Dos parábolas violentas
Sabemos que el Coyote no va a
atrapar al Correcaminos. Pero también sabemos que él no lo sabe. Acaba de tomar
un tónico muscular para las piernas, y su tronco flaco y enclenque está
sostenido ahora por las potentes piernas de Schwarzenegger. Ha puesto su cuerpo,
como siempre, a disposición de una adaptación tecnológica radical a las
exigencias de la máquina de atrapar al pájaro. Una máquina que nosotros sabemos
imposible, pero él no. Y es precisamente porque
él no sabe de la imposibilidad que la máquina se convierte, en realidad, en una
máquina de fracasar (nunca fue otra cosa, a decir verdad). Ahora, con la
prótesis, logra una velocidad razonablemente
buena. Ya está a punto de atrapar a su antagonista: estira los brazos en plena
carrera, ya casi lo toma por el cuello. Pero el otro simplemente da vuelta su
pequeña cabeza, saca su lengua burlona y en un golpe sobrenatural de
aceleración instantánea desaparece del cuadro, poniendo las cosas en su lugar: el
héroe y su objeto pertenecen a dimensiones distintas (o mejor: uno es sobrenatural
o transdimensional, el otro no). Las piernas-prótesis del Coyote corren entonces
tres, cuatro pasos más, inútiles. Pero él no parece acompañarlas ya. Él parece quedarse
allí, comprendiendo con amargura que nunca se ha movido de esa dimensión, que
el sadismo socarrón de su adversario le ha hecho su peor broma, la más
humillante y destructiva. Y los pasos póstumos que han dado esas piernas que no
son suyas van a resultar doblemente fatales. En ese trecho la planicie ha
terminado y ha comenzado el precipicio. El coyote está corriendo en el vacío.
Pero todavía no lo sabe y (por tanto) todavía no empieza a caer: es como si el
mundo mismo hubiera olvidado voluntariamente su saber, como si se enlenteciera
para solidarizarse con su ignorancia, concediéndole un par de segundos de
piedad (o de crueldad extra) para que al fin entienda, se entere, se dé cuenta. Entonces ocurre otra
disociación: su cuerpo —resulta hasta casi razonable
pensarlo— comienza a caer, pero él no. Caen las piernas que arrastran
enseguida al tronco, y por último el cuello comienza a estirarse, porque la
cabeza, la cara y el gesto parecerían querer quedarse ahí un instante más. Como
las piernas ACME, todo su
cuerpo era una prótesis: infectado por las prótesis o poseído por el espíritu
de las prótesis, todo su cuerpo se ha convertido siempre ya en una máquina (penosa, insuficiente) de atrapar al
pájaro.
En ese preciso momento ocurre
algo extraordinario. El coyote ha girado la cabeza hacia nosotros, los
espectadores, los que estamos riendo en el cine o en la tele. Y nos mira
fijamente, como cuando el actor mira a la cámara que lo enfoca y rompe el pacto
de la ficción. Su cara es de decepción, de infinita tristeza. Ha entendido lo
inevitable (va a morir). Pero también es de un amargo y sordo reproche lanzado
a nosotros, sus verdaderos otros. “Ustedes sabían todo”, dice, “y no me dijeron
nada”. “Ustedes ríen”, dice, “y yo muero”. Y por eso su cara demoró ese segundo
extra en caer. Su cuerpo cae al abismo, pero su cara, su gesto, su alma, por un
segundo, debía —primero— caer sobre nosotros, no menos pesadamente. “Ustedes siempre
supieron que yo nunca iba a alcanzar al pájaro. Y mi fracaso es mi propia
ignorancia. Siempre he sido una máquina compulsiva lineal de fracasar, pues
cerraba ‘por fuera’ en una máquina transversal de hacer(los) reír, en una máquina
de divertir(los).” Sin decir palabra, el Coyote ha atravesado la ficción. Ha
entendido su vida y su realidad en tanto ficción. Ha entendido que el pájaro,
la tecnología ACME y
finalmente él mismo, no eran cosas (debo alcanzar al pájaro, debo para eso
multiplicar mi velocidad y mi fuerza) sino signos (¿qué es eso que quiero
alcanzar y que no parece ser sino mi propio deseo de darle alcance?, ¿por qué
mi cuerpo y sus prolongaciones tecnológicas habrían de responder esa pregunta?,
etcétera), buscaban un sentido que él se obstinaba en devolver a un
funcionamiento de máquina, el funcionamiento mudo y continuo de la pulsión, de
la vida, del apetito, del cuerpo y de las prótesis. Pues su fantasía sorda de
atrapar al correcaminos no le pertenecía del todo (y, de hecho, no le
pertenecía en absoluto): ya estaba inscripta objetivamente en su propia realidad, en la tecnología ACME y su amplia oferta de gadgets facilitadores, perfeccionistas,
multiplicadores y prolongadores de las capacidades limitadas de su cuerpo para
realizar la fantasía (así como el registro, el testimonio, la fotografía y los
servicios del detective están ya ahí para mostrarle al celoso su mujer “tal
cual es”, transparente y plena). No podemos cómodamente dividir, separar y
distinguir la fantasía individual (patológica, delirante) “del paciente” por un
lado, y la “realidad objetiva” por otro: es tonto partir de un punto en el que
creemos saber dónde termina la fantasía individual y dónde empieza la realidad
social. Una está siempre ya en la otra.
El coyote, ACME y el pájaro eran la misma
máquina, o tres piezas de una sola máquina técnica ilimitada (plenamente expuesta
en la propia vida del coyote): el correcaminos es el objeto real-imposible que obtura
la simbolización y dispara la compulsión tecnológica, ACME es la objetivación misma de la fantasía
tecnológica que hace del pájaro un objeto real imposible y del coyote un
delirio posesivo, y el coyote es el operador del circuito que genera la
plusvalía pulsional que mantiene y potencia la locura delirante de toda la
máquina. Los tres están, desde siempre, ensamblados y funcionando. Y sólo el
coyote, claro está, tenía la potencia para saber (para saber la imposibilidad),
era la potencia de una heterogeneidad con respecto al ensamblaje lineal de la tecnología
y la máquina, era el elemento del conjunto capaz de subvertir al conjunto y elevarlo
a una dimensión nueva. Como el proletariado.
Y a pesar de esta revelación, de este
milagro de último momento, el coyote cae y muere. Pero inmediatamente está de
regreso, corriendo tras el correcaminos en algún desfiladero del desierto de
Nuevo México, California o Mojave, o abriendo un paquete que el correo le acaba
de enviar con algún otro artefacto ACME. Vuelta a empezar el ciclo tecnológico del fracaso.
Entendemos que su muerte fue una pequeña muerte, pero también un reset: su cerebro fue lavado y su
memoria borrada. No hay proceso ni despliegue ni historia ni significado: hay funcionamiento,
eternidad, repetición y recaída. Pero mientras dura el milagro el Coyote ha
dado con el lugar de la enunciación. Se ha postulado a sí mismo. Ha logrado escapar
del circuito tecnológico de la vida, ha entendido su vida como ficción, ha atravesado
océanos de lenguaje y de historia para dejarnos su reproche melancólico, para interpelarnos
como sus semejantes.
Y nosotros, ¿merecemos la
grandeza de este gesto del héroe?. Sí, retroactivamente. Porque es su gesto lo que nos hace grandes a nosotros: hasta hace un segundo éramos
los que reíamos estúpidamente mirando la pantalla; ahora somos su Otro, por un
segundo estamos a la altura de su espíritu. De todos modos, lo que importa es
que en ese instante mínimo, él —esa pieza ciega de la máquina trágica— adquiere
todo el espesor dramático de un sujeto, de una lucidez, de una inteligencia. Es
el instante preciso en el que acepta la muerte: el accidente definitivo e
inevitable cuya aceptación o simbolización destruye y descentra toda la
realidad y la pone a decir algo nuevo, algo distinto de lo que ha venido
diciendo desde siempre. Por un segundo no habrá más prótesis: ya no creerá que
las superpiernas fracasaron porque debían completarse o perfeccionarse con un
exoesqueleto aerodinámico para cabeza y tronco y con un traje de neopreno con
alas, o porque hay que trazar un nuevo plan tecnológico y explorar a fondo
líneas alternativas como el magnetismo, la fisión nuclear aplicada a zapatos deportivos,
los motores de antimateria. Por un segundo habrá sujeto y conciencia, habrá el
saber negativo, el saber de la imposibilidad, y se abrirá un universo nuevo de
significación y sentido. Pero antes, casi al mismo tiempo, todo el lenguaje, toda
la historia y todo el mundo anterior debieron ser destruidos.
Hay muchas variantes del episodio
evangélico de la cena de Betania. Y no sólo entre los textos de los Evangelios.
Una de las versiones dice así. María unge los pies de Jesús con un perfume puro
de nardo, muy caro. Judas, el tesorero, se enoja. Tú nos has educado en la austeridad —dice—, tú nos has enseñado a abominar de la riqueza y del lujo. Como si
no oyera los reproches de su discípulo, se diría que Jesús no quiere
reaccionar. El otro insiste, con amargura. Trescientos
denarios por lo menos vale ese ungüento; pudimos haberlo vendido y repartido el
dinero entre los pobres. Jesús sigue allí, ensimismado, como si nada. El
otro se siente autorizado a seguir: no
son éstos tiempos de derroche, ¿qué tiempo lo es?, ¿por qué traicionas tu
propia prédica? Entonces Jesús se pone de pie. Al principio no dice nada:
simplemente lo mira a los ojos. Y su mirada es terrible. Finalmente le dice con
dureza: no quiero hablar contigo ahora,
quiero que te vayas en este momento: pero queda sabiendo que no has entendido ni
una sola palabra de todo lo que he estado predicando. Hasta aquí la
anécdota, que puede adornarse con el enojo explosivo de Jesús, gritándole a su
discípulo y tirando lejos el aceite.
¿En qué fracasó la interpretación
de Judas de la enseñanza de Jesús? ¿No era verdad acaso que Jesús predicaba la
sencillez e iba contra la riqueza y el derroche? ¿Y por qué esa mala
interpretación, por otra parte, provoca tanta decepción y tanto enojo? Quizás
no sea del todo inútil recordar que presumiblemente Judas era zelote: integrante
de un movimiento armado de conspiración y resistencia a la ocupación romana.
Seguramente los trescientos dineros podrían haber sido destinados al montaje de
alguna operación de la resistencia, para que huyeran compañeros clandestinos
comprometidos, para apoyar la lucha contra la tiranía y la opresión imperial.
En medio del estruendo sordo de la lucha y de la resistencia al poder, en medio
de la nitidez insoportable de un asunto de vida o muerte, en medio de la
urgencia por el sufrimiento de mis hermanos, de la épica, del heroísmo, de lo
militar-patriótico, etcétera, Jesús, el mesías que he elegido, comete la
incoherencia idealista de predicar sobre un reino que no es de este mundo, un
reino ilusorio que incluso tal vez termina por servir a los intereses
materiales de mi adversario. Y quizás precisamente por ese compromiso, por esa
responsabilidad, habría que considerar que Judas es la esperanza intelectual de
Jesús. Por encima de la interpretación común (incluida la de muchos de los propios
discípulos), Judas sabe de la superchería conformista de la pobreza, sabe de lo
penoso de ese folclore demagógico de la revancha ultramundana del desposeído
contra el poderoso de este mundo, al desterrarlo de un reino de los cielos del
cual el adversario no tiene no tiene ni noticia ni deseo. Judas entiende que
esa interpretación es ideología, y que
en ese sentido es, propiamente, opio conformista para el pueblo. Entonces, razonablemente, critica ese relato e
interviene. Y ahí vuelve a caer en la trampa. Recae. Contra la riqueza, el derroche y la ostentación, el antídoto
no era la austeridad, ni el ahorro, ni el cálculo del tesorero (y ni siquiera,
llegado el caso, una distribución buena
de los bienes materiales). Peor aún: este antídoto no hace sino confirmar la
ley de su antagonista: mantiene a su practicante cautivo del principio de la
equivalencia y del valor, y lo liga, con doble fuerza ahora, a la lógica
económica de la existencia. De lo que se trata es de no contar en dinero. El ungüento de nardo no tiene valor, o su
valor de cambio es aquello que no debería importarnos: uno, dos, trescientos,
mil dineros: lo mismo da. Solamente tiene significado. Jesús sabe que el
episodio de la cena de Betania es un signo de que su muerte está próxima.[2]
O valora la cortesía, el regalo, el don y el cuidado de María: aquello que se
da sin esperar nada a cambio es lo sagrado, aquello que cae fuera del
régimen del intercambio y la equivalencia. Y esta es la verdad negativa que
Judas, con su reproche, muestra no haber entendido o aceptado: un desprecio
narcisista profundo y radical, no del pobre contra el rico, sino de la ley del
sujeto contra el funcionamiento económico de la vida. Aunque el sujeto encarne
en el pobre y el funcionamiento económico en el rico. Judas no ha sido,
todavía, capaz de atravesar el fantasma
del gen económico de la vida. Y si no ocurre esta acción básica, esta segunda
negación, la emancipación o la liberación de Judas tiene piernas cortas: se construirá
un mundo sin haber destruido del todo al anterior, o, peor, se construirá una
forma de vida basada en la misma célula elemental de la anterior, que terminará
por reproducir o clonar al superorganismo que se pretendía destruir. En suma,
citando a Badiou, se trata de entender que la política no puede plantearse
nunca como un medio o un instrumento para conseguir ciertos fines o resultados,
sino que debe considerarse como un fin en
sí mismo.
Ahora bien. El argumento de Jesús
es, de más está decirlo, extremadamente delicado y peligroso. Para quien “ha
atravesado el fantasma” de la economía, la máxima dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios podría
ser una buena respuesta narcisista a una máquina avasallante cuyo
funcionamiento debe ser desterrado, encapsulado en un afuera, neutralizado y
condenado —ese funcionamiento no puede ser parte del mundo nuevo que estamos
construyendo con paciencia infinita (y cuya metáfora bien podría ser el reino de los cielos, ese reino que no es de este mundo). Pero para aquel
cuya ontología y cuya lógica todavía se arman en torno a la ley económica, la máxima
en cuestión no es sino una prédica decadente y reaccionaria de aceptación
resignada del orden natural de la riqueza y la pobreza (o del orden pagano del
Estado Romano). La misma ambigüedad ocurre con la expulsión de los mercaderes
del templo. Por un lado, se trata de la creación de un lugar que corte el flujo
automático de la puesta en valor, un
lugar en el cual las cosas no se vendan ni se compren ni se intercambien, un
lugar (por lo menos uno) dentro del
cual no haya, rigurosamente, cosas, sino significantes: ese lugar es el
lenguaje, lo público, la ekklesía.
Pero, por otro, no ignoramos que al templo concurre mucha gente y parece
razonable entonces que los comerciantes armen allí sus puestos; entre
especuladores e inescrupulosos seguramente hay quienes sencillamente necesitan
llevar el pan a sus hijos al final de la jornada. Y Jesús no echa solamente a
los primeros: los echa a todos. Su intervención lesiona, para muchos pobres y
necesitados, su herramienta de subsistencia, el principio básico de aprovechamiento
del espacio, o del territorio, mejor, como condiciones de sobrevivencia.
Entonces se trata de una intervención antipática e impopular, además de autoritaria en tanto se realiza
virtuosamente en nombre de un poder patriarcal sobrenatural y amenazante (no hagáis mercado de la casa de mi padre).[3]
En cualquiera de los dos casos, Jesús nos pone en medio de una especie de
sutileza criptorrevolucionaria que parece demasiado densa y oscura para ser
entendida inmediatamente, incapaz por lo tanto de ser incorporada por una
racionalidad táctica o estratégica (militar, competitiva), y que termina por
mostrarse entonces, sobre todo en tiempos difíciles y urgentes de
sobrevivencia, o de resistencia y lucha contra el poder, como sencillamente
conservadora, cuando no reaccionaria o autoritaria. Y ese es, precisamente, el
dilema.
¿Será que el sacrificio de Judas
(arriesgar la vida por la causa de la liberación de la tierra ocupada), aunque
admirable, no era lo suficientemente radical? ¿Será necesario sacrificarlo
todo, toda solidez, todo punto de apoyo, incluido (sobre todo) el propio
sacrificio? ¿Habrá que sacrificar, por lo menos por un momento, toda
solidaridad: habrá que cancelar toda empatía por el que sufre, olvidarse de
toda piedad? ¿Será necesario ir contra el deseo de hacer algo, ir contra el
impulso de intervenir positivamente en la realidad terrible? Visto
hegelianamente, no cabe duda, es Judas el alma bella. Su actividad presupone
una pasividad paradójica: el mundo es
algo que él ve o siente, y en o sobre la objetividad evidente de ese algo, él interviene (evalúa esa
objetividad como mala, injusta o terrible, lucha por modificarla o derrocarla o
sustituirla por otra, etcétera). Judas no ha podido ver el mundo o la realidad
como su propia obra: no entiende que, por así decirlo, lo que “hay ahí afuera”
no es sino su propia fantasía, así como su fantasía está hecha de lo que “hay
afuera”. Por el contrario, la aparente pasividad de Jesús (al César lo que es del César) esconde una acción radical que no es visible objetivamente: el corazón
mismo del sistema simbólico ha sido problematizado, cuestionado y (en suma)
destruido. Pero el asunto no es saber si la intervención positiva (ir contra el
poder, combatir la riqueza y la inequidad, comprometerme con desposeídos y
desprivilegiados, etcétera) ocurriría de todos modos aunque Judas hubiera
atravesado o superado la fantasía. Es entender que el acto emancipatorio del
sujeto no puede ocurrir solamente como una simple liberación del poder opresivo
o como la conquista de ciertas condiciones materiales de vida, sino como una
negación doble de la lógica neutra que los produce a ambos (poder y víctima,
riqueza y desposesión) como pares antagónicos. O también, que no es cuestión de
sacrificar el sacrificio o de renunciar a la piedad o a la solidaridad, en los hechos, con el consecuente
peligro de repetir una doctrina cínica o cruel, sino más bien de haber
entendido (al “interior” del sistema simbólico) que es necesario hacerlo. En
otras palabras, que cualquier acción que tenga el objetivo de “cambiar el
actual estado de cosas” debe saberse dañada por un acto simbólico mucho más
radical, capaz de suspender y destruir todo el lenguaje.
En este libro he expuesto
largamente un ejemplo similar. La tradición marxista, muchas veces con la
coartada de mantener su posición materialista ante lo que considera la amenaza
idealista inherente de la dialéctica hegeliana, plantea la especificidad del
hombre casi exclusivamente en términos de trabajo y producción (el hombre, a
diferencia del animal, fabrica sus medios de subsistencia y así va
transformando o humanizando a la naturaleza, etcétera). En Hegel el hombre o el
sujeto es un lugar negativo o formal, una negación de lo dado o una
problematización de lo evidente, y por eso el ser o la naturaleza no es lo inmediato
existente, simple e indiviso, a ser transformado o humanizado por el trabajo o
la producción, sino que es siempre ya prácticas humanas, mediación, sujeto, saber
y lenguaje. El concepto moderno de “naturaleza” aunque dice o cree denotar algo
objetivo, puesto ahí, en el mundo, ya trae consigo a las propias prácticas de
aprovechamiento técnico de la naturaleza en tanto recursos naturales, y la
síntesis y conceptualización de esas prácticas, creando objetos, objetalidad y
objetividad. El hombre es siempre ya
una intervención en su objeto de conocimiento,[4]
así como una “intervención” en las herramientas de captación, descripción y
medición. Por eso la dialéctica negativa de Hegel parece ir más lejos en ese
sentido, parece contener la posibilidad de una crítica mucho más radical a las
condiciones de existencia, que esta línea de la tradición marxista que se
descansa en la positividad objetiva de la historia natural (lo universal
abstracto), creyendo conservar así su núcleo materialista en riesgo. Para esta línea
la economía siempre será un núcleo genético que organiza no solamente las
formas de las sociedades históricas o políticas, sino todo el proceso evolutivo
y adaptativo neutro y abstracto de la vida, la conquista humana de la
naturaleza como dadora de recursos y materia prima, e incluso la eventual competencia [5]
entre individuos congéneres en tiempos difíciles de escasez de recursos (alimentos,
energía, hembras), etcétera. La economía es entonces un gen lógico neutro que
permite, favorece y regula los procesos vitales y las máquinas metabólicas. El
capitalismo no sería así más que una torsión perversa de esa lógica económica
original, tranquila, neutra o buena, y la lucha en su contra no sería entonces
más que una intervención destinada a restituir esa matriz perdida, a rescatar
ese núcleo lógico corrompido por el beneficio, la ganancia, la avaricia y la
acumulación (capitalistas). Pero el principio dialéctico de negatividad nos
fuerza a radicalizar y hacer más compleja esta perspectiva, y a enfatizar el
corazón filosófico hegeliano de Marx contra la tendencia cómoda a hacer
funcionar a Marx en el registro de un economista o un naturalista inglés (todos
los estribillos superficiales del diamat):
hay que entender que la economía como el gen
tecnológico de la naturaleza y de la vida es una construcción que solamente
puede provenir del lenguaje capitalista, del horizonte ontológico y epistémico
capitalista. De lo contrario, todo se comporta como si la lucha de clases fuera
el motor de la historia política, sólo si la economía es el motor de la
historia natural: es decir, como si la clase o el sujeto interesado en
subvertir o revolucionar el modo de producción no pudiera atravesar la solidez
positiva de “economía”, “producción” o “desarrollo de las fuerzas productivas”.
Como si el límite “interno” de la crítica al capitalismo fuera la propia modernidad, quiero decir, el himno
moderno del progreso, del trabajo y el desarrollo tecnológico, el canto
futurista de la industria, la máquina y la velocidad: el propio ritmo neutro de
la gran historia esencial de la especie.
Pero la riqueza del concepto
“lucha de clases” reside más bien en la radicalidad negativa de la clase
revolucionaria como sujeto interesado en encarnar una verdad política, contra otro
sujeto que encarna cómoda, masiva y positivamente la neutralidad del
funcionamiento de la máquina técnica de la economía (que es también la propia ley natural). El antagonismo zoon politikon/homo economicus. El sujeto revolucionario es zoon politikon: aquel que es capaz de atravesar la fantasía
económica que organiza no solamente toda la realidad, sino también su propio
deseo. No es aquel que sabe cómo son las cosas en realidad, tampoco es el que sabe
lo que es justo y bueno para todos, ni es solamente el que tiene una buena
actitud solidaria con las víctimas o los desposeídos, o indignada y rebelde con
las situaciones injustas o monstruosas. No. El sujeto, el sujeto revolucionario (ese pleonasmo), reitero, es la orden de
significar dada al ser.
Quizás debemos hacer otra pirueta
dialéctica y, en una obvia transgresión de la cronología que debemos cometer en
nombre de la fidelidad al tiempo teórico,
leer a Hegel como discípulo de Marx. Situar a Hegel como la continuación del
proyecto anticapitalista de Marx. Y no solamente eso, sino también volver luego
a Marx para rescatar, après-coup, los
antecedentes que prefiguran a Hegel. Pues aunque cierta tradición marxista
parezca estar situada en ese lugar menos radical que el ocupado por la negatividad
de la conciencia hegeliana ¿no es acaso el propio Marx quien, al razonar teóricamente la explotación en lugar de dejarse llevar
por la simple solidaridad o empatía con el oprimido o el desposeído, sitúa la
potencia revolucionaria del sujeto precisamente en su capacidad de razonar,
pensar y negar? Sabemos que el poder o la opresión son positivos y la
explotación es negativa. Sabemos que el poder o la opresión se experimentan, se viven o se sufren,
mientras que la explotación se piensa, se razona y se teoriza, y por eso tiene potencia subjetivante.
Qué error entonces haber
planteado la revolución en términos de economía
política. Y qué error también haber planteado la emancipación, o la
política, en términos de poder o de
lucha contra el poder.
[1] Debo este ejemplo, en buena medida, a mi
amigo Amir Hamed. Él lo utilizaba en sus clases en la Universidad para explicar
la anagnórisis. En ese sentido, pero
radicalizándolo un poco, es que yo lo tomo. Él decía algo así como que “el
Coyote es un experto en anagnórisis”, y la expresión debe tomarse muy en serio:
es un experto, y ése es el problema:
es un experto, y no un sabio.
[2]
Jesús sabe ya el final de la historia
(la traición, la muerte, la resurrección, la germinación de su prédica en el
futuro, etcétera). O lo anticipa y lo prepara. En cualquier caso, como el
sujeto hegeliano, lee la historia hacia atrás, como si el final ya hubiera
ocurrido. Eso que para cualquiera es un simple episodio contingente en la
plenitud de su ser presente, para él
es lo necesario mismo del sentido.
[3] Es una intervención decididamente antidemocrática, en el sentido que
tenderíamos a darle a esa expresión en el mundo contemporáneo: corta el flujo
de mercancías y cuerpos (libertad de mercado), y también el de dialectos y
voces (subordinación de la fiesta o la feria imaginaria a una autoridad o a un
principio de trascendencia).
[4] Diría resueltamente que el hombre “inventa”
su objeto de conocimiento, si ese “inventar” no tuviera la tendencia a
deslizarse a una posición fundacional abstracta, o juguetona e irresponsable,
como un puro acto creativo desenganchado de las prácticas colectivas que lo
hacen necesario.
[5] La competencia:
ese principio celoso violento que aparece ingenuamente como un gran catalizador
y acelerador de las fuerzas productivas y de su desarrollo, y que termina por
revelarse quizás como la propia condición de posibilidad de “fuerzas
productivas”, de “desarrollo”, etcétera.