Los pibes chorros



1.

La campaña para bajar la edad de imputabilidad en Argentina encontró resistencia en un grupo de organizaciones y activistas agrupados bajo una consigna severa: ningún pibe nace chorro. Cortante, filosa, la frase establece claramente una posición y deja entender lo que no está dicho: el problema no es la edad que debe tener un menor para ser responsable penalmente, sino el camino que debió recorrer antes de llegar a ese punto. La consigna ofrece una especie de no pasarán, un límite a ese concepto elemental y horroroso de lo social basado en la idea de seguridad. Es decir que no solo da cuenta del rechazo a la propuesta sino que intenta devolver a la sociedad la responsabilidad por ese camino anterior del pibe, por todo lo que le pasó antes de hacerse chorro: urgencias, privaciones, carencias de todo tipo y pelo y tamaño.

Sin embargo, la verdad es que si bien es cierto que ningún pibe nace chorro, no es menos cierto que ningún pibe nace socialmente responsable. Y si lo pensamos un poco, hay que decir que todo pibe nace más cerca del chorro que del sujeto políticamente socializado o del ciudadano. Todos nosotros. Usted, yo, su nene, los míos, todos nacemos más cerca del chorro. Porque, digámoslo así: chorro es quien usa vías cortas y rápidas para conseguir lo que quiere sin que importen las consecuencias dañinas que su acto pueda tener. Chorro es quien no puede interponer una estructura de responsabilidad capaz de diferir o suspender su apetito, su avidez, su ansiedad. O porque carece de esa estructura, o porque su adicción o su fetichismo es más fuerte que la capacidad de la estructura de contenerlo, o porque la suspende deliberadamente. Así, se lanza como un bebé enorme sobre lo que quiere, sin medir las consecuencias, tirando y rompiendo todo a su paso. Y lo que él quiere es siempre concreto y parcial: ropa, comida, la dosis siguiente —y, por cierto, el gran fetiche final: dinero.

Hago una analogía con un ejemplo prestado del comediante Louis CK: mi hijo de cinco años me va a llamar y a gritar y a tirar de la camisa para contarme que a veces los perros son feos, aunque yo esté tiroteándome con la policía o me estén atendiendo los médicos en una emergencia porque acabo de infartar. No es capaz de decir “discúlpeme, señor: no se preocupe, entiendo que usted está en algo importante ahora: lo mío era una pavada; después hablamos”. No entiende la estructura o la lógica de la relevancia, de los turnos, de la espera. No tiene idea de qué es el otro (a lo sumo, es él mismo, pero afuera).

Lo que se arma sobre esa falta de estructura no es deseo. El deseo es conceptual: supone la capacidad de reunir lo parcial en un concepto o una metáfora, y eso ya supone a su vez el aplazamiento del apetito para que aparezca el lenguaje, la responsabilidad, el cálculo de las consecuencias y los costos sociales que el apetito tiene. Consecuencias atroces, muchas veces para la vida del propio pibe chorro.

Cuando uno oye o ve en las crónicas rojas que un ladrón fue muerto o herido de gravedad cuando intentaba llevarse doscientos pesos de un taller, o que mató o hirió a alguien de gravedad y huyó con quinientos pesos, lo más evidente es lo que se pasa por alto: la etiología de la desproporción entre los doscientos pesos y las consecuencias del acto. Está claro que todos podemos decir “qué barbaridad, esto está cada vez peor, cada vez hay más violencia, la vida no vale nada”. Pero no decimos nada con eso. Ni siquiera somos ya capaces de ver ese territorio chato que permite que la vida de alguien y quinientos pesos (o quinientos millones, no importa, no es una cuestión de cifras) puedan estar juntos. El problema no es que “la vida no vale nada”, sino precisamente lo contrario: la vida vale, es un valor de cambio.

El asunto es esa zona roja en la que la vida es trágica pero no dramática. No es dramatizada, no es escrita ni exaltada ni cantada ni llorada por nadie. Sencillamente es vivida, por así decirlo: la lógica urgente de la sobrevivencia o la lógica pragmática del costo-beneficio. La nuda vida, dice el italiano Giorgio Agamben. No hay un concepto o una idea, como si la vida misma hubiera impedido un concepto de la vida. Como si el empuje de la vida hubiera impedido un lenguaje que permitiera pensar la vida.

Es que ese lenguaje colectivo que permite pensar la vida colectiva, es la política. Y solamente se consigue por educación.



2

Llamemos vida a la conexión entre el apetito y el acto que lo satisface. Y llamemos economía a la lógica práctica que regula esa conexión. Ahora, por otro lado, llamemos política al lenguaje capaz de suspender o diferir esa conexión para pensarla socialmente. Digamos que la vida y la economía son inherentes a los vínculos entre las personas y entre las personas y las cosas, pero no así la política. La política debe ser fundada, surge de un acto voluntario y deliberado. El hombre no es espontáneamente un animal político: se educa en lo social y en lo político.

La educación, entendida como socialización, es aprender a pensar la vida y la experiencia, a entender los propios límites, a entender la existencia y la importancia del otro, a entender cuestiones complejas como lo irreparable de la muerte o del daño. Esa es una faena que le cabe a los padres, y al abuelito, y al señor que habla en la tele, y al Presidente, y a la maestra y al conjunto de personas que componen el mundo de ese angelito que será, si no intervenimos del modo adecuado, un pibe chorro.

Por lo tanto, cada vez que aparece un pibe chorro, esa especie de pulsión de vida en estado puro, el asunto es menos lo que la sociedad ha hecho de él, que lo que la sociedad no ha hecho o ha dejado de hacer. Él es el hijo de una retracción, de una retirada de lo social, de una catástrofe de la función política de lo social. Quiero decir, aunque suene extraño: el asunto es menos el de las necesidades básicas insatisfechas que la falta de un lenguaje que permita pensar la insatisfacción. Pero con esto no estoy diciendo en absoluto que pretendo alimentar a los desposeídos con educación y conciencia política.

Estoy diciendo que además de los vastos y vistosos territorios emergentes de miseria y desposesión, el capitalismo liberal de los últimos treinta años nos ha dejado como lastre una desocialización radical de la miseria, de la pobreza y finalmente de lo social mismo. Las necesidades materiales son las más sencillas de atender, a través de planes asistenciales de emergencia, por ejemplo, o de fondos solidarios, o de la caridad empresarial o de derivaciones presupuestales. Eso es simple y se hace.

Baste pensar que el combate a la pobreza todavía no ha dejado de formar parte de las estrategias cínicas de los propios organismos multilaterales de crédito y de cooperación, con la consigna de que son los pobres los que impiden el desarrollo de la economía. Es decir: el propio capitalismo entiende que debe reinvertir en el combate a la pobreza, ya que su producción más característica (pobreza y desigualdad) termina por convertirse en el principal obstáculo a su desarrollo.

El combate a la pobreza y la miseria sigue la vía de la asistencia, de las líneas blandas de crédito para pequeños emprendimientos, del estímulo a la iniciativa individual, del estímulo a la posesión y, ciertamente, al consumo para que el esfuerzo sea devuelto, finalmente, al capital, a la Gran Economía. (Y todo eso suele estar en el paquete cínico de las coartadas humanistas como el derecho y la dignidad.)

Porque la vitalidad arriba, en la Gran Economía, no tiene como correlato abajo, en la miseria y la pobreza, a la muerte, sino, por el contrario, a más-vida: más instinto de sobrevivencia, más fetichismo de posesión, más ansiedad. Más economía-menos política. Es la fórmula perfecta para obtener la vida misma, la vida desnuda, sin lenguaje y sin pensamiento.

Ese circuito incesante de lo Mismo, ese asfixiante ensamblaje imaginario apetito-satisfacción, oferta-demanda, producción-consumo, amenaza-sobrevivencia, solamente puede ser quebrado introduciendo un componente que esté por encima de su lógica carnívora. Ese componente es el lenguaje de la política: la famosa estructura organizacional que viene a interponerse entre el apetito y su satisfacción es lo mismo que hace que un montón de gente que sobrevive sea una sociedad.



3

Repasemos las piezas que comienzan a armar la máquina siniestra. Retirada de lo político, retirada de lo social: desocialización de lo social. Avance de la comunicación liberal, de su estímulo obsceno al consumo y de su irresponsable concepto de entretenimiento y de tiempo libre. Avance del mercado y de la iniciativa privada, y profundización de la injusticia y las desigualdades. Ahondamiento de la brecha que separa a los desposeídos de lo social, analfabetismo endémico y funcional y lumpenización generalizada de la pobreza. Carencias más fetichismo generalizado de la posesión y del consumo.

Todo está armado para que esta máquina infame enloquezca y empiece a escupir su humo feo y tóxico en la cara de los que todavía están en el lado bueno de la sociedad liberal. Todo está armado para que la vida misma dé un giro súbito hacia la seguridad, el control y la violencia territorial. Del lado liberal (y ahí, parece, ya no hay izquierdas ni derechas) no deja de avanzar una comunidad pragmática que se entiende casi exclusivamente en la idea de seguridad. Y esto quiere decir que el Estado ya no es solamente aquello que apaga sus funciones educativas y socializantes. Se le reclama a los gritos un funcionamiento positivo como poder policiaco que ordena y controla el territorio y los territorios.

Así, Pedro Bordaberry, en su campaña para reunir firmas para bajar la edad de imputabilidad, ha dicho más de una vez:

Es hora de que el parlamento, el gobierno, el Estado y la Ley empiecen a hacer su trabajo: protegernos

Entonces el Ministerio del Interior comienza a golpear a los territorios urbanos pobres con operativos mega, con un despliegue circense de policías, fuerzas de choque, vehículos, caballos, helicóptero. El Estado e incluso el gobierno ya no es sólo lo que está dejando de hacer: ahora es lo que está haciendo mal. Y lo triste es que aún cuando combatamos esto que está haciendo mal todavía nos queda aquello que no hace, y que ha quedado completamente oculto detrás. Y si el Estado interviene así, de ahora en más cualquier intervención del Estado pasa a ser leída del mismo modo: una escuela o un liceo son meros avatares pacíficos del poder y del control. Se está fabricando un ejército allí donde había el desorden de la sobrevivencia.

Y ahí se arma una de las variantes más feas de lo territorial: la vida, la sobrevivencia y la urgencia, contra el control, el poder y el Estado. El facilismo que esta contradicción instala es bastante difícil de combatir en las bellas almas demagógicas de los intelectuales arrepentidos. Estar contra la policía y el control y a favor de la sobrevivencia y del rebusque. Celebrar en forma casi nietzscheana el mero acto afirmativo de la vida, su empecinamiento contra los heraldos del control y el orden.

Nos fascinamos con la poesía de la vida desnuda y de la sobrevivencia sin advertir que su lógica es exactamente la misma que la de la ventaja y el  beneficio. Imaginarias, horizontales, conectivas, fetichistas, pragmáticas, urgentes, inmediatas.

Y esta es otra de las prendas feas que pagamos por esta reacción territorial del Estado. Por pelear contra la criminalización de la miseria caemos en su victimización. Y si es claro que el asunto no es combatir a la miseria con la policía y las razzias, tampoco es victimizar a los subprivilegiados, compadecernos de ellos, cantar el folclore triste de su existencia. Uno de los mejores rasgos del pensamiento de Marx, en mi opinión, es que no victimizó a la clase obrera. El asunto es cómo hacer para que el subprivilegiado pueda salir de la lógica que lo determina, en este caso, la lógica territorial. El asunto es (digámoslo con un lenguaje viejo) cómo favorecemos el proceso en el que el subprivilegiado, sea quien fuere, se constituye en sujeto y lucha por su emancipación.

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