Bin Laden es Bin Laden

La humillación de lo concreto


1.

Asesinaron a Bin Laden. Eso dicen, o muestran, o dicen que muestran que dicen que muestran. La enésima operación militar mediática de los Estados Unidos se parece a toda otra. El caso, curiosamente, es igual al de Wikileaks (al que se supone hay que asignar un signo contrario): un antiacontecimiento puro, con el color de todas las operaciones mediáticas de masas.

Por un lado, tenemos una serie que se estrangula, según un esquema de desmultiplicación, en objetos cada vez más concretos. Desesperantes, hiperrealistas, psicóticamente concretos. Allí donde debería haber un concepto antiimperialista (pongamos por caso), o anticapitalista, o incluso antinorteamericano, antioccidental o antiglobalización, aparece un club siniestro de conspiradores llamado Al Qaeda. Allí donde debía haber un movimiento o una organización aparece una persona llamada Bin Laden. Allí donde debía haber una persona o una psicología aparece un cuerpo. Allí donde debía haber un cuerpo aparece una muestra de ADN. Allí donde debía estar la muestra aparece un resultado que muestra que hay un 99,9% de certeza de que la muestra sea de Bin Laden.

Cifra en lugar de muestra que está en lugar de cuerpo que está en lugar de Bin Laden que está en lugar de Al Qaeda que está en lugar de un concepto. Así son todas las operaciones culturales americanas (mediáticas, periodísticas, académicas, estéticas, militares): son el mero empuje brutal y agresivo de la metonimia fetichista. Así, matar no es ni siquiera ese gesto fino y silencioso como una ráfaga negra en la noche pakistaní, esa estocada final que consagra la imaginería del arte largo y paciente de espiar, el delicado y complejísimo backstage tecnológico que sostiene la red infinita de rumores, de inteligencia y contrainteligencia, de torturas y sobornos, de medios y de redes sociales. No. En absoluto. Matar, como operación cultural americana, es hacer caer en materia: convertir una idea en una muestra de ADN. Matar es forzarnos a todos a la catástrofe de lo concreto, a la humillación de lo concreto.

El combate de la cultura americana nos excluye a priori de cualquier posibilidad de universalización, o por lo menos de generalización. Su guerra no puede ser contra lo antinorteamericano, lo antioccidental o lo anticapitalista. Es demasiado platónico. Su agresividad se va encapsulando en objetos fetichizados cada vez más hiperrealistas: una banda de reos fanáticos terroristas, un nombre propio. Finalmente termina por exponerse inverosímilmente en el escenario mínimo de una muestra de sangre, un mechón de pelo, una uña, un porcentaje.

Pero por otro lado, el episodio virtual de la ejecución de Bin Laden se abre simultáneamente en una serie inversa a la anterior que va de la hipernitidez del objeto concreto a la gigantesca nube evanescente de lo imaginario, del rumor y la sospecha, de la suspicacia y la teoría conspirativa. El 0,01 % de posibilidades de que el tejido de la muestra no sea de Bin Laden hace que todo ese artefacto de fijación hiperrealista no viva a no ser en permanente riesgo, bajo amenaza de volar al caos. No está el cuerpo, no hubo operación, la muestra fue sacada en cualquier otro momento, no hay tal muestra, el cuerpo está en el fondo del mar, hay registros fotográficos pero no se hacen públicos, por seguridad. Alguien twiteó la operación en directo, un vecino dicen, pero seguramente es trucho y fue puesto ahí para darle verosimilitud al asunto. Es un cortocircuito entre lo Real concreto y lo imaginario conspirativo, como todo y como siempre en la cultura norteamericana.

Por eso la disciplina de esta cultura no es la historia, un relato conceptual, sino una brutal arqueología de los objetos y de lo concreto. Piensen en la cantidad de documentales que muestran investigaciones arqueológicas sofisticadísimas destinadas a probar que Lincoln tenía cálculos renales o que Alejandro de Macedonia se masturbaba como un mono. La coronación de esta ontología es la fantasía infantil de que todo el universo simbólico se fija para siempre o se derrumba aparatosamente en un objeto parcial hiperrealista. Así ocurre en El Código Da Vinci en el que un detalle de la última cena amenaza con empujar al colapso al cristianismo. Así ocurre en Estigma, donde los manuscritos de un evangelio apócrifo, celosamente oculto, tiene una cita de Jesús que podría derrumbar a toda la Iglesia Católica al desnudarla como un bluff.  (Evidentemente esta cultura ha quedado por fuera del proceso de secularización política del enunciado religioso.)

Para el caso, hablamos de la lucha de la paciente arqueología tecnológica (tipo CSI, digamos) por disipar la nube de sospechas mostrando lo Real: aquello que asegura la compatibilidad entre el resultado de la muestra y el cuerpo. Es el momento en el que el analizador, el espectrógrafo, el buscador de huellas, el microscopio electrónico, o lo que sea, activa un letrerito que dice Match y todo cierra y el mundo tiene un sentido definitivo: Bin Laden es Bin Laden. Es el problema de la verdad reducido al de la autenticidad. La autenticidad es un típico asunto de fetichistas, como los coleccionistas de arte. Si la verdad implicaba la crítica del sentido, la autenticidad se congela en el gesto triunfal que muestra la evidencia: ¡ése es Bin Laden! ¡eso es el Mal!

Y si, de creerle a un señor que se llamaba Hegel, la Verdad es una superación de la evidencia, acá no hay Verdad, no hay Idea, no hay metáfora, no hay concepto. Nunca los hubo. Todo se ha movido desde el comienzo en el plano de la mera y penosa evidencia. Asuntos forenses y no filosóficos.


2.

Es claro que la arqueología de lo concreto es profundamente solidaria con la paranoia, la cultura de la sospecha, de la desconfianza y de las hipótesis conspirativas. Una busca a la otra. Precisión, nitidez y realismo es el correlato del horror al hoax, a la mentira verosímil, al simulacro. Y el horror de ser víctimas de un simulacro o de una puesta nos revela también como excitados por la posibilidad de estar en uno, el deseo infantil de descubrirlo y denunciarlo, de ser más inteligente que el demonio que nos engaña.

Ahora, sencillamente, lo que me parece una estafa no es que alguien nos mienta o nos engañe, sino que solamente seamos capaces de discutir si la realidad es o no un engaño o una estafa. El verdadero hoax se sitúa en un nivel superior: ya no somos capaces de entender el significado de nada ni de buscar sentido en nada, porque estamos siempre como empujados a sospechar de la trama de la realidad misma. La verdadera estafa, el verdadero simulacro está en que todo este feo asunto que empezó hace diez años y que introdujo una violenta mutación en el orden mundial y en el esquema del poder, termine por girar alrededor de un solo asunto obsesivo: ¿está o no muerto Bin Laden? La estafa es que la comunidad internacional le pida pruebas a Washington y se comporte ya con arreglo a lo prefigurado por la lógica de la estafa.

Porque, entre otras cosas, la lógica de la evidencia y la autenticidad nos distrae de cualquier posibilidad de pensar el estatuto legal, jurídico, ideológico o simbólico de Bin Laden: enemigo abatido en acción, delincuente común ejecutado sin juicio, terrorista, miliciano antioccidental, fanático religioso. No. Bin Laden no significa nada de eso. Ha sido condenado a la materia más grosera: ser una muestra de ADN. Ése es el eidos americano de Bin Laden: el punto enloquecedor en el que el ser es, porque no significa nada, no metaforiza nada.

Encerrado en su ataud de ADN, Bin Laden no mueve a cuestiones del tipo qué es en el sentido de qué significa, o a qué refiere el nombre Bin Laden. Es el Mal, pongamos por caso, o es la operación conceptual del liderazgo de Al Qaeda, o es la novela trágica de una vía suicida o sacrificial megalómana que él decide recorrer a pesar de la comodidad de su fortuna saudí. O es el amigo de la familia Bush. El combatiente antisoviético en Afganistán. O es el supuesto cerebro del 11-S, que empieza con la evidencia (o el hoax, es lo mismo) de un video encontrado en Jalalabad (aquel video incomprensible en el que un Bin Laden que no se ve ni se reconoce confiesa, junto con unos amigotes, la responsabilidad por lo de las torres gemelas), que habilita la invasión a Afganistán y la movilización global del ejército más grande y agresivo del mundo, cambiando el orden mundial a golpes de guerras preventivas y bombazos antiterroristas. Bin Laden, en realidad, debía estar hecho a la altura épica de esa operación global. Bin Laden debía ser el ratón que justificara el parto de esa montaña —y esa construcción es ex post facto. La imaginación de la masa condensa tontamente en la figura enorme de un enemigo demoníaco el tamaño de la respuesta.

Es parecido al estatuto del trauma en la teoría freudiana. O como el resorte oculto de la versión de Spielberg de La guerra de los mundos. Tom Cruise debe curarse de su inmadurez crónica y acomodar la relación con sus hijos. Por suerte todo termina bien, pero el costo (alto, para mi gusto) es que la civilización humana haya sido arrasada por alienígenas langostiformes. Entendemos entonces que la invasión extraterrestre está ahí sólo para que podamos tener una noción del tamaño de los problemas de Cruise, para que entendamos la lección honda  y severa que hay que darle para que no sea tan palurdo, maleducado y narcisista. (Parece mentira, pero a Edipo la dieron esa misma lección sin salirse de la familia.)

El problema es que una vez que se fabricó esa desproporción llamada Bin Laden, ya no hay forma de que la cosa no termine mal. Así, todo eso que empezó en Bin Laden y nos viene arrasando como la plaga de la Guerra de los Mundos, termina estúpidamente en una operación militar secreta en suelo pakistaní, en la que veinte comandos acribillan a un viejo flaco y barbudo. Y quizás la verdadera víctima de esta operación, finalmente, sea Barack Obama, el encargado de defraudarnos y romper la magia.


3.

Decíamos que el asesinato de esa invención llamada Osama Bin Laden inevitablemente defrauda. Para evitar que esa decepción resulte demasiado nociva se recurre a una especie de velado, de oscurecimiento que es parte de la operación misma. O, tentado está uno de decir, es la operación misma. Crear la apariencia de un engaño y mover a la suspicacia paranoide ya instalada en la masa, para ocultar la nada que hay detrás.

Toda la performance es un minimal. Nadie vio la operación, nadie supo de ella: ni el gobierno pakistaní, ni la opinión pública americana, ni los líderes de las grandes potencias occidentales, ni el consejo de seguridad de la ONU. El cuerpo de Bin Laden es tan irreal o hiperreal como la nube de balas que lo arrasó, como los helicópteros que no volaron el cielo de Abbottabad, como ese extra pakistaní que no podía dormir por el ruido de los helicópteros y decidió postear todo en twitter.

Tan irreal o hiperreal o barroca como esa fotografía que muestra a la élite administrativa norteamericana (Obama, el vicepresidente, la secretaria de Estado, asesores y secretarios de secretarios) mirando una escena que queda fuera del cuadro. Imposible no pensar en la literatura que hace Foucault, en el comienzo de Las palabras y las cosas, analizando la escena barroca de Las Meninas. El gesto mínimo de Hillary Clinton de haberse llevado la mano a la boca para ahogar el sobresalto, la concentración seria y grave del Presidente. Toda la escena que se abre o huye dramáticamente hacia la otra escena, ciega, que ellos ven pero nadie más ve. ¿Un video? ¿Una trasmisión en directo de la operación desde una cámara ubicada en el casco de algún comando? ¿La cara del Mal al ser borrada por la descarga? Qué novelón infantil, Dios mío. Alguien fotografía a alguien mirando algo: el registro de un registro de un registro. Un juego barroco de planos y de show-offs: es la forma misma de la realidad que huye y se escapa, como la escena de la caja de Pulidor, con una etiqueta que muestra una ronda de personas alrededor de una caja de Pulidor que tiene una etiqueta que muestra una ronda alrededor de una caja de Pulidor que tiene una etiqueta, etc.  ¿Y qué decir de las fotos sueltas del interior de la casa-bunker, con una cama revuelta y ensangrentada, que dicen que es la cama de Bin Laden, pero podrían haber dicho que era la cama de Sir Lancelot o la del Oso Yogui, con la misma aspiración de razonabilidad?

En principio, es claro que hace ya mucho tiempo que no estamos en el orden del engaño o la mentira, sino, digamos, robándole a Jean Baudrillard (qué más remedio), en el orden del simulacro. Nada tiene que ver con un discurso de ocultamiento o manipulación de una realidad, sino con una imagen destinada a suplantar a la realidad, a ese borrón llamado realidad, porque es mucho más nítida y de definición mucho más alta que la realidad —aunque el precio que se paga por esa nitidez es la más redonda insignificancia. Es como las esculturas de Mueck. Si la realidad estaba hecha de signos, la del simulacro y la imagen está hecha de píxeles.

El dominio clásico se ejercía allí donde la élite dominante nos mentía y nos alienaba, allí donde deformaba la realidad o los hechos, y nos ocultaba la verdad infame del poder o la explotación. Ahora la hegemonía aplastante del simulacro se obtiene no al mentir o al deformar la realidad sino al borrar los límites entre la verdad y la mentira, entre la realidad y el juego, la ficción o el sueño. Es la forma evolutiva mutante de la cultura del capitalismo tardío. No es que no sepamos si algo es verdad o no (la muerte de Bin Laden, pongamos por caso), es que no conocemos el estatuto de realidad de nada.

Digamos otra vez, para esos buenos americanos que salieron a festejar con banderitas este falso 4 de Julio. Ha muerto Osama Bin Laden, el mal encarnado. El ángel más negro que se ha posado sobre la tierra moderna. Su cuerpo, ya vacío de aquel hálito infame que corrompía y oscurecía el aire, no pudo ser mostrado. Debió ser escondido, sepultado en el sitio más negro, asegurado con conjuros y magia —dicen que una tara, otro muerto, lo ancla al fondo de algún mar. Solamente una prueba de ADN nos guía a la identidad del cuerpo, ese cadáver que nadie ha visto, y que ahora yace bajo el agua, como Jason Voorhees, esperando el momento para saltar a la cara de los adolescentes americanos. Pues todos los americanos son adolescentes.

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