Texto desgrabado del episodio "La risa", de Prohibido Pensar



1.

Es conocido el gag de la Commedia dell’arte. Una palabra se entrevera en la boca de un tartamudo. La palabra se tranca, no sale, y el tipo se desespera, muestra todos los síntomas de la asfixia de un atragantado: el color verdoso, la boca abierta, los ojos que saltan casi de las cuencas. Ahí interviene Arlequín y le da al tartamudo un golpe en el vientre o en las nalgas. La palabra se destranca y sale a luz.

Tenemos el tema del parto o del estreñimiento. Tenemos la exhibición grotesca de la mecánica del cuerpo y de los dramas corporales cotidianos como tartamudear, atorarse, parir o cagar. Por un lado hay cierto innegable infantilismo imaginario, siempre fascinado con el cuerpo averiado: el lisiado, el tullido, el rengo, el jorobado. Pero por otro lado, más complejamente, hay una subversión paródica del mapa oficial de lo sagrado y lo profano: el verbo y la palabra, atributos superiores, espirituales o de origen divino, son ubicados en lo corporal más bajo: un golpe en el vientre y la palabra salta.

Vamos a ponernos más solemnes. En El origen de la tragedia, Nietzsche levanta una especie de himno a un principio que llamó “dionisíaco”, en honor al dios ebrio, psicodélico y fiestero, y contrario al equilibrio formal de Apolo. Dice:

“Cantando y bailando el hombre es parte de una comunidad superior. El esclavo es libre y caen las barreras que la miseria, la arbitrariedad o la moda han levantado entre los hombres. El hombre ya no es meramente un artista: es la obra de arte (…) Hay personas estrechas e ignorantes que se sienten repelidas por estos fenómenos como si fueran una enfermedad contagiosa. No sospechan su propia palidez de cadáver cuando pasa frente a ellos la fiesta dionisíaca, el huracán ardiente de la vida. (…) ¡Hombres superiores: aprended a reír!”

No está mal la convocatoria de Zaratustra si pensamos que los hombres nuevos del siglo pasado, vinieran de donde vinieran, eran más bien serios y solemnes, y parecían más esperar para ser esculpidos o retratados, que para meterse en una festichola.

Este es un asunto con el que se ha insistido mucho en los últimos tiempos: la idea utópica de que la risa o el cuerpo liberan, como cuando pasa la caravana de la diversidad. La risa o el cuerpo son la explosión incontrolable de la vida golpeando la cara austera y glacial del poder, saboteando instintivamente el trabajo de la gimnasia y la disciplina militar, o el de la espiritualización civilizadora.

Y, específicamente, tenemos el tema de lo que el georgiano soviético Mijail Bajtin llamaba la cultura cómica popular y la risa carnavalizada. De pronto, entre tanto proyecto de Estado-nación, tanto poder, tanta solemnidad gimnástica o militar, tanta interpelación nacionalista o patriótica, esa ráfaga satírica arcaica, oral y grotesca, que hace temblar los cimientos de la tiranía y el autoritarismo y horada el suelo esquemático del dogma, que desarticula la moral pacata e hipócrita, se burla de la solemnidad de los grandes espacios y escupe su carcajada en la cara helada del burócrata.

El problema es que la risa cómica popular y la máquina grotesca no se detienen y esa característica va a resultar fatal. La risa y la performance del cuerpo son pobrísimas como máquinas críticas.

Pero ahora vamos a un corte.

2.

Empezamos con el segundo bloque. Decíamos que la máquina grotesca no se detiene y que ése es su gran problema.

La risa o el cuerpo cómico y todo su juego de exageraciones no están ahí simplemente para criticar o parodiar o ridiculizar al poder hasta eventualmente derrocarlo o abolirlo. La exageración o la risa cobran vida propia. No tardan en mostrar que no son en absoluto un medio para lograr nada. Pueden ser un método, un dispositivo o una herramienta, pero sólo transitoria y precariamente. En el fondo son simplemente un empuje. La exageración con fines paródicos o críticos siempre es apolínea. Se trata de una exageración medida, responsable, reclutada al servicio de una causa o de un objetivo trascendente. Pero es muy difícil detener u organizar el gran empuje dionisíaco de la desmesura, esa borrachera, la gran exageración basal de lo grotesco.

Un travesti de cabaret francés, por ejemplo, habla de la folie douce de pintarse y travestirse. Quizás esta dulce locura comienza con el propósito vagamente sexual de hacerse pasar por una mujer, de enganchar al varón con el disfraz y la mímica. Pero es incapaz de detenerse: se excede, se exagera, se exhibe como simulacro y termina por componer una mujer inverosímil, una mujer sobrenatural o fantástica.

Igual que ocurría con el Coyote, igual que ocurre con un adicto, la máquina de la risa popular no para, y ése es uno de sus principales inconvenientes. Pensemos nuevamente un segundo en el ejemplo del tartamudo y Arlequín. Podemos teorizar las inversiones paródicas del cuerpo, las formas de desarticular la ontología hegemónica, en fin. Pero en definitiva nos reímos de un tartamudo y de un cabezazo en la panza. Podemos apelar a la teoría de la risa cómica popular, a la hipérbole, a la dislocación del canon apolíneo moderno, a la subversión de las ideologías hegemónicas y las normas del cuerpo atlético como grado cero de la corporeidad, pero resulta que nos seguimos riendo, simple e infantilmente, sin teoría ni coartadas, de enanos que se caen de culo jugando al fútbol en la televisión. ¿Qué pasa entonces?

Pasa quizás la incontrolable fascinación imaginaria infantil por el cuerpo presimbólico, por ese cuerpo sin límites, hecho de sensaciones y nervios, que teníamos antes de tener lenguaje. Pasa el viejo ensueño antropológico de un trasfondo cósmico o shamánico en el centro mismo de nuestro propio cuerpo.

Y pasa, antes que nada, que la risa no quiere teorías ni metafísica: simplemente fusiona y empuja, como el goce mismo, como la vida. Y en ese empuje parece entrar en vigencia el principio democrático de que todos somos todo. De pronto no hay cánones corporales, no hay normas ni prescripciones. La danza de los cuerpos libres se desentiende de la estética y de la contraestética. Cuerpos gordos, cuerpos travestidos, cuerpos sucios, cuerpos animales, cuerpos enanos, cuerpos engullentes, cagones, fifones, hediondos. Y nada de esto tiene que ver con la sexualidad. La voluptuosidad, la excitación o la borrachera son básicas, rudimentarias y omnívoras. Son anteriores al deseo, al objeto, a la sexualidad e incluso al sexo.

Vamos al corte.

3.

Comenzamos con el bloque final.

El gran cuerpo grotesco popular, ese hormiguero imaginario de cuerpos fragmentarios, de voces, de ruidos y olores, como alternativa a una sociedad organizada en instituciones o Estado, con sus enfermedades inherentes de autoritarismo, burocracia y mediocridad neurótica, es el gran sueño nietzscheano antimetafísico de Bajtin, y de los llamados posestructuralistas franceses como Gilles Deleuze con sus máquinas deseantes, e incluso, en menor medida, Michel Foucault con su reivindicación del placer

“El placer no es necesariamente sexual, e incluso podría decirse que no tiene que ver en absoluto con la sexualidad”

Un placer sin sexualidad es en realidad un placer sin necesidad de verdad o interpretación, pues la sexualidad es una hipótesis de trabajo, y está ahí para organizar las energías sociales. La utopía de Foucault es la de una mecánica excitación-descarga, sin lugar para el deseo ni el discurso ni la crítica: sólo la evidencia redonda e incuestionable de lo que se siente, y la posibilidad de producirlo en ciertas condiciones.

Ahora bien. Tanto Bajtin como los posestructuralistas, en distintas geografías y épocas, son hijos intelectuales incómodos de un clima de aparatos institucionales fuertes y dogmáticos: el Estado, la Unión Soviética, los partidos como instancias de producción-distribución-consumo de teoría, la internacional socialista o psicoanalítica, la universidad, la crueldad de las modas intelectuales, la ceguera de los fans de Lacan, de Althusser, en fin. Su carcajada contra el poder era necesaria y casi obligatoria.

Pero ahora bien. Hay que decirlo. La risa, el humor o la sátira parecen buenos instrumentos contra dictadores y paranoicos, contra la solemnidad eclesiástica de las grandes instituciones, o contra la oscura haraganería de la burocracia. Pero son malos e ineptos contra el mercado, contra la liberalización de los intercambios y el imperativo de la comunicación, que es el clima del mundo global que nos toca vivir hoy. Y se diría que están en sintonía con ellos.

El capitalismo de hace cincuenta años todavía tenía que ver con la ideología, la moral, la religión y el derecho. En la lucha contra la pacatería o contra el conservadurismo, contra cierta moral o cierta hipocresía, se tramitaba también la lucha contra la injusticia, la explotación o la desproporcionada concentración de los bienes materiales y espirituales. Hoy el capitalismo tiene que ver con los medios, los intercambios y la libre circulación de dinero, trabajo, mercancía y signos. Hoy el capitalismo se entiende en la figura de una gran conciliación democrática conquistada no en la política sino en el mercado y el consumo.

El capitalismo mediático de mercado y consumo ha metabolizado a la fiesta y a la risa cómica popular, y los ha devuelto, ya superados, al mismo pueblo —o mejor, a la masa. Ha disuelto lo elitista y lo popular en la masa mediática, esa colmena o esa manada, ya grotesca en sí misma, chata y plana y llena de rituales.

La temida risa del pueblo es ahora la risa psicótica e indiferente de la masa. Ya despojada completamente de toda posibilidad de trascendencia y de finalidad, la máquina grotesca de la cultura de masas no hace sino aprovechar las averías latentes de la risa popular: la tendencia a excederse, a perder la medida, a distraerse en la nada, a hacer máquina consigo misma. Aquello que ya estaba ahí, peligrosamente, de pronto germina.

Es terrible, pero ya no se puede seguir usando el argumento de la liberación por la risa y por el humor. Es una de las armas que nos ha alienado el carnaval mediático.

Hasta la semana que viene.

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