Assange, el secreto y las rutinas de la insurrección
1.
Ocurrió, una vez más, la inversión del efecto mariposa. Un tsunami en el Pacífico Sur provoca el vuelo de una mariposa en Toronto. El caso Wikileaks muestra otra de las infinitas piezas de la infinita nada de la cultura contemporánea. Todo tiembla, ruge, crece y termina por desvanecerse en la nada, por estallar en cien, mil, un millón de pequeñísimas nadas inofensivas que corren hacia cualquier parte. Y mientras dura el proceso tenemos asegurado un entretenimiento delicioso, sordo y envolvente. Esa es la forma en la que está hecho el mundo hoy. Siempre caemos en la misma trampa. Una complicada trama internacional de redes, medios, espías, diplomacia, secretos, extorsiones. La nube crece hasta alcanzar una dimensión y una densidad aterradoras. Hay hackers, hay cientos de miles de documentos secretos, hay operaciones de espionaje del departamento de Estado norteamericano a través de las embajadas, hay extorsiones y amenazas, se esperan (se anuncian, se profetizan) crisis de la diplomacia internacional y sabotajes informáticos a gran escala. Pero hay una falla aberrante en toda esta enorme formación: sólo aparece plegada o plegándose sobre sí misma: conforme se arma, ya ha comenzado a deshilacharse y a perderse en la misma nada de la que ha surgido.
Así y todo, parecería que por un instante glorioso y unánime se levanta algo con la forma de una amenaza total. Cierto desbalance de la estructura nos vuelve milenaristas ansiosos y entusiastas, pues parece apuntar al fin de algo, quizas a la clausura definitiva de una era (y quizás, también quizás, quién sabe, al germen de algo nuevo). Fin de la era del periodismo, fin de la era de la diplomacia, fin de la era de la opinión pública, de la era liberal burguesa, de la era de la política y la ideología. Nos pasamos la vida esperando la venida gloriosa de Julian Assange, un hacker heorico y valiente que le inyecte al mundo liberal indiferente de la información una sobredosis caliente y letal de sí mismo. Y en este momento exacto estamos esperando que colapsen las bolsas de la información internacional y que el imaginario espeso de las redes y los informativos se hunda en una rápida y devastadora reacción en cadena: ese mundo surgió de la nada, de nada era y a la nada debe volver.
Julian Assange es un prolijo Marcola digital del Primer Mundo,[1] es la promesa trascendente de un terrorismo global nacido del propio metabolismo del capitalismo mediático —y hasta de su costado más sucio, se diría: registros, filmes, cámaras ocultas, secretos, extorsiones, sobornos, infamias. Su figura, como la de Marcola, habla del deseo milenarista y lo construye. ¿Dónde buscar, si no, ese exceso de capitalismo que incendie al mundo capitalista con su fuego negro y finalmente lo purifique? ¿A través de quién otro exhortar al ventarrón final, trivial y corrupto, que se lleve este mundo trivial y corrupto a la misma mierda? Ese es el clamor urgente de las voces que simpatizan con la agramaticalidad inherente de la información y la comunicación contra la organización burguesa, clásica o iluminista de la idea. Una esperanza atolondrada depositada en la nueva aluvionalidad del mundo informacional contra la jerarquización de la verdad. Pero si entendemos el adjetivo “burgués” en un sentido literario culturalista (educación, ideología, política, derecho, periodistas, intelectuales, cuadros cultos y literarios) y no, clásicamente, como “propietarios de los medios de producción”, hay que resignarse definitivamente al hecho indeleble de que el capitalismo global contemporáneo ya no es en absoluto “burgués”, que ya se divorció hace rato de los viejos temas burgueses del sujeto, la ley, la verdad, la escritura y la novela. Y, quizás, estos viejos temas burgueses, sean, hoy, otra vez, revolucionarios. O quizas sean, por lo menos, la forma de una resistencia lúcida y justa.
2.
Toda la gigantesca performance de Assange parece destinada a dos nadas: una peor que la anterior. Primera nada. El Secreto ancla tontamente en las formas puntuales más irrisorias del secreto: lo singular irreductible: el bótox de Kadafi, la salud mental de Cristina Kirchner, el machismo de Putin. La fuerza gravitacional de este singular irreductible tiene un poder de arrastre incalculable, como un agujero negro por el que drena todo contenido, todo evento, todo acontecimiento. No hay secreto que no se homologue a esos niveles torpes y siempre fascinantes de existencia concreta: los planes de desestabilización de los gobiernos potencialmente adversos en América Latina o las conversaciones con bloques de poder antikirchneristas para montar la estrategia para un buen relevo en Argentina, aparecen perdidos en una clasificación alfabética que los mezcla irremediablemente con las festicholas de Berlusconi, el carácter complicado de la Merkel o algún chisme sobre Carla Bruni. Finalmente sólo queda flotando en el aire indiferente de la comunicación ese aluvión abstracto e incomprensible de 250 mil documentos, la angustiante amplitud de la cifra, la cantidad, lo real-abstracto del número. Doscientos cincuenta mil, muchos, infinito. La indeterminación. Y ésa es la segunda nada. Lo digo citando a Hegel: nada ha tenido lugar excepto el lugar. Esas dos recaídas, la hiperdeterminación de la cosa concreta sin negación, sin aura y sin concepto, y la indeterminación de la nebulosa de las 250 mil promesas de secretos y amenazas de revelaciones absorbiendo la espesa energía imaginaria de la masa doxástica, devoran alternativamente toda posibilidad de Secreto, de metáfora del secreto, del secreto como metáfora. Comprometen toda posibilidad de verdad y de lenguaje. Este asunto no es muy distinto a lo que plantean algunos relatos anticlericales como El código Da Vinci o Estigma: la fantasía de que el cristianismo o la Iglesia Católica se desmoronan porque se revela el secreto de que Jesús no era célibe o de que tenía mujer e hijos, o porque algún evangelio apócrifo que alguien exhumó menciona que un Jesús new-age ha desaconsejado fundar una iglesia, es de una ignorante ingenuidad infantil, incapaz de pensar la trama simbólica, social, institucional y política del vínculo religioso. El secreto revelado, la Palabra dogmática o la verdad natural revelada, es incapaz de lesionar una estructura simbólica (a menos que lo que haya ahí ya no sea estructura simbólica en absoluto): es lo contrario de un acontecimiento histórico.
Para plantear su noción de heterotopía, Foucault menciona una clasificación de animales de cierta supuesta enciclopedia china citada por Borges, que expone una paradoja inquietante: la imposibilidad misma de clasificación. Cito de memoria. Los animales se dividen en a. pertenecientes al Emperador, b. embalsamados, c. los que de lejos parecen moscas, d. los que acaban de romper el jarrón, e. amaestrados, f. fantásticos, g. etcétera, f. sirenas... La risa de Foucault al enfrentarse a esta clasificación (o con este simulacro de clasificación) es inocultablemente incómoda, inquieta: el exotismo de ese pensamiento remoto indica los límites del nuestro. La proximidad de lo Real está en que el truco de la secuencia alfabética solamente sirve para delatar y enfatizar la radical ausencia de organización y sentido. Nada hay detrás del gesto obsesivo de ordenar el mundo conocido según la secuencia a, b, c, d… Los objetos no se apoyan sobre nada, no hay un chasis que permita la clasificación: un mero amontonamiento o una mera yuxtaposición envueltos en el aire rígido del orden taxonómico. La hipersingularidad asfixiante de cualquier casillero (“los que acaban de romper el jarrón”, “los que de lejos parecen moscas”, el bótox de Kadafi, la autopsia a un extraterrestre, una conspiración golpista en Centroamérica) parece el contrapeso de la angustiosa e ilimitada indeterminación de la propia clasificación. No hay un principio organizador, no hay una verdad, no hay un punto de Arquímedes: por lo tanto hay orden, ceremonias y rituales de orden. O bien cosas singulares, concretas, clavadas sobre el fondo de un cuadro inmóvil, incapaz de toda plasticidad, agramaticales, o bien mera fluidez indeterminada del rumor, de la opinión o del chisme.
Esto lo terrible de la operación antiperiodística y posperiodística de Assange: materializa al Secreto y, alternativamente, destituye al Secreto (el secreto de Estado, por ejemplo). Lo hace caer en materia concreta o lo evapora dentro de la nube imaginaria. Pero el Secreto, algo-como-el-Secreto, al igual que el trauma, debe permanecer como lugar vacío para permitir la interpretación, el sentido —y, con un poco de suerte, el concepto y la crítica. El Secreto no debe ser ni real ni imaginario: es más bien del orden de lo metafórico. Su destitución o su desfondamiento como mero rumor o proyección imaginaria es tan catastrófico como el emplazamiento, en su lugar, del objeto parcial concreto. El problema no es que el asunto banal de las festicholas de Berlusconi distraiga de temas verdaderamente importantes. Es infinitamente peor. El problema es que nos hemos quedado sin criterios para decidir qué es importante y qué trivial, qué es pertinente y qué accesorio. No es verdad, como suele decirse, que episodios como éste demuestren que ya no hay privacidad. Prueban exactamente lo contrario: no hay sino privacidad. O lo que es lo mismo: ya no existe lo público. O incluso mejor: lo público ha caído en lo común. Lo público es el principio clasificatorio, la gramática, el criterio que me asiste en el momento de decidir separar lo importante y lo accesorio. Lo privado es la nube afásica e indiferente de Assange. La información, la comunicación, el rumor, el hacking, la masa. Vivimos en la heterotopía de lo privado: la comunicación y los intercambios.
3.
Es casi inevitable que finalmente Assange caiga por ser sospechoso de ser lo que denuncia: una PsyOp de la CIA, del Departamento de Estado, de la OTAN, de las grandes corporaciones, de los extraterrestres. No hay ninguna posibilidad de que la operación no termine por devorarse a sí misma en la forma de una paranoia. La teoría insurreccional de Assange solamente puede ser conspirativa y se apoya en una ontología de la conspiración. Una acción global de glasnost terrorista destinada a abrir los gobiernos, a desnudar a los Estados fuertes en sus infamias, a transparentar a las corporaciones. Este golpe destinado a destituir, en suma, a los poderes globales comete un error grave. Aplica una lógica del desocultamiento (como en el rey desnudo) y cree en el poder destituyente mágico de la revelación, allí donde o bien el poder es solamente dinero, artefactos, mecánica, fuerza ciega y asimbólica y violencia injustificada y sin necesidad de legitimación, o bien ya no hay poderes en absoluto en el sentido clásico de aparatos centralizados, vectoriales y que aplican una potencia de coerción sobre las personas, y ya todo es un gran juego frío y generalizado de conspiraciones y destituciones.
Assange ha dicho que no es un periodista —y cierta razón tiene para querer diferenciarse de esa despreciable raza. Pero lo que no quiere saber o decir del todo es que él es el periodista del futuro, que encarna el relevo del periodista en la evolución lamarckiana del capitalismo mediático. Assange es una mutación superior del periodista clásico, burgués o liberal (cada vez más tonto, perdido o decorativo), es un organismo perfectamente adaptado al mundo de los intercambios caóticos y generalizados de cosas, de personas y de signos. Assange, así, resulta ser algo mucho peor que un periodista (entendido, digamos, como un manipulador liberal de la opinión pública): es la consagración definitiva de la gran entropía del lumpen-capitalismo, sin ideología, sin genio maligno, sin engaños, sin poder centralizado que censure o filtre la información o que administre lo importante. Sólo un operador digital más, un hacker, un link entre lo infame y la nada. No es un crítico del capitalismo, es la evolución del hombre hacia el capitalismo futuro. Era claro desde un principio. Al igual que Marcola, Assange no es un instrumento apto para combatir al capitalismo.[2] Pero, curiosamente, su figura y su performance resultan ideales para tramitar un desborde afectivo. A través de él queremos no superar sino vengarnos del capitalismo, queremos humillarlo, obligarlo a recalentarse, queremos oponerle una resistencia de fricción. Una respuesta terrorista, dañina y pícara, a la estética glacial de la globalización. La teoría insurreccional de Assange es el fight club: rutinas de pasión en el imperio de los sentidos. Y eso también hace al gran juego global.
[1] Marcola es un lider de insurrecciones carcelarias en San Pablo, Brasil. Relacionado a la fortuna de la droga. Hombre culto, instruído, inteligente: el übermensch del lumpen-capitalismo. Con una leyenda inventada por el intelectual Arnaldo Jabor para colgarlo a la cuenta de la mala conciencia de los intelectuales progresistas brasileros, delicioso ajuste de cuentas de las clases marginales.
[2] John Hernández Rey, en el foro Discusiones y debates, en facebook, dice así: “Al llegar al punto donde queremos comprobar si WikiLeaks es aquella voz de todos, aquella conciencia crítica esperada, vemos que no lo es. Con el fenómeno de la WikiFuga caemos en lo que cae cualquier otro fenómeno del capitalismo tardío: de la crítica pasamos a la polémica, de la preocupación por las causas a la preocupación por las consecuencias, de la enfermedad a los síntomas. Pasamos a mirar únicamente y procurar eliminar los males que se dan y no lo que los causa, cayendo en la preocupación por el procedimiento y no por la razón y la crítica, la Ley cae en burocracia”.
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