¿Oponer democracia a política?

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Estas observaciones son fragmentos de un texto sobre el que estoy trabajando por estos días sobre el asunto de democracia mediática, política y otras cosas. Omití notas, apuntes y referencias academicoides, así como pasajes muy tributarios de una discusión a la interna de la filosofía, y por tanto, un poco aburridos.

Sobre estos asuntos voy a trabajar algunos seminarios este año. Aviso oportunamente cuando empiecen.
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Hay algo siempre obturado o tachado en las discusiones contemporáneas sobre democracia. La noción de democracia tiene la peligrosa tendencia a agotarse en la simple oposición a las formas despóticas del poder. No parece ser muy capaz de seguir viviendo después del enunciado elemental (casi gestual, se diría) en el que se la proclama y se la exalta como un contrapeso a los excesos del poder autoritario o dictatorial. A mediados del siglo 20 la interpelación democrática aparece en contextos de revisión de eso que ha sido la amarga obsesión política del siglo 20: el totalitarismo de los regímenes fascista o estalinista. Una revisión siempre destinada —razonablemente— a robustecer las defensas de la sociedad civil, a crear cierta inmunidad contra el monstruo totalitario. El tema tomó un gran vigor en los 80’ del siglo pasado con la caída del régimen soviético, y también, por la misma época, en el Cono Sur, con el fin de las dictaduras militares. La democracia era un advenimiento celebrado, algo recobrado que convenía cuidar, algo frágil que se había perdido una vez y que podía volver a perderse, por el descuido de revolucionarios, utopistas y libertarios, y de burócratas, codiciosos o centristas de cualquier ala. La idea de democracia ha circulado entonces básicamente como un antídoto o un conjuro contra la tentación totalitaria inherente del Estado. No es poco, quizá. Pero no es suficiente. Y se podría decir más: no se trata en absoluto de un problema de simple insuficiencia. El problema es que esta forma de dibujarse como contrapeso del poder despótico-totalitario, que es la gran fuerza de la idea de democracia, es también, paradójicamente, su gran debilidad.

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La democracia es, hasta cierto punto, no una lucha contra el poder despótico o los artefactos del Estado policiaco sino un miedo tenso y sostenido a los fantasmas o los espectros de ese poder. La vida liberal que promete la idea contemporánea de democracia tiende por tanto a coagular en una extraña forma mutante: un gran cuerpo u organismo lleno de rutinas, reglas, rituales obsesivos, gimnasia y disciplina microscópica para evitar la manifestación, en cualquiera de sus formas, del espectro aterrorizante del Poder-Amo. Democracia es, se diría, un instrumento menos para combatir, debilitar o desconcentrar ese poder que para evitar su advenimiento, algo menos relativo a la estrategia y a la lucha que a los rituales y a la profilaxis. Y esta es la famosa political correctness de las democracias contemporáneas: una sociedad que renuncia al lenguaje y a la Ley política se llena de reglas de comportamiento: formas convencionales de la democracia y la participación, rituales de tolerancia, protocolos y ceremonias de compromiso, en fin. Una comunidad que no entiende la política necesita reconocerse en ciertos signos formales o convencionales de la política: la corrección, algo discreto para evaluar y medir en la escena visible del comportamiento y la conducta, ya que es radicalmente incapaz de razonar en el campo conceptual del pensamiento o la conciencia. Así, la democracia contemporánea termina por ser una sociedad obsesiva, sin Yo, sin sentido y sin conciencia, sostenida sólo por la extenuante proliferación de los rituales, las rutinas, las ceremonias, los protocolos. Juegos obsesivos de compulsión y repetición que no tienen nada que ver con el sentido.

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Ya como intercambio y comunicación, como identidad entre gobernantes y gobernados, como garantías que aseguren el flujo liberal de los intercambios, como juegos de representación, como lugar vacío del poder o como la no-plenitud de la representación, etc., el concepto de democracia parece funcionar, en cierto modo, en tanto inhibe, rechaza o desmiente sistemáticamente su propia posibilidad de producir metalenguaje, conceptos sobre sí misma. La herida democrática consiste precisamente en no confiar en el metalenguaje, pues éste, casi con seguridad, contiene en sí mismo el germen del despotismo bajo la forma de la sobrecodificación, y de ahí que los pensamientos débiles o subalternos, la indeterminación, la deconstrucción de los fundamentos y la abolición de toda trascendencia y de toda metafísica, hayan sido los grandes protagonistas de la escena intelectual de las últimas décadas posmodernas. Y que hayan sido, además, los grandes temas filosóficos de la democracia contemporánea.

Ahora bien. La posibilidad de simbolizar o de trazar algo como un metalenguaje sobre lo histórico-social, este corte con lo histórico-social que permite pensar lo histórico-social, es, para mí, la definición misma de política. La política dibuja rasgos necesariamente fuertes sobre la “debilidad” de la dinámica o del fluido histórico-social. La política es algo así como el Yo de lo social, el lenguaje que permite decir lo social.

La idea de democracia, basada únicamente en el terror al despotismo, termina por ser una desmentida o una obturación de la propia política, en tanto es ciega con relación al punto de superación y trascendencia (el punto crítico de razón hegeliano, algo como la autoproblematización del enunciado democrático en Lefort, tomándola en un sentido fuerte). Siempre trae, además, el mismo peligro: un encierro en el juego horizontal perverso entre el poder despótico y los intercambios libres, una especie de pulseada interminable entre el Estado despótico totalitario y la libertad absoluta que tiende a dejar fuera a la política —y que no pocas veces, se diría, tiene como objetivo el de dejar a la política fuera del juego social. Este aspecto está irreductiblemente presente, en potencia o en acto, en este concepto de democracia que he estado comentando, cuya marca de nacimiento, precisamente, es la de la reacción refleja al poder territorial despótico. Se trata de una mecánica imaginaria de acción-reacción: a mayores montos de miedo al poder mayor la huída a la democracia sin política, una especie de reducto psicótico de la libertad. Libertad radical y Estado despótico no son nociones antagónicas. Muy por el contrario, son nociones profundamente solidarias: están construidas precisamente por la misma lógica que las conecta y las pone a funcionar juntas.

De todas maneras, esta idea antitotalitaria simplona parece ser el núcleo de la noción de democracia hoy. Y esta idea no es, como decía más arriba, meramente insuficiente (bastaría completarla con otros aspectos del campo político, administrativo, etc., para hacer de ella algo útil y provechoso): es muy peligrosa en esa lógica ingenua inherente que hace que el horror al poder absoluto se apoye ontológicamente en la preexistencia sustancial del poder absoluto, y hasta en la provocación, la producción y la gestión de ese poder, ya que se termina por lograr el funcionamiento de la comunidad democrática radical gracias a una especie de diseminación del propio poder absoluto por todo el cuerpo de la comunidad.

Por otra parte, los tiempos han cambiado mucho desde la segunda posguerra del siglo pasado, e incluso desde la caída del socialismo real, y hoy estas nociones de democracia radical tienden a ser perfectamente funcionales con la lógica y la mecánica del capitalismo de mercado. El juego poder/libertad (absolutos) dibuja la dinámica imaginaria de la democracia liberal contemporánea en el momento exacto en que el ideal de libertad comienza a ser encarnado por el mercado. Por lo que el ciclo cierra con la observación de Jameson de que el mercado es el bellum omnium contra omnes que aterrorizaba a Hobbes, pero vivido ahora como goce o como placer.

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