Dos parábolas violentas





1. más de Edipo o de Zenón [1]
Sabemos que el Coyote no va a atrapar al Correcaminos. Pero también sabemos que él no lo sabe. Acaba de tomar un tónico muscular para las piernas, y su tronco flaco y enclenque está sostenido ahora por las potentes piernas de Schwarzenegger. Ha puesto su cuerpo, como siempre, a disposición de una adaptación tecnológica radical a las exigencias de la máquina de atrapar al pájaro. Una máquina que nosotros sabemos imposible, pero él no. Y es precisamente porque él no sabe de la imposibilidad que la máquina se convierte, en realidad, en una máquina de fracasar (nunca fue otra cosa, a decir verdad). Ahora, con la prótesis, logra una velocidad razonablemente buena. Ya está a punto de atrapar a su antagonista: estira los brazos en plena carrera, ya casi lo toma por el cuello. Pero el otro simplemente da vuelta su pequeña cabeza, saca su lengua burlona y en un golpe sobrenatural de aceleración instantánea desaparece del cuadro, poniendo las cosas en su lugar: el héroe y su objeto pertenecen a dimensiones distintas (o mejor: uno es sobrenatural o transdimensional, el otro no). Las piernas-prótesis del Coyote corren entonces tres, cuatro pasos más, inútiles. Pero él no parece acompañarlas ya. Él parece quedarse allí, comprendiendo con amargura que nunca se ha movido de esa dimensión, que el sadismo socarrón de su adversario le ha hecho su peor broma, la más humillante y destructiva. Y los pasos póstumos que han dado esas piernas que no son suyas van a resultar doblemente fatales. En ese trecho la planicie ha terminado y ha comenzado el precipicio. El coyote está corriendo en el vacío. Pero todavía no lo sabe y (por tanto) todavía no empieza a caer: es como si el mundo mismo hubiera olvidado voluntariamente su saber, como si se enlenteciera para solidarizarse con su ignorancia, concediéndole un par de segundos de piedad (o de crueldad extra) para que al fin entienda, se entere, se dé cuenta. Entonces ocurre otra disociación: su cuerpo —resulta hasta casi razonable pensarlo— comienza a caer, pero él no. Caen las piernas que arrastran enseguida al tronco, y por último el cuello comienza a estirarse, porque la cabeza, la cara y el gesto parecerían querer quedarse ahí un instante más. Como las piernas ACME, todo su cuerpo era una prótesis: infectado por las prótesis o poseído por el espíritu de las prótesis, todo su cuerpo se ha convertido siempre ya en una máquina (penosa, insuficiente) de atrapar al pájaro.
En ese preciso momento ocurre algo extraordinario. El coyote ha girado la cabeza hacia nosotros, los espectadores, los que estamos riendo en el cine o en la tele. Y nos mira fijamente, como cuando el actor mira a la cámara que lo enfoca y rompe el pacto de la ficción. Su cara es de decepción, de infinita tristeza. Ha entendido lo inevitable (va a morir). Pero también es de un amargo y sordo reproche lanzado a nosotros, sus verdaderos otros. “Ustedes sabían todo”, dice, “y no me dijeron nada”. “Ustedes ríen”, dice, “y yo muero”. Y por eso su cara demoró ese segundo extra en caer. Su cuerpo cae al abismo, pero su cara, su gesto, su alma, por un segundo, debía —primero— caer sobre nosotros, no menos pesadamente. “Ustedes siempre supieron que yo nunca iba a alcanzar al pájaro. Y mi fracaso es mi propia ignorancia. Siempre he sido una máquina compulsiva lineal de fracasar, pues cerraba ‘por fuera’ en una máquina transversal de hacer(los) reír, en una máquina de divertir(los).” Sin decir palabra, el Coyote ha atravesado la ficción. Ha entendido su vida y su realidad en tanto ficción. Ha entendido que el pájaro, la tecnología ACME y finalmente él mismo, no eran cosas (debo alcanzar al pájaro, debo para eso multiplicar mi velocidad y mi fuerza) sino signos (¿qué es eso que quiero alcanzar y que no parece ser sino mi propio deseo de darle alcance?, ¿por qué mi cuerpo y sus prolongaciones tecnológicas habrían de responder esa pregunta?, etcétera), buscaban un sentido que él se obstinaba en devolver a un funcionamiento de máquina, el funcionamiento mudo y continuo de la pulsión, de la vida, del apetito, del cuerpo y de las prótesis. Pues su fantasía sorda de atrapar al correcaminos no le pertenecía del todo (y, de hecho, no le pertenecía en absoluto): ya estaba inscripta objetivamente en su propia realidad, en la tecnología ACME y su amplia oferta de gadgets facilitadores, perfeccionistas, multiplicadores y prolongadores de las capacidades limitadas de su cuerpo para realizar la fantasía (así como el registro, el testimonio, la fotografía y los servicios del detective están ya ahí para mostrarle al celoso su mujer “tal cual es”, transparente y plena). No podemos cómodamente dividir, separar y distinguir la fantasía individual (patológica, delirante) “del paciente” por un lado, y la “realidad objetiva” por otro: es tonto partir de un punto en el que creemos saber dónde termina la fantasía individual y dónde empieza la realidad social. Una está siempre ya en la otra.
El coyote, ACME y el pájaro eran la misma máquina, o tres piezas de una sola máquina técnica ilimitada (plenamente expuesta en la propia vida del coyote): el correcaminos es el objeto real-imposible que obtura la simbolización y dispara la compulsión tecnológica, ACME es la objetivación misma de la fantasía tecnológica que hace del pájaro un objeto real imposible y del coyote un delirio posesivo, y el coyote es el operador del circuito que genera la plusvalía pulsional que mantiene y potencia la locura delirante de toda la máquina. Los tres están, desde siempre, ensamblados y funcionando. Y sólo el coyote, claro está, tenía la potencia para saber (para saber la imposibilidad), era la potencia de una heterogeneidad con respecto al ensamblaje lineal de la tecnología y la máquina, era el elemento del conjunto capaz de subvertir al conjunto y elevarlo a una dimensión nueva. Como el proletariado.
Y a pesar de esta revelación, de este milagro de último momento, el coyote cae y muere. Pero inmediatamente está de regreso, corriendo tras el correcaminos en algún desfiladero del desierto de Nuevo México, California o Mojave, o abriendo un paquete que el correo le acaba de enviar con algún otro artefacto ACME. Vuelta a empezar el ciclo tecnológico del fracaso. Entendemos que su muerte fue una pequeña muerte, pero también un reset: su cerebro fue lavado y su memoria borrada. No hay proceso ni despliegue ni historia ni significado: hay funcionamiento, eternidad, repetición y recaída. Pero mientras dura el milagro el Coyote ha dado con el lugar de la enunciación. Se ha postulado a sí mismo. Ha logrado escapar del circuito tecnológico de la vida, ha entendido su vida como ficción, ha atravesado océanos de lenguaje y de historia para dejarnos su reproche melancólico, para interpelarnos como sus semejantes.
Y nosotros, ¿merecemos la grandeza de este gesto del héroe?. Sí, retroactivamente. Porque es su gesto lo que nos hace grandes a nosotros: hasta hace un segundo éramos los que reíamos estúpidamente mirando la pantalla; ahora somos su Otro, por un segundo estamos a la altura de su espíritu. De todos modos, lo que importa es que en ese instante mínimo, él —esa pieza ciega de la máquina trágica— adquiere todo el espesor dramático de un sujeto, de una lucidez, de una inteligencia. Es el instante preciso en el que acepta la muerte: el accidente definitivo e inevitable cuya aceptación o simbolización destruye y descentra toda la realidad y la pone a decir algo nuevo, algo distinto de lo que ha venido diciendo desde siempre. Por un segundo no habrá más prótesis: ya no creerá que las superpiernas fracasaron porque debían completarse o perfeccionarse con un exoesqueleto aerodinámico para cabeza y tronco y con un traje de neopreno con alas, o porque hay que trazar un nuevo plan tecnológico y explorar a fondo líneas alternativas como el magnetismo, la fisión nuclear aplicada a zapatos deportivos, los motores de antimateria. Por un segundo habrá sujeto y conciencia, habrá el saber negativo, el saber de la imposibilidad, y se abrirá un universo nuevo de significación y sentido. Pero antes, casi al mismo tiempo, todo el lenguaje, toda la historia y todo el mundo anterior debieron ser destruidos.


2. ética radical: al César lo que es del César
Hay muchas variantes del episodio evangélico de la cena de Betania. Y no sólo entre los textos de los Evangelios. Una de las versiones dice así. María unge los pies de Jesús con un perfume puro de nardo, muy caro. Judas, el tesorero, se enoja. Tú nos has educado en la austeridad —dice—, tú nos has enseñado a abominar de la riqueza y del lujo. Como si no oyera los reproches de su discípulo, se diría que Jesús no quiere reaccionar. El otro insiste, con amargura. Trescientos denarios por lo menos vale ese ungüento; pudimos haberlo vendido y repartido el dinero entre los pobres. Jesús sigue allí, ensimismado, como si nada. El otro se siente autorizado a seguir: no son éstos tiempos de derroche, ¿qué tiempo lo es?, ¿por qué traicionas tu propia prédica? Entonces Jesús se pone de pie. Al principio no dice nada: simplemente lo mira a los ojos. Y su mirada es terrible. Finalmente le dice con dureza: no quiero hablar contigo ahora, quiero que te vayas en este momento: pero queda sabiendo que no has entendido ni una sola palabra de todo lo que he estado predicando. Hasta aquí la anécdota, que puede adornarse con el enojo explosivo de Jesús, gritándole a su discípulo y tirando lejos el aceite.
¿En qué fracasó la interpretación de Judas de la enseñanza de Jesús? ¿No era verdad acaso que Jesús predicaba la sencillez e iba contra la riqueza y el derroche? ¿Y por qué esa mala interpretación, por otra parte, provoca tanta decepción y tanto enojo? Quizás no sea del todo inútil recordar que presumiblemente Judas era zelote: integrante de un movimiento armado de conspiración y resistencia a la ocupación romana. Seguramente los trescientos dineros podrían haber sido destinados al montaje de alguna operación de la resistencia, para que huyeran compañeros clandestinos comprometidos, para apoyar la lucha contra la tiranía y la opresión imperial. En medio del estruendo sordo de la lucha y de la resistencia al poder, en medio de la nitidez insoportable de un asunto de vida o muerte, en medio de la urgencia por el sufrimiento de mis hermanos, de la épica, del heroísmo, de lo militar-patriótico, etcétera, Jesús, el mesías que he elegido, comete la incoherencia idealista de predicar sobre un reino que no es de este mundo, un reino ilusorio que incluso tal vez termina por servir a los intereses materiales de mi adversario. Y quizás precisamente por ese compromiso, por esa responsabilidad, habría que considerar que Judas es la esperanza intelectual de Jesús. Por encima de la interpretación común (incluida la de muchos de los propios discípulos), Judas sabe de la superchería conformista de la pobreza, sabe de lo penoso de ese folclore demagógico de la revancha ultramundana del desposeído contra el poderoso de este mundo, al desterrarlo de un reino de los cielos del cual el adversario no tiene no tiene ni noticia ni deseo. Judas entiende que esa interpretación es ideología, y que en ese sentido es, propiamente, opio conformista para el pueblo. Entonces,  razonablemente, critica ese relato e interviene. Y ahí vuelve a caer en la trampa. Recae. Contra la riqueza, el derroche y la ostentación, el antídoto no era la austeridad, ni el ahorro, ni el cálculo del tesorero (y ni siquiera, llegado el caso, una distribución buena de los bienes materiales). Peor aún: este antídoto no hace sino confirmar la ley de su antagonista: mantiene a su practicante cautivo del principio de la equivalencia y del valor, y lo liga, con doble fuerza ahora, a la lógica económica de la existencia. De lo que se trata es de no contar en dinero. El ungüento de nardo no tiene valor, o su valor de cambio es aquello que no debería importarnos: uno, dos, trescientos, mil dineros: lo mismo da. Solamente tiene significado. Jesús sabe que el episodio de la cena de Betania es un signo de que su muerte está próxima.[2] O valora la cortesía, el regalo, el don y el cuidado de María: aquello que se da sin esperar nada a cambio es lo sagrado, aquello que cae fuera del régimen del intercambio y la equivalencia. Y esta es la verdad negativa que Judas, con su reproche, muestra no haber entendido o aceptado: un desprecio narcisista profundo y radical, no del pobre contra el rico, sino de la ley del sujeto contra el funcionamiento económico de la vida. Aunque el sujeto encarne en el pobre y el funcionamiento económico en el rico. Judas no ha sido, todavía, capaz de atravesar el fantasma del gen económico de la vida. Y si no ocurre esta acción básica, esta segunda negación, la emancipación o la liberación de Judas tiene piernas cortas: se construirá un mundo sin haber destruido del todo al anterior, o, peor, se construirá una forma de vida basada en la misma célula elemental de la anterior, que terminará por reproducir o clonar al superorganismo que se pretendía destruir. En suma, citando a Badiou, se trata de entender que la política no puede plantearse nunca como un medio o un instrumento para conseguir ciertos fines o resultados, sino que debe considerarse como un fin en sí mismo.
Ahora bien. El argumento de Jesús es, de más está decirlo, extremadamente delicado y peligroso. Para quien “ha atravesado el fantasma” de la economía, la máxima dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios podría ser una buena respuesta narcisista a una máquina avasallante cuyo funcionamiento debe ser desterrado, encapsulado en un afuera, neutralizado y condenado —ese funcionamiento no puede ser parte del mundo nuevo que estamos construyendo con paciencia infinita (y cuya metáfora bien podría ser el reino de los cielos, ese reino que no es de este mundo). Pero para aquel cuya ontología y cuya lógica todavía se arman en torno a la ley económica, la máxima en cuestión no es sino una prédica decadente y reaccionaria de aceptación resignada del orden natural de la riqueza y la pobreza (o del orden pagano del Estado Romano). La misma ambigüedad ocurre con la expulsión de los mercaderes del templo. Por un lado, se trata de la creación de un lugar que corte el flujo automático de la puesta en valor, un lugar en el cual las cosas no se vendan ni se compren ni se intercambien, un lugar (por lo menos uno) dentro del cual no haya, rigurosamente, cosas, sino significantes: ese lugar es el lenguaje, lo público, la ekklesía. Pero, por otro, no ignoramos que al templo concurre mucha gente y parece razonable entonces que los comerciantes armen allí sus puestos; entre especuladores e inescrupulosos seguramente hay quienes sencillamente necesitan llevar el pan a sus hijos al final de la jornada. Y Jesús no echa solamente a los primeros: los echa a todos. Su intervención lesiona, para muchos pobres y necesitados, su herramienta de subsistencia, el principio básico de aprovechamiento del espacio, o del territorio, mejor, como condiciones de sobrevivencia. Entonces se trata de una intervención antipática e impopular, además de autoritaria en tanto se realiza virtuosamente en nombre de un poder patriarcal sobrenatural y amenazante (no hagáis mercado de la casa de mi padre).[3] En cualquiera de los dos casos, Jesús nos pone en medio de una especie de sutileza criptorrevolucionaria que parece demasiado densa y oscura para ser entendida inmediatamente, incapaz por lo tanto de ser incorporada por una racionalidad táctica o estratégica (militar, competitiva), y que termina por mostrarse entonces, sobre todo en tiempos difíciles y urgentes de sobrevivencia, o de resistencia y lucha contra el poder, como sencillamente conservadora, cuando no reaccionaria o autoritaria. Y ese es, precisamente, el dilema.
¿Será que el sacrificio de Judas (arriesgar la vida por la causa de la liberación de la tierra ocupada), aunque admirable, no era lo suficientemente radical? ¿Será necesario sacrificarlo todo, toda solidez, todo punto de apoyo, incluido (sobre todo) el propio sacrificio? ¿Habrá que sacrificar, por lo menos por un momento, toda solidaridad: habrá que cancelar toda empatía por el que sufre, olvidarse de toda piedad? ¿Será necesario ir contra el deseo de hacer algo, ir contra el impulso de intervenir positivamente en la realidad terrible? Visto hegelianamente, no cabe duda, es Judas el alma bella. Su actividad presupone una pasividad paradójica: el mundo es algo que él ve o siente, y en o sobre la objetividad evidente de ese algo, él interviene (evalúa esa objetividad como mala, injusta o terrible, lucha por modificarla o derrocarla o sustituirla por otra, etcétera). Judas no ha podido ver el mundo o la realidad como su propia obra: no entiende que, por así decirlo, lo que “hay ahí afuera” no es sino su propia fantasía, así como su fantasía está hecha de lo que “hay afuera”. Por el contrario, la aparente pasividad de Jesús (al César lo que es del César) esconde una acción radical que no es visible objetivamente: el corazón mismo del sistema simbólico ha sido problematizado, cuestionado y (en suma) destruido. Pero el asunto no es saber si la intervención positiva (ir contra el poder, combatir la riqueza y la inequidad, comprometerme con desposeídos y desprivilegiados, etcétera) ocurriría de todos modos aunque Judas hubiera atravesado o superado la fantasía. Es entender que el acto emancipatorio del sujeto no puede ocurrir solamente como una simple liberación del poder opresivo o como la conquista de ciertas condiciones materiales de vida, sino como una negación doble de la lógica neutra que los produce a ambos (poder y víctima, riqueza y desposesión) como pares antagónicos. O también, que no es cuestión de sacrificar el sacrificio o de renunciar a la piedad o a la solidaridad, en los hechos, con el consecuente peligro de repetir una doctrina cínica o cruel, sino más bien de haber entendido (al “interior” del sistema simbólico) que es necesario hacerlo. En otras palabras, que cualquier acción que tenga el objetivo de “cambiar el actual estado de cosas” debe saberse dañada por un acto simbólico mucho más radical, capaz de suspender y destruir todo el lenguaje.
En este libro he expuesto largamente un ejemplo similar. La tradición marxista, muchas veces con la coartada de mantener su posición materialista ante lo que considera la amenaza idealista inherente de la dialéctica hegeliana, plantea la especificidad del hombre casi exclusivamente en términos de trabajo y producción (el hombre, a diferencia del animal, fabrica sus medios de subsistencia y así va transformando o humanizando a la naturaleza, etcétera). En Hegel el hombre o el sujeto es un lugar negativo o formal, una negación de lo dado o una problematización de lo evidente, y por eso el ser o la naturaleza no es lo inmediato existente, simple e indiviso, a ser transformado o humanizado por el trabajo o la producción, sino que es siempre ya prácticas humanas, mediación, sujeto, saber y lenguaje. El concepto moderno de “naturaleza” aunque dice o cree denotar algo objetivo, puesto ahí, en el mundo, ya trae consigo a las propias prácticas de aprovechamiento técnico de la naturaleza en tanto recursos naturales, y la síntesis y conceptualización de esas prácticas, creando objetos, objetalidad y objetividad. El hombre es siempre ya una intervención en su objeto de conocimiento,[4] así como una “intervención” en las herramientas de captación, descripción y medición. Por eso la dialéctica negativa de Hegel parece ir más lejos en ese sentido, parece contener la posibilidad de una crítica mucho más radical a las condiciones de existencia, que esta línea de la tradición marxista que se descansa en la positividad objetiva de la historia natural (lo universal abstracto), creyendo conservar así su núcleo materialista en riesgo. Para esta línea la economía siempre será un núcleo genético que organiza no solamente las formas de las sociedades históricas o políticas, sino todo el proceso evolutivo y adaptativo neutro y abstracto de la vida, la conquista humana de la naturaleza como dadora de recursos y materia prima, e incluso la eventual competencia [5] entre individuos congéneres en tiempos difíciles de escasez de recursos (alimentos, energía, hembras), etcétera. La economía es entonces un gen lógico neutro que permite, favorece y regula los procesos vitales y las máquinas metabólicas. El capitalismo no sería así más que una torsión perversa de esa lógica económica original, tranquila, neutra o buena, y la lucha en su contra no sería entonces más que una intervención destinada a restituir esa matriz perdida, a rescatar ese núcleo lógico corrompido por el beneficio, la ganancia, la avaricia y la acumulación (capitalistas). Pero el principio dialéctico de negatividad nos fuerza a radicalizar y hacer más compleja esta perspectiva, y a enfatizar el corazón filosófico hegeliano de Marx contra la tendencia cómoda a hacer funcionar a Marx en el registro de un economista o un naturalista inglés (todos los estribillos superficiales del diamat): hay que entender que la economía como el gen tecnológico de la naturaleza y de la vida es una construcción que solamente puede provenir del lenguaje capitalista, del horizonte ontológico y epistémico capitalista. De lo contrario, todo se comporta como si la lucha de clases fuera el motor de la historia política, sólo si la economía es el motor de la historia natural: es decir, como si la clase o el sujeto interesado en subvertir o revolucionar el modo de producción no pudiera atravesar la solidez positiva de “economía”, “producción” o “desarrollo de las fuerzas productivas”. Como si el límite “interno” de la crítica al capitalismo fuera la propia modernidad, quiero decir, el himno moderno del progreso, del trabajo y el desarrollo tecnológico, el canto futurista de la industria, la máquina y la velocidad: el propio ritmo neutro de la gran historia esencial de la especie.
Pero la riqueza del concepto “lucha de clases” reside más bien en la radicalidad negativa de la clase revolucionaria como sujeto interesado en encarnar una verdad política, contra otro sujeto que encarna cómoda, masiva y positivamente la neutralidad del funcionamiento de la máquina técnica de la economía (que es también la propia ley natural). El antagonismo zoon politikon/homo economicus. El sujeto revolucionario es zoon politikon: aquel que es capaz de atravesar la fantasía económica que organiza no solamente toda la realidad, sino también su propio deseo. No es aquel que sabe cómo son las cosas en realidad, tampoco es el que sabe lo que es justo y bueno para todos, ni es solamente el que tiene una buena actitud solidaria con las víctimas o los desposeídos, o indignada y rebelde con las situaciones injustas o monstruosas. No. El sujeto, el sujeto revolucionario (ese pleonasmo), reitero, es la orden de significar dada al ser.
Quizás debemos hacer otra pirueta dialéctica y, en una obvia transgresión de la cronología que debemos cometer en nombre de la fidelidad al tiempo teórico, leer a Hegel como discípulo de Marx. Situar a Hegel como la continuación del proyecto anticapitalista de Marx. Y no solamente eso, sino también volver luego a Marx para rescatar, après-coup, los antecedentes que prefiguran a Hegel. Pues aunque cierta tradición marxista parezca estar situada en ese lugar menos radical que el ocupado por la negatividad de la conciencia hegeliana ¿no es acaso el propio Marx quien, al razonar teóricamente la explotación en lugar de dejarse llevar por la simple solidaridad o empatía con el oprimido o el desposeído, sitúa la potencia revolucionaria del sujeto precisamente en su capacidad de razonar, pensar y negar? Sabemos que el poder o la opresión son positivos y la explotación es negativa. Sabemos que el poder o la opresión se experimentan, se viven o se sufren, mientras que la explotación se piensa, se razona y se teoriza, y por eso tiene potencia subjetivante.
Qué error entonces haber planteado la revolución en términos de economía política. Y qué error también haber planteado la emancipación, o la política, en términos de poder o de lucha contra el poder.




[1]  Debo este ejemplo, en buena medida, a mi amigo Amir Hamed. Él lo utilizaba en sus clases en la Universidad para explicar la anagnórisis. En ese sentido, pero radicalizándolo un poco, es que yo lo tomo. Él decía algo así como que “el Coyote es un experto en anagnórisis”, y la expresión debe tomarse muy en serio: es un experto, y ése es el problema: es un experto, y no un sabio.

[2] Jesús sabe ya el final de la historia (la traición, la muerte, la resurrección, la germinación de su prédica en el futuro, etcétera). O lo anticipa y lo prepara. En cualquier caso, como el sujeto hegeliano, lee la historia hacia atrás, como si el final ya hubiera ocurrido. Eso que para cualquiera es un simple episodio contingente en la plenitud de su ser presente, para él es lo necesario mismo del sentido.

[3]  Es una intervención decididamente antidemocrática, en el sentido que tenderíamos a darle a esa expresión en el mundo contemporáneo: corta el flujo de mercancías y cuerpos (libertad de mercado), y también el de dialectos y voces (subordinación de la fiesta o la feria imaginaria a una autoridad o a un principio de trascendencia).

[4]  Diría resueltamente que el hombre “inventa” su objeto de conocimiento, si ese “inventar” no tuviera la tendencia a deslizarse a una posición fundacional abstracta, o juguetona e irresponsable, como un puro acto creativo desenganchado de las prácticas colectivas que lo hacen necesario.

[5]  La competencia: ese principio celoso violento que aparece ingenuamente como un gran catalizador y acelerador de las fuerzas productivas y de su desarrollo, y que termina por revelarse quizás como la propia condición de posibilidad de “fuerzas productivas”, de “desarrollo”, etcétera.

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