inevitables apuntes subjetivos: el lenguaje a la izquierda del espectro
Uno. Estos apuntes parten de un pasaje breve de un comentario firmado por Pablo Romero acá en mi blog, a continuación del artículo sobre la izquierda, la
educación y el mercado. Pero no se relacionan con ese comentario. Desdecir el pasaje funcionó en realidad habilitando un buen pretexto para
explicitar ciertas condiciones subjetivas de producción de textos, así como
ciertas condiciones de interpretación. Por fuerza, entonces, lo que voy a decir
va a abusar de cierta primera persona lírica. Espero que no se lo tome como un
síntoma de nada.
El pasaje anota mi
aire de sorpresa e indignación cuando critico a la izquierda. Y yo lo niego sin
más. El tono, el talante y el espíritu de lo que digo en el artículo en
cuestión no tiene absolutamente nada que ver ni con sorpresa ni con
indignación. No tiene nada de un acting dolorido por haber sido
defraudado (y mucho menos a esta altura). Y aprovecho para ir un paso más
lejos: el acto de habla de lo que escribo nunca es "expresar"
nada. La expresión es la más torpe de las operaciones del lenguaje y la más
pobre de las hipótesis de lectura. Pura pérdida de energía en su forma más
torpe: el calor. Es más propia de la generación facebook, que
expresa incesantemente todo, y se expresa incesantemente sobre todo. El
análisis, la crítica, el planteo de un problema: esas son hipótesis mejores, y
quizá tengan que ver con una lucha o una praxis —o mejor, con hacer
pensable una lucha o una praxis (lo que también es una praxis).
Plantear el problema de la izquierda, o a la izquierda como problema, tiene que
ver, quizás, con el hecho de que pienso que tal vez la palabra izquierda
todavía me pertenece un poco. En otras palabras: todavía la pienso como un
concepto, es decir, provista de cierta potencia para plantear unos
antagonismos sin los cuales no hay política ni crítica ni lucha ni nada. Pero
no me dolería gran cosa hacerla a un lado en caso de que esa conceptualidad o
esa potencia que le atribuyo no aparezca, o se complique demasiado, o esté
sobreevaluada. Puedo entender la condición de posibilidad y la racionalidad de
aquel enunciado leninista que caracteriza al izquierdismo como una enfermedad
infantil —o el del momento de los hermanos Cohn-Bendit, que replican que el
comunismo es una enfermedad senil.
En un mundo, digamos,
“posideológico”, al que le cuesta tanto leer un texto crítico sin reducirlo a
la “psicología” del autor y a los juegos tontos e histéricos de la decepción o
la denuncia, es importante decirlo: nunca me sentí defraudado ni estafado por
la izquierda —y sobre todo hablo, para el caso, de la izquierda histórica
marxista a la que pertenecí institucionalmente y en la que milité
intelectualmente, y no sólo intelectualmente, desde mis veinte años. Nunca tuve
con ella una relación plena o ingenua. Siempre pude reconocer su verdad en el
carácter negativo de su idea. Izquierda es la idea de izquierda, algo más cerca
de una operación o de una lógica que de una cosa sustancial positiva. Creo
haber sido siempre crítico de la izquierda
histórica (y nunca disidente) porque entiendo que esa crítica se absorbe
a nivel de la idea o del concepto —porque esa crítica es parte de la
idea y del concepto.
Dos. Es un torpe derroche
textualista o relativista (o peor: un estúpido ritual de corrección
bienpensante) creer que un lenguaje político, al investirse como verdad,
solamente puede engañar. Y que cuando llega ese momento terrible en el que
descubrimos que detrás de la promesa utópica de su doctrina solamente había el
penoso real del poder, del autoritarismo, del oportunismo, de los intereses, de
los automatismos burocráticos, etc., entonces nos sentimos estafados y
violados, tenemos berrinches y hacemos actings y performances de
indignación. Y luego, entrompados, ya no creemos en nada: ni en la política ni
en la verdad ni en el lenguaje. Nada más lejos de mí. Entiendo que es necesario
que, para operar políticamente, el lenguaje se invista como verdad, pretenda
verdad, o tenga deseo o voluntad de verdad. Porque una verdad política
solamente puede ponerse a existir en ese remanente del lenguaje de la doctrina
que me permite criticar a la propia doctrina y a sus contenidos utópicos. Y si
no se entiende eso, el engaño se verifica y se fija en la lógica del desengaño.
Eso es lo que ocurre con tantos desencantados, cínicos y superados. En el
fondo, cierto relativismo cínico o desencantado es la modalidad superficial que
asume el desamparo y la orfandad de pensamiento de aquel cuyo padre proveedor
(la teoría, el partido, la línea, etc.) lo ha abandonado a medio hacer. Hay una
variante más despreciable todavía de los superados de izquierda (y quizás esté
ligada, aunque en forma indirecta, al desamparo que mencionaba recién): es la
del relativismo brutal y hueco de aquellos que han entendido que no hay una
verdad sino múltiples verdades, etc., y además de divulgar la buena nueva como
profetas de lo obvio, se escandalizan con quienes pretenden ocupar el lugar de
la verdad acusándolos de soberbios, totalitarios y carentes de vocación
democrática o dialogal. Esos en particular, en el facilismo del simulacro y la
platitud ilimitada de una postura en la que no se corre el menor riesgo
intelectual, me irritan profundamente.
Insisto. A mí nadie me engañó ni
me estafó. Ni yo me equivoqué y tomé como verdad una ilusión. La verdad estaba allí hace treinta o cuarenta años: en la
famosísima revolución social, en la pretensión de redistribuir la riqueza, en
el escándalo ante la injusticia, en la promesa de libertad como desalienación
del sujeto —en suma, en todo eso que la obediente ignorancia liberal no vacila
en calificar como las “consignas perimidas” o “vetustas” de la “izquierda
histórica”. Quizás la verdad, el sentido positivo de la verdad, ya no está allí
—no del mismo modo por lo menos. Pero lo que sí hay allí es un remanente
negativo que me permite criticar esa positividad: y ese remanente es, insisto,
la verdad de un lenguaje político vigoroso. Hay una verdad en la ilusión —y eso
es lo que no entienden superados, cínicos o decontruccionistas, que al entender
la forma positiva de la verdad como meramente ilusoria, sin residuos, se privan
de entender la potencia negativa de la verdad como crítica de la ilusión
positiva. Concepto tan viejo como el eidos platónico.
Tres. Marx insiste en que el
comunismo no es una preimagen ideal de sociedad futura, una utopía por la que
vale la pena luchar, sino, hegeliamente, una sociedad que deberá surgir de la
crítica de esta. Lo problemático de ese “deberá surgir” es que evidentemente no
remite a ningún momento empírico positivo, sino a una tensión crítica negativa
entre la sociedad actual y un lenguaje que (de alguna manera) es una
posibilidad o una potencia de esta misma sociedad actual. Y eso no es una falla
o un fracaso del lenguaje: es su condición misma de funcionamiento.
Uno de los
terribles problemas de la “sociedad actual” (a diferencia de la sociedad
capitalista industrial que analizó y criticó Marx) es que no parece alojar (no
claramente, por lo menos) la posibilidad de ese lenguaje —o mejor todavía:
parece suprimir sistemáticamente sus condiciones de posibilidad. He escrito o
hablado bastante sobre eso en muchos espacios distintos. Acá quiero solamente
dejar anotada una observación lateral: la ausencia de ese lenguaje tiene algo
que ver con la decisión subjetiva de muchos de los llamados intelectuales de
izquierda de retirarse porque “fueron estafados y ya no creen”, o de pensar que
todo ejercicio crítico es soberbio y autoritario y ocupa el antipático “lugar
del saber” y está condenado al totalitarismo.
Porque ese lenguaje (se entenderá
que ese lenguaje es otro nombre para la política) no surge
espontáneamente: tiene que ver, insisto, con un deseo: el deseo de que ese
lenguaje exista.
Cuatro. La cuestión práctica es: ¿hay, detrás de
esa nube imaginaria, de esa alianza electoral carnavalesca y adúltera que
llamamos “izquierda” (y que en su momento pudo haber tenido nobles puntales teóricos
como el del “frente popular”, etc.) algo como una idea política? ¿hay detrás de
esa heterotopía algo del orden del pensamiento, algo que no se desvanezca
en el folclore imaginario, en la lógica electoral, en el narcisismo de la performance
o en la tentación megalómana del liderazgo olímpico?
Quebrada el ala marxista
de la izquierda nada parece contener la estampida browniana de las pequeñas
partículas libres: la flotación asimbólica en la que quedan los escindidos y
desencantados (girando alrededor de entidades abstracto-concretas como listas,
nombres propios, cargos, liderazgos, influencias, beneficios), y también la
orfandad ideológica en la que queda todo ese frente llamado izquierda. Pues
cuando digo “izquierda marxista” me refiero, lo digo una vez más, no a la
entidad institucional, ideológica o doctrinaria positiva (y que tiene ciertos
axiomas, cierto proyecto, cierto programa y cierto método), sino a la operación
negativa de proveer cohesión organizativa a eso que llamamos izquierda a través
de un sentido que eventualmente sería criticado o superado. Y la izquierda
marxista, guste o no, ocupaba ese lugar. Sin ese sentido que cumple el doble papel
de cohesionar (por un lado) y de inaugurar un lenguaje (por otro) al estar por
fuerza abierto a la crítica y a la superación, no hay nada como una idea o un
pensamiento políticos. Ese sentido, es decir, menos el contenido doctrinario
que el “principio de realidad” y la posibilidad crítica abierta por ese
sentido, es lo que hoy no está presente en la izquierda (así como no está en todo el mapa cultural del capitalismo contemporáneo). La “izquierda
empírica” entonces no puede ser otra cosa que una constelación imaginaria más o
menos rapsódica de estilos, diferencias, intereses y experiencias no
universalizables, pues sin ese sentido y sin ese lenguaje, le falta toda vocación
de universalidad. Puros dialectos sin lenguaje. Y solamente un
malintencionado o un bobo alegre pueden confundir la universalidad del
proceso crítico (esa potencia de lenguaje que aparece por fuerza encarnada en algún dialecto) con una
cuestión de consensos, con una cuestión empírica o con una cuestión estadística. O peor: con un mero avatar del
poder y el autoritarismo.
Aquí hay que tomar con cautela lo que observa el
psicoanalista Lacan, supongo yo, cuando considera que ningún colectivo tiene
una legitimidad inherente, que si ese colectivo está unido eso se debe más a un
malentendido que a otra cosa, y que lo único real de un grupo es el
estado de dispersión entre dos acciones heterogéneas. “Reúnanse unos con otros
el tiempo necesario para hacer alguna cosa —dice en un texto dirigido a
Althusser— y después disuélvanse para hacer otra”. Antes que nada: es
indiscutible que ningún grupo tiene una legitimidad inherente, es indiscutible
que lo real del grupo es la dispersión heterotópica de sus partículas, y es
indiscutible que no hay política excepto en la ilusión filosófica del sentido.
Pero no es menos cierto que —para usar una fórmula parecida a las usadas por el
propio Lacan— el sentido político de una acción colectiva es una ilusión
necesaria que la sociedad se concede para poder habitar lo real insoportable de
la dispersión, los poderes parciales, el placer o el apetito individual y el
sinsentido. Pues: ¿no hay acaso una gran similitud entre este real de
dispersión que plantea Lacan y la escena posmocapitalista contemporánea, con su
energía libre inconexa más acá de cualquier ideología, de cualquier sentido y
de cualquier lenguaje, el más injusto y el más violento de los mundos en tanto
carece de una representación de la injusticia y de la violencia, es decir, de
un lugar donde pensar la injusticia como injusticia y la violencia como
violencia? Entonces prefiero, para el caso, invertir el componente cínico
de Lacan: porque lo real es la dispersión y el sinsentido (podemos
llamar vida a esa dispersión originaria) es que se hace necesario
un "acto de sentido" o una "puesta en sentido" —y quebrar críticamente esa puesta para evitar una coincidencia
plena entre sentido y verdad en la cual tampoco hay política.
Por lo que también vale explicitar. Me opongo de
plano a los liderazgos carismáticos (o a los liderazgos mafiosos o de aparato). Pero también me opongo de plano a la irritante “utopía posible” de una especie de estado de democracia
doxástica generalizada en el que se pretende dirimir las contradicciones en el
arte pacífico del intercambio comunicativo, del debate, de la persuasión o de
la consistencia argumentativa. Eso no tiene nada que ver con la razón política:
la razón política es crítica y no polémica. Y en resumen: si la dispersión
imaginaria de los estilos y los intereses parciales, incluida la pérfida oscilación entre el sueño megalómano de un liderazgo de las multitudes y la ensoñación
liberal del diálogo persuasivo y del respeto, es lo “real insuperable” de
una izquierda incapaz de lenguaje y teoría crítica, habría que observar que hoy
la construcción de sentido, de teoría y de lenguaje, es decir, la construcción de un espacio para
pensar lo social, es políticamente mucho más importante que cualquier disputa
por la palabra “izquierda” o que cualquier litigio estratégico con o en la
izquierda empírica. Y por eso mismo, supongo (no estoy seguro), es importante
ofrecer cierta resistencia a que ese espacio encarne —transitoriamente, por lo
menos— en la forma y en la lógica partido.
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