La peste homoerótica

1.

¿No oímos hablar ya trivialmente del lado femenino del hombre o del lado masculino de la mujer? ¿No hablamos del metrosexual, de la ensoñación cariñosa y narcisista del cuerpo fibroso y trabajado, un cuerpo que ya no parece intentar seducir a nadie sino únicamente exponerse en una estética helada, en una forma terminal del desinterés y la indiferencia?

¿No hay acaso un punto en el que toda la energía y toda la luz de la seducción solamente parecen nacer y estar destinadas a uno mismo? Parecería que uno mismo es el único evidente merecedor del agasajo, el único que está a la altura del esfuerzo celebratorio, el único objeto verdaderamente justo para esa complejísima máquina de cautivar. Pues hoy todo parece estar hecho de ese punto.

Algunos lo llaman narcisismo. Pero prefiero no hablar de “patologías narcisistas” ni de la singularidad de las psicologías narcisistas. Porque el ismo, narcisismo, la categoría y la estandarización de cierta anomalía, supone un aquietamiento, un alivio, la neutralización de un asunto mucho más hondo y sórdido, socialmente sórdido. No tiene nada que ver con un fenómeno individual ni con la generalización de fenómenos individuales.

Vamos a empezar situándonos en las antípodas, en la historia lírica clásica de amor y erotismo. En un ejemplo famoso, Dante Alighieri, después de haber perseguido a su amada Beatriz por todo el mapa cosmogónico de la época, ve a Dios, cara a cara. Ahí entiende que eso que él siente por Beatriz, el amor, las ganas de tenerla, el dolor de no tenerla, es tan enorme, tan desproporcionado, que solamente puede ser depositado en algo como Dios, aquello que no tiene tamaño ni medida. Incapaz de tolerar más dolor o más goce, el sujeto decidía inventar un objeto sublime para poner su amor. Más precisamente: él comienza a ser un sujeto en el momento exacto en el que inventa ese objeto sublime.

Y Dios, otra vez, era el nombre que le dábamos a ese exceso, pero también a ese vacío. En otras palabras, el deseo solamente podía funcionar entre un exceso (la desproporción entre lo que se siente y el objeto que lo causa) y una falta (la imposibilidad de que ese apetito cerrara funcionalmente en alguna cosa concreta). Y de ahí en adelante todo el lenguaje en el que el Yo que piensa y siente se habría de exponer, estaría dañado por esa falta, excedido o desbordado por lo que es incapaz de decir. Esta escena lírica era el proceso “universal”, por así decirlo, de la socialización del apetito (la socialización de las ganas, del dolor, del placer) y de la creación de un yo que ama y se piensa. No es que se verificara empíricamente en cada uno de nosotros, sino que era una especie de punto de partida axiomático. Era un mito necesario.

Lo femenino —para el caso— era una figura del Otro de la seducción, era el objeto sublime. Indicaba el lugar de lo opaco y lo asimétrico, aquello irreductible a la voluntad de saber o de posesión del sujeto, lo que venía a situarse a una distancia incomprensible de su apetito. Era un otro que parecía devolvernos nuestro propio enigma, en una forma ennoblecida y luminosa, pero ya fatalmente infranqueable. Y nuestro amor también era (sobre todo era) el amor a esa imposibilidad. Si nos enamorábamos nos enamorábamos de esa opacidad y de ese heterogéneo, de ese otro lado ajeno y semejante, ese extralímite de nosotros mismos.

Hombre/mujer era, entre otras cosas, la gran metáfora moderna del antagonismo y del deseo de alteridad en la circulación de las energías sociales. La misma lógica, digamos, armaba las parejas niño/adulto, naturaleza/cultura, discípulo/maestro. Pues el mismo principio que vale para el amor también valía para la educación, la política y lo social: era el tema moderno del deseo del otro. Desear al otro era desear lo social. Pues bien. Todo eso se terminó.



2.

Ya hace un buen tiempo que la energía social no se plantea en la figura de la alteridad, la asimetría y el antagonismo, sino en la de lo Mismo y la diferencia. Ya no se expone en la figura hombre/mujer. No se plantea en la lógica de lo semejante-asimétrico sino en la de lo idéntico-diferente. Y el contrasentido de la frase idéntico-diferente es sólo aparente: el famoso tema contemporáneo de las “diferencias” esta ahí solamente para reforzar la identidad de lo Mismo, en el juego de la relatividad histórica de todo y en la banalidad microscópica de las diferencias.

El viejo y conocido clamor de las sexualidades minoritarias por el reconocimiento de una identidad sexual sin la obligación reproductiva, tiene como correlato a las celebridades inverosímiles como Ricky Martin, Ricardo Fort o Miguel Bosé, el chaval de oro, que tienen hijos contratando los servicios de una clínica que alquila vientres, compra óvulos y los insemina. Reproducción asexuada y sexualidad sin reproducción. Es la orden imaginaria que nos arrasa desde el Olimpo.

En primer lugar, desligar la sexualidad de la reproducción era antes una consigna: “goza tu sexualidad” indicaba la lucha por una desproscripción o por un derecho: “puedes gozar tu sexualidad”. Ahora se ha transformado en una obligación. Pues basta que algo esté permitido para que se convierta en obligatorio. Ya no reclamo una sexualidad placentera liberada de la reproducción: estoy obligado a ella. Pero, además, el circuito de lo Mismo cierra verdaderamente en el preciso momento en el que empieza a ser posible concebir sin pecar, tener hijos sin ponerla, si se me perdona la grosería. Ya no es sólo el placer huyendo de la cárcel de la productividad (hasta cierta coartada romántico-libertina podría haber ahí). Es la eficacia quirúrgica de la productividad la que prefiere ejercerse profesionalmente, al margen de las oscuridades de la sexualidad y el placer.

Así, la operación completa es doble: separa y aísla prolijamente sexualidad y productividad, una como el tumor malo de la otra. Y allí donde cabía esperar que la sexualidad, ligada al placer de lo improductivo-prohibido, ejerciera su reino oscuro y fabuloso, ocurre más bien lo contrario. La sexualidad, ya totalmente disociada de la reproducción, se libera también de los mitos y del sentido, y termina por exponerse en su mecánica más blanca y disciplinada: dispositivos de placer, maquinitas de placer, recetas de placer, mapas de placer, rituales obligatorios de placer (sexólogos, juegos, porno, anatomía erógena, sex shops, etc.).

Detrás, la razón técnica ilumina, con la misma luz cenital despiadada, a ambos polos, a la biología reproductiva y a la disciplina del placer. Nada sin iluminar, ninguna instancia crepuscular, ningún misterio.

Ya no hay seducción, ya no hay hombres intentando descifrar el enigma imposible de su otro impenetrable, la mujer. Esto no metaforiza nada. Y nada de esto tiene que ver con la homosexualidad, más o menos reprimida o más o menos asumida y declarada, sino con el homo-erotismo. Homo-erotismo, la atracción de lo mismo por lo mismo, termina por ser una expresión exactísima de lo que hoy ocurre, a cierto nivel, con las energías de lo social.

Ya sin otro, ya sin el enigma y el misterio del otro, y por tanto sin seducción y sin amor, somos víctimas de una especie de homo-erotismo funcional generalizado. Un juego global en el que el otro no es sino un avatar imaginario del mismo. Incluso en el encuentro heterosexual más trivial, el hombre ya no parece ser sino un avatar de la mujer y la mujer un avatar del hombre. (Uso esa palabra, avatar, en el sentido que tiene en la película Avatar y en los juegos de rol).

Toda la complejidad del amor cae en la tonta experiencia placentera de clonarme en el otro, de redoblarme en el otro. La novela de la alteridad y de la alienación cae en la aburrida rutina de la repetición y de la mismidad. El amor cae en sexualidad, y la sexualidad, finalmente, cae en placer.



3.

Decíamos que ni el hombre ni la mujer buscan ya en el otro el encuentro imposible. Ambos se reencuentran inmediatamente, sin conflicto alguno, sin trauma y sin drama, con su parte otra. La mujer se reencuentra con su parte masculina. El hombre se reencuentra con su parte femenina. Aunque ese femenino esté revestido por la masculinidad más convencional (como músculos, deporte, competitividad, en fin), tal como lo muestra el tema olímpico del metrosexual y del actual hombre-objeto.

El hombre-objeto, en principio, se ofrece como el hombre hecho a la medida del apetito femenino. Y parece abastecer menos el apetito de una pareja que el de una madre o una suegra. No es necesariamente masculino, en el sentido de un artefacto musculoso, agresivo y elemental, como un stripper. O como el Schwarzenegger de antes, que usaba lentes negros, moto de gran cilindrada, escopeta de caño recortado y era de metal. Hasta que un día tuvo que hacer de maestra de preescolares, y otro día lo embarazaron: y ahí empezó verdaderamente a ser hombre-objeto. Pues el hombre-objeto también se conmueve y llora con la música o con una historia romántica. El hombre-objeto cocina, se preocupa por el aspecto y la ropa, prepara la mesa, sabe de vinos, no tiene panza, no ronca. Es amable y atento. Se cuida sin ser neurótico. No es estresado. Respira el aire más distendido de la vida. Pero también corrige los excesos inverosímiles de su propio clisé: se deja crecer la barba unos días si hace falta subrayar los signos de la masculinidad hormonal, se quita los lentes si el aire intelectual ya resulta aburrido, deja la ropa tirada si su prolijidad abruma.

Y aquí es donde la cultura de masas vuelve a planchar los pliegues del deseo. Porque presupone alegremente que este hombre “desmasculinizado”, esos garabatos convencionales de un hombre sensible, comprensivo y con reveses, es lo que la mujer quiere, así como antes había presupuesto que la hipermasculinidad de músculos y poses era lo que la mujer quería. Y así, este nuevo hombre-objeto narcisista, está ahí, como fantasma de un fantasma.

Y por eso nuestro homo-erotismo generalizado sigue teniendo signo masculino: un signo narcisista, histérico y débil, pero masculino. El hombre, después de todas sus obligaciones patriarcales o fálicas, terminó por descubrir la horizontalidad, el alivio de no tener obligaciones ni responsabilidades. El hombre descubrió el amor por lo mismo y lo lanzó al mercado, con la coartada de que eso es lo que la mujer quiere. Y lo peor es que los límites caen porque son ignorados y desfondados, y entonces eso es lo que la mujer quiere.

La verdadera hegemonía machista se verifica recién ahora: no en la exhibición agresiva de testosterona y poder, sino en el intercambio amable y dulce de sensibilidad y afectos. Así, en Brokeback Mountain, la escena homosexual masculina se ofrece casi como la fantasía de la mujer, cuando en verdad es la fantasía del varón enamorado de lo mismo y habiendo hallado en el otro la gran coartada para su partenogénesis. Brokeback Mountain es una gran película machista.

Y no quiero que se me malentienda. No estoy hablando desde una nostalgia por los modelos masculinos fuertes ni por los modelos femeninos sumisos y sexuales de la cultura de los 50. No soy tan voluble. Mucho menos hablo en defensa de esa antipática cretinada intelectual o literaria de cantarle a “lo enigmático y a lo eterno femenino”, que parece no hacer otra cosa que dar una coartada poética al hombre en su lugar de patrón y en su empuje viril de búsqueda y conquista. Y mucho menos hablo de esa otra cultura en la que supuestamente no habría modelos de varón, por lo que la mujer, desposeída de una imagen del otro, debía conformarse sin más con cualquier pescado panzón mientras él soñaba con Jessica Rabbit.


Una extrapolación clonada de la libido se abre y extiende, como una plaga, tapizando el mundo. Permanentemente crea cadenas, redes y artefactos sin riesgo y sin verdadero intercambio. La masculinidad y la femineidad, sintetizadas en el laboratorio imaginario de la cultura de masas y de la publicidad, ya no son sino meros hologramas, meras proyecciones imaginarias hipertróficas, una de la otra. Carecen de pliegues, de enigma y de resistencia. Son incapaces de alteridad verdadera. Y son, por tanto, incapaces de amor.

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