherente (y su exceso anómalo) en la figura estatal de la seguridad. Para el caso, por ejemplo, es terrible la pasividad con la que se admite ordinariamente la lectura del ejemplo de la economía griega: las anomalías como la corrupción, la mala administración, los excesos del gasto público y la burocracia, obturan completamente cualquier posibilidad de explicaciones estructurales situadas por encima de la lógica compulsiva orden-anomalía: ¿resulta tan difícil pensar que hay un sistema que produce crisis endémicas y cuyo análisis sólo puede ser una superación del propio sistema, y un no a la respuesta automática de más-sistema (más control, más persecución, más austeridad para las políticas públicas) para prever mejor las anomalías en el próximo embate?
Los pobres no son la anomalía de un sistema que produce riqueza. La violencia no es la anomalía de una comunidad que consume y disfruta. La marginalidad no es la anomalía del desarrollo. El mercado negro no es la anomalía del buen mercado. El fetichismo idólatra no es la anomalía de las formas buenas de la cultura de la mercancía y de la imagen. La pornografía no es la anomalía de una buena desterritorialización de los placeres. La adicción no es la anomalía del buen consumo. La catástrofe bursátil no es la anomalía del buen sistema financiero. La explotación o la voracidad extractiva no son las anomalías del capital. Todos los primeros términos son partes estructurales (axiomas o corolarios, insumos o productos) de los segundos.
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