Texto del episodio "Michael Jackson", de Prohibido Pensar
1.
Michael Jackson era un mutante gótico y solitario. Hacía más de treinta años que una implacable descarga obsesiva de medidas quirúrgicas, farmacológicas, médicas, gimnásticas o dietéticas lo arrasaba sistemáticamente.
La primera pregunta es obvia: ¿Qué carajo quería Michael Jackson? ¿Quería ser blanco, como tantas veces se ha dicho? ¿quería ser mujer? ¿ser Peter Pan? ¿quería ser un niño? No creo. Demasiado simple. O demasiado complicado, vaya un mortal como uno a saber. Su itinerario mutante tenía algo de la técnica escultórica via levare: el genio del arte quería desnudar en él algo precioso que dormía en la brutalidad material de su propio cuerpo, y parecía por lo tanto arrastrarlo, con cierta dulzura, en la locura de un perfeccionamiento incesante.
Perfeccionamiento, dije. Es decir: no me agrego nada, ningún adorno, ningún atavío, no llevo prótesis ni tatuajes ni piercings ni efectos de ningún tipo. Porque el perfeccionamiento es lo opuesto al tuning: ni siquiera busca corregir sino simplificar: consiste más bien en quitar, en pulir, en retirar todo lo que sobra y lo que cuelga, como años, barba, carne, hormonas, color, quilos. Las operaciones van así en busca de una forma elemental, simple, casi abstracta, como un garabato o como un trazo.
El sexo, la cara, el cuerpo, la voz de MJ parecían tratados con una técnica tipo bonsai, una magia congelante que se me antojaba una especie de variante ecológica de la taxidermia. Arte de evitar el crecimiento y la maduración gracias a una poda microscópica y a una administración de nutrientes en dosis homeopáticas. La ausencia de alimento lo mataría, pero la alimentación en dosis habituales lo haría crecer, madurar, ser adulto, y finalmente, quizá, envejecer y morir.
Una nada brillando en el aire, un ángel. No alguien blanco, sino algo más allá de la raza. No un niño, sino algo más allá de la edad. No una mujer, sino algo más allá del sexo. En suma, algo más allá de lo humano.
Cuando Jesús el Cristo tacha su cuerpo, su peripecia y su singularidad concreta, lo hace en una operación que es conceptual o significante, una operación de lenguaje: él dice venir en representación de un Reino que no es de este mundo. Él es menos tal o cual cosa concreta o finita (Jesús, carpintero, hijo de José, nacido en Nazaret, digamos), que el representante de algo trascendente.
Michael Jackson desplaza esa operación. Intenta lograr la trascendencia y superar las circunstancias concretas de su vida, su raza, su sexo, su época, deconstruyendo su cuerpo no en una operación de lenguaje sino en operaciones médico-quirúrgicas.
Su cirugía así no era estética, no buscaba el embellecimiento, ni el rejuvenecimiento. Era kantiana. Era una cirugía eidética (eidos: esencia): buscaba una vaga esencia, una idea hecha carne. Y este es un recurso conmovedor, en tanto es ingenuo.
Su empecinada y violenta desmentida de la materia a través de manipulaciones para simplificar la materia, desemboca inevitablemente en la paradójica consagración de la materia misma: su fragilísima hipermaterialidad, la morbilidad de su cuerpo y de sus rasgos, la precariedad de su salud.
El resultado de las operaciones terminaba por situarse en las antípodas de la desaparición del cuerpo. Michael Jackson triunfaba por ser un duende precario y fascinante: no aquella persona que me persuade, me convence o me seduce, sino aquel objeto que me fascina o me hipnotiza. Un objeto que no puedo dejar de mirar.
Vamos a un corte. Quirúrgico.
2.
Acá estamos de regreso. En este bloque vamos a hablar del fetichismo.
Hay un video en el que un viejo hit (I’ll be there) es un pretexto para juntar al espectro merodeador del pequeño MJ, negrito feo y simpático de no más de catorce años, con la vaga estética glacial, pálida y andrógina del MJ de los noventa. Cantando a dúo, en una burbuja de magia tecnológica, MJ y MJ, cada uno el padre del otro, se observan con ternura. Parecen estarse perdonando mutuamente.
MJ termina así por ser su propia historia. El milagro no era el último salto evolutivo, la última mutación, la forma nueva de la que renacía después de su última desaparición, el resultado de su último estado de crisálida. El milagro ya no era él sino el proceso mismo de irse haciendo a sí mismo, el arte obsesivo y disciplinado de moldearse como a un muñeco hiperrealista. El asunto no es simplemente Mírenme, sino Mírenme ayer, mírenme hoy: ¿cómo me veré dentro de veinte años? ¿tendré una raza, un sexo, una cara? ¿seré humano?
Porque la cultura Disney en la que le tocó vivir y morir a nuestro héroe y de la que él es una de sus obras maestras, uno de sus objetos mejor logrados, ha alcanzado el último nivel de fetichismo. Ya no adora más (o adora menos) al ídolo, al ángel, al milagro, al portento o al prodigio. Ahora adora al propio proceso de fabricación: está fascinada con el mecanismo de la máquina transparente, con los furcios de Jackie Chan que aparecen compilados al final de sus películas, con el mago enmascarado que nos cuenta cómo es el truco de la levitación o la teletransportación, con todos los paratextos que nos explican cómo fue hecho esto o aquello, cuánto costó, cuántas personas trabajaron durante cuánto tiempo.
El fetichismo de la mercancía del que hablaba Marx era el objeto-mercancía fascinante: la cosa final ocultando todo proceso, escondiendo todo esfuerzo social y cubriendo toda investidura simbólica con el manto opaco y helado de su mero valor de cambio. La mercancía ideal se puede cambiar por todo porque no es metáfora de nada: la forma dinero. Escuchemos un segundo a Marx:
"El fetichismo, lejos de elevar al hombre por sobre los apetitos, es, por el contrario, la religión de los apetitos de los sentidos. El carácter universal del dinero es la omnipotencia de su ser. El dinero es la deidad visible: esto es, el fetiche"
Luego, la cosa milagrosa da paso a algo más adictivo todavía: el mecanismo, el gasto, el ruido del dinero fabricando más dinero: el fetichismo del propio capital. Ya no hay nada que ocultar.
Veámoslo con un ojo freudiano o lacaniano. El deseo incluye algo como una conciencia de deseo, y algo como un deseo de desear. Es decir: el deseo es deseo de permanecer abierto, siempre funcionando. Y para eso necesita un objeto trascendente, necesita inventar un objeto más allá de su alcance, necesita creer en él. Y no importa si ese objeto existe o no: existe el esfuerzo por alcanzarlo, la tristeza por la renuncia, la esperanza de que quizás algún día.
El fetichismo es lo contrario: es una especie de catástrofe del deseo: no puedo o no quiero construir un objeto trascendente, una metáfora o una representación, y caigo así en el campo gravitacional de un objeto material concreto, de un objeto parcial, de una cosa sin metáfora: la ropa interior, el olor, la droga, la mercancía. Ya no hay deseo ni hay lenguaje: hay una fusión con el objeto, algo como la muerte.
Bien. De ese tipo de objetos está hecha la cultura Disney. De este tipo de objetos vivió rodeado Michael Jackson, hasta que terminó por ser él mismo uno de estos objetos.
Vamos al corte: me dio chucho.
3.
Empezamos con el bloque final. Antes de terminar, tal vez no sea del todo innecesario aclarar que no se pretende acá analizar a Michael Jackson, no me interesa en absoluto la eventual locura de la persona Michael Jackson. Me interesa la psicosis de esta época que lo permite, lo estimula, lo crea. La idea es más bien hacer algunas observaciones sobre todo este complejo de fenómenos de la cultura Disney que pueden reunirse bajo la denotación del nombre propio MJ.
Decíamos hoy que Michael Jackson no solamente nunca se mostró demasiado preocupado por ocultar el proceso que lo empujaba a su nuevo estado, a una nueva crisis mutante, sino que más bien tendía a mostrar ese proceso. Así, MJ terminaba por ser su propia historia. Pero, inmediatamente nos damos cuenta de que la palabra historia es bastante excesiva, para el caso. Pues este itinerario de desapariciones y encierros de crisálida que preparaban el salto de la mariposa nueva, un nuevo disco, un nuevo éxito, un nuevo aspecto, un nuevo estadio biológico, no parece una historia. No parece una historia en el sentido de un proyecto, de un recorrido orientado hacia algo, de un plan narrativo con un origen, una peripecia, una utopía. Se trataba más bien de procesos mecánicos, de rutinas, de automatismos, de ciclos biológicos o técnicos. Una nada rutinaria e incesante como la longevidad o la inmortalidad del zombi o del vampiro. Nada parece haber en el fatigoso itinerario de la inmortalidad. Solamente vivir, durar. Perder, en el mejor de los casos, la cuenta de los años y de los siglos. Quizás nunca se esperó nada de este itinerario, nada trascendente. No había ninguna experiencia mística, ningún deseo, nada en qué creer. Y esa falta de historia es nuestra propia falta de historia.
Pero también entendemos que MJ ha estado en este mundo para despistarnos. Nos fascinó con una especie de explosión individual de locura infantil, barroca e hiperrealista, para distraernos del hecho terrible de que toda esta cultura es ya completamente infantil, psicótica e hiperrealista.
Michael Jackson es entonces una entidad sacrificial. Él se inmola para que nosotros no sepamos que somos él. MJ funciona exactamente igual a Disneyland, a su propio Neverland, a McDonalds o a cualquier Ciudad de los Niños: todo ese mundo infantil congelado y concentrado en miniaturas, paradójicamente esconde el hecho de que esas son ya las formas habituales de circulación del deseo, o de eso que si alguna vez fue ya no es deseo. Parecen estar ahí para darle un aire ilusorio a un infantilismo que es ya la medida misma de la realidad. Es decir: su atmósfera totalmente falsa y artificial de juego no esconde una realidad terrible, sino algo peor: la ausencia de realidad, el hecho de que ya no hay sino juegos, solamente juegos, sin cortes, por todas partes.
Hasta la semana que viene.
Michael Jackson era un mutante gótico y solitario. Hacía más de treinta años que una implacable descarga obsesiva de medidas quirúrgicas, farmacológicas, médicas, gimnásticas o dietéticas lo arrasaba sistemáticamente.
La primera pregunta es obvia: ¿Qué carajo quería Michael Jackson? ¿Quería ser blanco, como tantas veces se ha dicho? ¿quería ser mujer? ¿ser Peter Pan? ¿quería ser un niño? No creo. Demasiado simple. O demasiado complicado, vaya un mortal como uno a saber. Su itinerario mutante tenía algo de la técnica escultórica via levare: el genio del arte quería desnudar en él algo precioso que dormía en la brutalidad material de su propio cuerpo, y parecía por lo tanto arrastrarlo, con cierta dulzura, en la locura de un perfeccionamiento incesante.
Perfeccionamiento, dije. Es decir: no me agrego nada, ningún adorno, ningún atavío, no llevo prótesis ni tatuajes ni piercings ni efectos de ningún tipo. Porque el perfeccionamiento es lo opuesto al tuning: ni siquiera busca corregir sino simplificar: consiste más bien en quitar, en pulir, en retirar todo lo que sobra y lo que cuelga, como años, barba, carne, hormonas, color, quilos. Las operaciones van así en busca de una forma elemental, simple, casi abstracta, como un garabato o como un trazo.
El sexo, la cara, el cuerpo, la voz de MJ parecían tratados con una técnica tipo bonsai, una magia congelante que se me antojaba una especie de variante ecológica de la taxidermia. Arte de evitar el crecimiento y la maduración gracias a una poda microscópica y a una administración de nutrientes en dosis homeopáticas. La ausencia de alimento lo mataría, pero la alimentación en dosis habituales lo haría crecer, madurar, ser adulto, y finalmente, quizá, envejecer y morir.
Una nada brillando en el aire, un ángel. No alguien blanco, sino algo más allá de la raza. No un niño, sino algo más allá de la edad. No una mujer, sino algo más allá del sexo. En suma, algo más allá de lo humano.
Cuando Jesús el Cristo tacha su cuerpo, su peripecia y su singularidad concreta, lo hace en una operación que es conceptual o significante, una operación de lenguaje: él dice venir en representación de un Reino que no es de este mundo. Él es menos tal o cual cosa concreta o finita (Jesús, carpintero, hijo de José, nacido en Nazaret, digamos), que el representante de algo trascendente.
Michael Jackson desplaza esa operación. Intenta lograr la trascendencia y superar las circunstancias concretas de su vida, su raza, su sexo, su época, deconstruyendo su cuerpo no en una operación de lenguaje sino en operaciones médico-quirúrgicas.
Su cirugía así no era estética, no buscaba el embellecimiento, ni el rejuvenecimiento. Era kantiana. Era una cirugía eidética (eidos: esencia): buscaba una vaga esencia, una idea hecha carne. Y este es un recurso conmovedor, en tanto es ingenuo.
Su empecinada y violenta desmentida de la materia a través de manipulaciones para simplificar la materia, desemboca inevitablemente en la paradójica consagración de la materia misma: su fragilísima hipermaterialidad, la morbilidad de su cuerpo y de sus rasgos, la precariedad de su salud.
El resultado de las operaciones terminaba por situarse en las antípodas de la desaparición del cuerpo. Michael Jackson triunfaba por ser un duende precario y fascinante: no aquella persona que me persuade, me convence o me seduce, sino aquel objeto que me fascina o me hipnotiza. Un objeto que no puedo dejar de mirar.
Vamos a un corte. Quirúrgico.
2.
Acá estamos de regreso. En este bloque vamos a hablar del fetichismo.
Hay un video en el que un viejo hit (I’ll be there) es un pretexto para juntar al espectro merodeador del pequeño MJ, negrito feo y simpático de no más de catorce años, con la vaga estética glacial, pálida y andrógina del MJ de los noventa. Cantando a dúo, en una burbuja de magia tecnológica, MJ y MJ, cada uno el padre del otro, se observan con ternura. Parecen estarse perdonando mutuamente.
MJ termina así por ser su propia historia. El milagro no era el último salto evolutivo, la última mutación, la forma nueva de la que renacía después de su última desaparición, el resultado de su último estado de crisálida. El milagro ya no era él sino el proceso mismo de irse haciendo a sí mismo, el arte obsesivo y disciplinado de moldearse como a un muñeco hiperrealista. El asunto no es simplemente Mírenme, sino Mírenme ayer, mírenme hoy: ¿cómo me veré dentro de veinte años? ¿tendré una raza, un sexo, una cara? ¿seré humano?
Porque la cultura Disney en la que le tocó vivir y morir a nuestro héroe y de la que él es una de sus obras maestras, uno de sus objetos mejor logrados, ha alcanzado el último nivel de fetichismo. Ya no adora más (o adora menos) al ídolo, al ángel, al milagro, al portento o al prodigio. Ahora adora al propio proceso de fabricación: está fascinada con el mecanismo de la máquina transparente, con los furcios de Jackie Chan que aparecen compilados al final de sus películas, con el mago enmascarado que nos cuenta cómo es el truco de la levitación o la teletransportación, con todos los paratextos que nos explican cómo fue hecho esto o aquello, cuánto costó, cuántas personas trabajaron durante cuánto tiempo.
El fetichismo de la mercancía del que hablaba Marx era el objeto-mercancía fascinante: la cosa final ocultando todo proceso, escondiendo todo esfuerzo social y cubriendo toda investidura simbólica con el manto opaco y helado de su mero valor de cambio. La mercancía ideal se puede cambiar por todo porque no es metáfora de nada: la forma dinero. Escuchemos un segundo a Marx:
"El fetichismo, lejos de elevar al hombre por sobre los apetitos, es, por el contrario, la religión de los apetitos de los sentidos. El carácter universal del dinero es la omnipotencia de su ser. El dinero es la deidad visible: esto es, el fetiche"
Luego, la cosa milagrosa da paso a algo más adictivo todavía: el mecanismo, el gasto, el ruido del dinero fabricando más dinero: el fetichismo del propio capital. Ya no hay nada que ocultar.
Veámoslo con un ojo freudiano o lacaniano. El deseo incluye algo como una conciencia de deseo, y algo como un deseo de desear. Es decir: el deseo es deseo de permanecer abierto, siempre funcionando. Y para eso necesita un objeto trascendente, necesita inventar un objeto más allá de su alcance, necesita creer en él. Y no importa si ese objeto existe o no: existe el esfuerzo por alcanzarlo, la tristeza por la renuncia, la esperanza de que quizás algún día.
El fetichismo es lo contrario: es una especie de catástrofe del deseo: no puedo o no quiero construir un objeto trascendente, una metáfora o una representación, y caigo así en el campo gravitacional de un objeto material concreto, de un objeto parcial, de una cosa sin metáfora: la ropa interior, el olor, la droga, la mercancía. Ya no hay deseo ni hay lenguaje: hay una fusión con el objeto, algo como la muerte.
Bien. De ese tipo de objetos está hecha la cultura Disney. De este tipo de objetos vivió rodeado Michael Jackson, hasta que terminó por ser él mismo uno de estos objetos.
Vamos al corte: me dio chucho.
3.
Empezamos con el bloque final. Antes de terminar, tal vez no sea del todo innecesario aclarar que no se pretende acá analizar a Michael Jackson, no me interesa en absoluto la eventual locura de la persona Michael Jackson. Me interesa la psicosis de esta época que lo permite, lo estimula, lo crea. La idea es más bien hacer algunas observaciones sobre todo este complejo de fenómenos de la cultura Disney que pueden reunirse bajo la denotación del nombre propio MJ.
Decíamos hoy que Michael Jackson no solamente nunca se mostró demasiado preocupado por ocultar el proceso que lo empujaba a su nuevo estado, a una nueva crisis mutante, sino que más bien tendía a mostrar ese proceso. Así, MJ terminaba por ser su propia historia. Pero, inmediatamente nos damos cuenta de que la palabra historia es bastante excesiva, para el caso. Pues este itinerario de desapariciones y encierros de crisálida que preparaban el salto de la mariposa nueva, un nuevo disco, un nuevo éxito, un nuevo aspecto, un nuevo estadio biológico, no parece una historia. No parece una historia en el sentido de un proyecto, de un recorrido orientado hacia algo, de un plan narrativo con un origen, una peripecia, una utopía. Se trataba más bien de procesos mecánicos, de rutinas, de automatismos, de ciclos biológicos o técnicos. Una nada rutinaria e incesante como la longevidad o la inmortalidad del zombi o del vampiro. Nada parece haber en el fatigoso itinerario de la inmortalidad. Solamente vivir, durar. Perder, en el mejor de los casos, la cuenta de los años y de los siglos. Quizás nunca se esperó nada de este itinerario, nada trascendente. No había ninguna experiencia mística, ningún deseo, nada en qué creer. Y esa falta de historia es nuestra propia falta de historia.
Pero también entendemos que MJ ha estado en este mundo para despistarnos. Nos fascinó con una especie de explosión individual de locura infantil, barroca e hiperrealista, para distraernos del hecho terrible de que toda esta cultura es ya completamente infantil, psicótica e hiperrealista.
Michael Jackson es entonces una entidad sacrificial. Él se inmola para que nosotros no sepamos que somos él. MJ funciona exactamente igual a Disneyland, a su propio Neverland, a McDonalds o a cualquier Ciudad de los Niños: todo ese mundo infantil congelado y concentrado en miniaturas, paradójicamente esconde el hecho de que esas son ya las formas habituales de circulación del deseo, o de eso que si alguna vez fue ya no es deseo. Parecen estar ahí para darle un aire ilusorio a un infantilismo que es ya la medida misma de la realidad. Es decir: su atmósfera totalmente falsa y artificial de juego no esconde una realidad terrible, sino algo peor: la ausencia de realidad, el hecho de que ya no hay sino juegos, solamente juegos, sin cortes, por todas partes.
Hasta la semana que viene.
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