Otro manifiesto iconoclasta
El
campo arte-publicidad es un campo cerrado. La anteúltima campaña televisiva de
Coca-Cola (argentina, supongo) utiliza a un tipo gracioso, Paul, el sommelier,
un terraja de bigotes y rulitos, estética MTV, con algo entre Borat,
fiestero de Kusturica y Disco Stu, que se compone en una ironía frontal sobre
la elegancia y el comportamiento mundano, como un dandy advenedizo o un arbiter
elegantiarum notoriamente trucho, dando clases de protocolo, entrajado o
fraqueado de profesión, tratando al refresco como un vino finísimo, realizando
una delicada operación jamesbondiana en una fiesta refinada para que el
refresco se tome en copas, como corresponde, y no en jarras y vasos, etc.
En
uno de los últimos cortos lo vemos guiando a una minita por una exposición o
una instalación artística, que consiste en enormes botellas de colección
de Coca-Cola light diseñadas por artistas. La publicidad y el arte pop
vuelven a encontrarse en la escena del museo y el vernissage. Pero el
paquete es devuelto al campo profano de la publicidad, que siempre se ríe del
arte y de los museos. La cosa se arma en una especie de bucle que parece estar
siempre ocurriendo desde la extraña ecuación de las posvanguardias. Uno. El
arte se ríe del arte, el arte desacraliza al arte asociándose a la cultura de
masas. Dos. Pero, es claro, la cultura de masas es el demonio con el que el
arte pacta su propia alma. Y este demonio no se ríe del arte ni desacraliza
nada. Sencillamente se lo come —y hasta sin ganas, se diría, o por lo menos, no
con ganas—. La risa profanatoria y vengativa antiarte no deja de ser un gesto
de rebeldía que únicamente puede ser sostenido por el propio arte, pues en
última instancia la cultura de masas es siempre completamente indiferente al
arte (y a todo lo que suponga un mínimo de esfuerzo de trascendencia): es
narcisista, autista, ilimitada, voraz, omnívora y omnímoda. Tres. Por último,
da la sensación de que la publicidad y la cultura de masas quieren, ahora sí,
reírse del arte, sosteniendo por sí mismas la titularidad del gesto irónico.
Pero no pueden: y entonces recurren a ese arte ya autoparodiado en la cultura
de masas. El salón, el museo, la instalación, el ambiente refinado y paquete y
el aire siempre un poco ridículo y anacrónico que se respira en ese mundo, por pop
o cool que se quiera, o por más profundamente comprometido que diga
estar (estúpida estrategia de redención) con la superficialidad del diseño, la
decoración, la moda y la publicidad.
Y
ahí va el sommelier Paul, nuestro Virgilio, comentando las piezas con
trivialidades aniñadas y casi incomprensibles, en una especie de trance de
excitación casi hipnótica (“este diseño es de Fulano: es fresco y todo es más
bien verde y ¡guau!”, “estos dibujitos lindísimos son de Perengano”, “mirá el
caballito”, etc.). Pero esos comentarios, a pesar de sobreexhibir su completa
trivialidad para sugerir quizá que en última instancia hay una verdad profunda
del arte en serio que está siendo ocultada por la parodia publicitaria, son, se
diría, la más pura antiverdad del arte hoy, y tocan el centro de su centro
nervioso. El comentario estético se reduce a un gesto estésico: nuestro héroe
se estremece, tiembla, se excita y se eriza: la pobreza de su lenguaje es el
precio que paga por la hiperinflación de su sensibilidad y de su espíritu
juguetón.
2.
Finalmente,
su supuesta ignorancia toca el punto oscuro de un real-literal. Dice,
interrogado por una voz en off (¿qué opinás de las botellas?): “y, que
son ideales para esas fiestas de 800, 900 invitados”, y (señalando una de las
piezas de la puesta, un destapador de mas de 1.70 m) “tuve que mandar hacer
este destapador un poquitito más grande que uno normal”. Hay cierto verso de
Girondo que remite a un enorme par de anteojos usado como recurso publicitario
de una óptica, y dice algo así: “vestigio de una raza de gigantes, ahora
extinta”. Girondo quiere hacer arte burlándose de la ingenuidad hiperrealista
de la publicidad. El sommelier Paul exponencia el recurso. El personaje
ignora, razonablemente, los protocolos más elementales de la experiencia
estética y de la interpretación del hecho artístico e interviene sobre el hecho
ya estetizado y museizado del hiperrealismo publicitario de una forma brutal,
directa, literal, sin interpretación alguna. El personaje ignora, pero los
publicistas no. Entonces, si nos divierte o nos reímos de la literalidad
ignorante de Paul es porque creemos en un mundo en que una exposición de
botellas gigantes de Coca-Cola puede considerarse arte “serio”.
Ese mundo, que es la ficción del corto publicitario, es desmentido por la
propia publicidad encarnada en la presencia deconstructiva del sommelier:
pues no tardamos en entender que el mundo repaquete del arte (de la especialización
en calidad, de las formas refinadas del consumo, de los productos o las
personas “alta gama”) también está siendo objeto de parodia y burla.
Después
de ver a Paul, no podemos dejar de ver un sommelier en serio como una
parodia absurda de sí mismo (que eso sea una carrera universitaria, objeto de
especialización y actualización permanente, etc., ya resulta perturbador —hay
todo un trabajo a ser hecho a propósito de las formas profesionales o técnicas
de la servidumbre, desde las clásicas escuelas de mayordomos—). No podemos ya
ver un consumidor refinado a no ser como la parodia absurda de sí mismo. No
podemos ver al arte sino como una parodia absurda de sí mismo. Pero nada de
esto tiene un efecto deconstructivo de extrañamiento. Más bien al contrario:
tiene un efecto legitimante absoluto en tanto lo que se profana no es tal o
cual mundo sino la propia acción de profanar. Una especie de asfixia barroca
se vuelve casi insoportable: un universo (publicidad) encierra a otro (arte)
que encierra a otro (publicidad) que encierra a otro (arte), o se abre en otro
que se abre en otro que se abre en otro, etc. Y todos esos universos —que, en
última instancia, terminan por igualarse, ya que desde un principio han sido la
publicidad— se conectan, en forma siempre envolvente, por la cita, el
entrecomillado, la ironía o la parodia. Cada uno respirando el aire
degradado del anterior.
3.
Todo
el procedimiento termina por resultar igual al de los comentarios anteriores de
Paul (sus “¡guau!”, sus “¡qué dibujitos más simpáticos!”, etc.): en el fondo
pretende esconder la trivialidad misma de la exposición de arte sobreexhibiendo
la trivialización de la operación publicitaria y legitimando así,
paradójicamente, ambos universos. El mejor lugar para esconder un cadáver
(sugiere Chesterton) es una montaña de cadáveres. Pero a veces el mejor lugar
para esconder un cadáver es su exhibición espectacular como cadáver. Esta
operación crea un velo imaginario finísimo que nos vuelve resistentes a pensar
que ese cadáver, vestido y maquillado como cadáver, subrayado, iluminado y
exhibido como cadáver, no es más que, efectivamente, un cadáver. ¿Qué es una
botella de refresco de dos metros expuesta en un museo? Nada. Un canto grosero
a la insignificancia del arte encarnada en la hipertrofia del objeto o del
fetiche. ¿Y qué es una botella de refresco expuesta en un museo, cuyo guía,
cierto notorio terraja ignorante tipo Johnny Tolengo, nos conduce al campo
gracioso y festivo de la literalidad sin metáfora ni significación? Exactamente
lo mismo, con la diferencia de que ahora creemos, por una especie de perversa reductio
ad absurdum, que la ignorancia del guía está velando (y al mismo tiempo
burlándose de) un supuesto discurso serio sobre una puesta seria. Tiene la
misma mecánica que el chiste de Groucho: “le presento a mi amigo Fulano; parece
un estúpido, habla como un estúpido y actúa como un estúpido; pero no le crea:
es estúpido”. Les presento al arte; parece nulo e insignificante y se comporta
como nulo e insignificante; pero no le crea: es nulo e insignificante. El
propio arte dice “soy insignificante”, y cree y quiere hacer creer que esa
declaración lo redime de su chata verdad —que es, efectivamente, ser
insignificante. Ocultar algo que no está ahí, ocultar la ausencia de algo: ésa
es la esencia y la función de la imagen. Y, específicamente, de la imagen
publicitaria o de la imagen estética. El problema es que ya no sabemos, y en
todo caso ya no importa, si la imagen publicitaria es profanatoria porque imita
al arte o si el arte sólo es profanatorio porque imita a la publicidad. Al
estar envueltos ambos universos, uno en el otro, la acción misma de profanar
pierde energía, se vuelve ella misma profana, y finalmente cae en el más ciego
de los olvidos o en la más autista de las indiferencias.
El
publicista es el poeta visual y el performer del mundo democrático del
mercado. Y el artista también. El artista diseñó las botellas de Coca-Cola y
las puso en contexto convencional de disfrute estético (museo, puesta,
críticos, curadores). El publicista creó a Paul el sommelier (que es, en
cierto modo, el mercado burlándose del arte) y llevó el trabajo del arte a un
punto paródico sin retorno. Pero, desconcertantemente, ese punto paródico sólo
es posible a condición de haber estado siempre ya ahí. Paul ya estaba en la
puesta: ese arte era ya la parodia de otro arte (que era la parodia de otro).
El trabajo envolvente de la publicidad consiste entonces, curiosamente, en
crear la ilusión de que hay dos universos, arte y publicidad, formas high
y low, estética metafísica y pragmática del mercado, que mantienen vivas
y complicadas relaciones de odio, desprecio, admiración o celos, a través de
citas, paráfrasis, intertextualidad, etc., cuando en realidad ya se trata hace
tiempo de un solo mundo plano, triste, insignificante. Un mundo incapaz de
profanar nada ya que nada de sagrado queda en su superficie continua.
4.
Hay
una solidaridad profunda (casi se diría, una identidad estructural que se
actualiza en dos síntomas diversos) entre Paul y su interpretación literal de
los objetos artísticos, y el pasaje al acto de Michael Douglas en la
película Un día de furia. Decepcionado porque la hamburguesa que le
venden y sirven en nada se parece a la gigantografía hiperrealista que la
publicidad muestra en las paredes del local (una interpretación literal del
hiperrealismo publicitario), Michael Douglas arremete a los tiros contra el
local. Douglas cree en un compromiso radical y puritano de la imagen con la
Verdad Suprema (la honestidad religiosa de la imagen, digamos), cuya
violación lo empuja a la explosión paranoica. Paul se ríe, desde su soberana
indiferencia y su extranjería con el mundo de la verdad, con una risa ya no
profanatoria sino meramente profana, o mejor quizás, redondamente pagana,
o idiota.
Mientras
Michael Douglas dice su violento basta fundamentalista a los tiros, Paul
interviene involuntariamente en el espectáculo y en el corso de las imágenes a
las risas. Pero la etiología de estos síntomas aparentemente divergentes es la
misma: la incomprensión absoluta y el vacío de teoría frente a un mundo
cerrado, lleno de iconódulos y fetiches. Burlarse del museo o incendiar el
museo. Ambos gestos parten del equívoco de que hay ahí un museo —o una ekklesia,
un recinto sagrado del que ya podrían quedar solamente las ruinas, las formas
muertas, las convenciones y los protocolos, sin verdad— que puede ser invadido,
parodiado, carnavalizado, puesto en situación de juego.
Pero
si el acto profanatorio masivo y global ya ha sido realizado por el mercado y
por la publicidad, paradójicamente, al asumir la titularidad estribillada de un
gesto profanatorio ya vacío e inútil (tentado estoy de decir,
contradictoriamente, una mueca profanatoria), entonces la publicidad —la
imagen publicitaria— solamente puede ocupar el lugar de un Sagrado Absoluto,
el campo ilimitado y continuo de lo que no puedo tocar. Un no lugar,
digamos, en tanto ese sagrado está en todas partes. Entonces, o bien me río,
como un idiota, gozando de la continuidad ilimitada del juego democrático (y la
democracia es precisamente ese juego hiperexcitado que hace posible que un
ignaro como Paul pueda ser sommelier o maître d’art), o bien
estallo, como un idiota armado, y le prendo fuego al mundo. Ambas son formas de
alienación absoluta, en tanto son incapaces de plantearse o de pensarse como
alienación.
Porque
si todo es sagrado, todo es profano. Y esto en algo recuerda a la verdad
profunda de la respuesta que en cierto momento el capitalista extractivo y
desalmado Selfridge (Giovanni Ribisi) da a la académica demócrata bienpensante
Grace Augustine (Sigourney Weaver) en la película Avatar. Ella le
realiza una solicitud un poco obscena de compasión para que la máquina
militar-industrial no bombardee el Árbol Madre, debajo del cual se
encuentra el metal codiciado por el capitalista, argumentando que ese lugar es
sagrado para los Na’Vis. Él responde: “no me vengan con que tal o cual cosa o
lugar son sagrados; acá tirás una piedra para arriba y donde cae es sagrado”.
En la utopía Na’Vi no se aplica la lógica del no-todo, implícita en todo
procedimiento dialéctico. Y lo mismo ocurre en el mundo sin madre del
capitalista: “acá tirás una piedra para arriba y donde cae es profano”. La
utopía de un mundo radicalmente sagrado solamente puede ser el fantaseo, el sueño,
la proyección idealizada de un mundo radicalmente profano. Pero ese mundo
totalmente sagrado ya existe en éste, y como contracara exacta y prolongación
del mundo sin alma del mercado, de los circuitos lúmpenes o negros de personas
y cosas, del capital, de los negocios, de la prostitución de la fuerza de
trabajo y de la miseria de los gobiernos: es el universo hiperrealista de la
imagen, la publicidad, el cine, el espectáculo (las vidrieras, los shoppings,
los hoteles, los casinos).
5.
No
es una paradoja que la austeridad iconoclasta del protestante, despojando al
templo de imágenes e incorporando a Dios al metabolismo práctico de la vida
cotidiana, haya exponenciado la proliferación de fetiches, de imágenes no
religiosas y de fantasías paganas en toda la comunidad, de acuerdo al ethos
(religioso, sí, pero no trascendente) del capitalista: los buenos
negocios, los beneficios, el rendimiento y la mercancía. En cambio, el
gigantesco dinosaurio institucional —verticalista y dogmático— de la Iglesia
Católica, monopolizó (en formas furiosas o populistas) la imaginería barroca de
las imágenes religiosas: la masa siente, experimenta o vive
la exterioridad y la trascendencia de Dios (del Estado, de las instituciones,
del poder o del arte), aunque no las entienda. Este ambiente centralizado de
poder dogmático no es muy favorable (y tarde o temprano termina por resultar
perjudicial) al capitalismo pragmático de circulación y beneficio. La Iglesia
se carga de símbolos e imágenes, de superchería y arte, de religión y estética,
conforme la calle se vuelve austera. En la comunidad protestante tiende a
ocurrir, aparentemente, lo contrario: el templo se vuelve austero y simple
mientras la calle se comienza a llenar de marquesinas, imágenes espectaculares
y carnaval publicitario.
Dije
“aparentemente lo contrario”, porque no es lo contrario: hay una diferencia,
una pequeña muesca que desequilibra toda la estructura: el mundo protestante ya
no reconoce la experiencia religiosa ni la experiencia estética como
excepciones milagrosas de una existencia gris y anónima: las generaliza
horizontalmente en la respiración cotidiana de la comunidad y por lo tanto las
despoja de todo misterio. “Desestetiza” y “desreligioniza” la vida conforme las
hace, microscópica y globalmente, estéticas y religiosas. Crea un campo
uniforme y continuo que ya no es ni religioso ni pagano, ni popular ni
elitista, ni estético ni inestético. Se hace furiosamente antimetafísico, o
mejor, se constituye sobre prácticas históricas positivistas, pragmáticas, empiristas,
técnicas, naturalistas, que excluyen de plano a la metafísica, es decir, la
vuelven innecesaria —la metafísica es ese estúpido juego de palabras sin
denotación ni consecuencias prácticas medibles, etc.—. Allá donde la cultura
católica insiste en la brecha entre dos mundos, el terreno y el trascendente,
el cotidiano y el religioso (aún con el objetivo de ejercer el poder, de
alienar este mundo en el otro, de hegemonizar políticamente con el alma el
cuerpo del creyente, etc., etc.), la comunidad protestante desfonda de un solo
golpe cualquier hipótesis sobre dos mundos. Recién ahora el verdadero
antagonismo se dibuja: inmanencia vs. trascendencia. La inmanencia del ritual
(el capitalismo es una religión de rituales o de cultos, dice Benjamin) contra la
trascendencia de la idea (que siempre está encarnada en la ajenidad autoritaria
del dogma, y eso es lo que permite la profanación y la crítica). La inmanencia
de la imagen contra la trascendencia del signo. La famosa globalización
de la cultura contemporánea es la generalización abstracta del mundo de la
inmanencia (el mercado, el dinero, los cuerpos, las cosas, los discursos).
No
hay entonces, volviendo al corto del sommelier en la exposición de arte,
un campo arte y otro publicidad: todo es arte, todo es
publicidad. La publicidad, por un lado, replica y agiganta, en un espejo
milagroso y fantástico, el carácter pagano de un mundo incapaz de entenderse
como otra cosa que no sea mercado. Por otro, devuelve al mundo del mercado y de
los intercambios generalizados todo aquello que pudo haber sido, en algún
tiempo o en algún contexto, sagrado: el arte, el amor, la belleza, la creación,
la lucha, la política. Los ritualiza y los fetichiza, los milagrosea y los
convierte en intocables valores de cambio.
6.
Hay
que proceder como Platón. Hay que expulsar de la polis a poetas y sofistas. Hay
que abolir la publicidad, poesía concreta y verdad sagrada de nuestro tiempo.
Hay que crear anticuerpos contra la fascinación extorsiva y populista de la
imagen (esa imagen puede ser un discurso, un estribillo, un nombre, una marca,
una descripción, una metáfora congelada). Contra la comodidad positiva de la
imagen hay que sostener el riesgo negativo del concepto. Hay que ir contra la
redonda verdad sin retorno de la imagen, contra la tiranía y el chantaje
mediático incesante de lo que se siente, de lo que se vive o de lo que se
opina. Y sobre todo porque la imagen y la industria de la imagen se prolonga y
sostiene únicamente en beneficio y ganancia, envolviendo su propio universo
fabuloso.
Una
ley de medios que no fuera cínica, cobarde o estúpida, debería ser una
ley contra los medios. Y no solamente contra el monopolio o la
concentración, ya que tarde o temprano tendemos a caer en la trampa de la
“democracia comunicativa”, cuando tendríamos que entender que la ontología
mediática ya excede con mucho el problema de la mera manipulación de la
masa o del pueblo por parte de unos pocos para servir (o no resistir) a sus
intereses parciales, que el problema de los medios o de la imagen no es
meramente su potencia de daño si se ponen en manos equivocadas. El problema es
la máquina compacta que los medios han hecho con la masa y el mercado. El
problema es el mundo hipnótico, estúpido y adictivo que se ha creado,
perfectamente necesario y funcional al capitalismo abierto y a las formas
superficiales de su democracia. El asunto no es solamente el de conocer las
líneas y trazar el mapa de la propiedad privada de los recursos comunicativos
para atacar frontalmente a los pocos que se benefician de lo que podríamos
caracterizar como un “bien común” que está siendo usurpado o alienado por el
propietario capitalista. Aunque eso no sería poco —como primer paso.1
El verdadero problema es el segundo paso. Considerar la
nueva “ontología mediática”, las nuevas formas masivas de subjetividad urbana
que han sido introducidas o producidas por el vértigo y el fetichismo del
mercado, la publicidad y el consumo, los medios, la información, el periodismo
liberal, la comunicación. Considerar los nuevos modos de vivir, de sentir y de
pensar en el ambiente post-social de los medios, y los modos en que las
personas piensan, sienten y viven sus propias vidas. Hay que atacar
directamente esta nueva subjetividad, esta post-subjetividad de lo global
post-social. La masa. Ese nuevo hombre global, que atraviesa diagonalmente y con cierta
indiferencia olímpica el espectro de las clases sociales disolviéndolo como si
fuera nada, este “hombre democrático” conectado a la ansiosa red pragmática de
todo, mezquino, haragán, mediocre, ignorante, desenganchado de sus compromisos
social-simbólicos, aproblemáticamente pegado al folclore parroquial de su vida
imaginaria, genéticamente realista o positivista, en permanente estado de
enamoramiento o de hipnosis con objetos parciales, fetiches e imágenes.2
Esta cuestión parece situarse más cerca de McLuhan que de
la vulgata realista del marxismo clásico. Ya no alcanza con creer linealmente
en el determinismo económico-social: una ideología de clases dominantes que
hegemoniza el aire cultural con su falsa universalidad y que representa los
intereses de esas clases que dominan y pone a los dominados en situación de
“servidumbre voluntaria”. Hay que introducir un componente básico en la cerrada
ontología subjetivo-social creada por el determinismo tecnológico de los medios
y la imagen: qué es este sujeto contemporáneo surgido del actual ambiente
mágico, caliente, neo-oral, electrónico, virtual y envolvente (cada vez más
sensorial y audiotáctil, digamos), contra el sujeto clásico nacido de la
separación, la potencia analítica, significante y conceptual, y la
trascendencia fría de la escritura. Y esta cuestión a su vez se sitúa más
cerca, sin dudas, de una teoría del sujeto, cuya importancia estratégica me
parece hoy innegable.
El
trabajo se parece, hasta cierto punto, a una acción destructiva iconoclasta: ir
contra el mágico poder fascinante de la imagen, de la publicidad, de la cosa,
todas esas hipérboles fantásticas de la mercancía. Como decía un antiguo slogan
publicitario de la propia Coca-Cola: the real thing. Por eso el gesto
platónico de expulsar y desterrar no debería ser tomado literalmente, supongo
yo, aunque el autoritarismo del gesto sobreviva en su metáfora. Hay un momento
de autoridad necesario para que el animalito salga de su cápsula conectiva con
la cosa real. Si la imagen es lo que disimula u oculta la ausencia de realidad,
la imagen no engaña, no puede engañar. Al contrario: nos aleja de la lógica del
engaño: desvía del desvío. Necesitamos, o merecemos, atravesar la imagen,
enfrentarnos a la ausencia de realidad, y más allá, y después, construir una
realidad nueva, un nuevo principio de realidad, que sea habitable y que sea,
otra vez, capaz de engañar.
-----------------------
NOTAS
1. La importancia de esta medida, para el caso,
sería más bien lateral y estrictamente táctica o práctica: usar las propias
armas empíricas con las que se hegemoniza hoy la vida de todos para conocer
positivamente la vida de la riqueza, redibujar el cuerpo cada vez más
evanescente, imaginario y fantástico de la riqueza con el trazo implacable de
la cifra y el número (práctica que no hace más de veinte años era realizada en
forma corriente por economistas, sociólogos o investigadores sociales de
izquierda, y que ya nadie se atreve a ejercer), así como el posneoliberalismo y
los organismos multilaterales han perfeccionado su dibujo y su mapa
hiperrealista de la pobreza (su cuerpo, sus ingresos, sus lenguajes, sus
hábitos, su localización geográfica, niveles educativos, índices de deserción
escolar, etc.).
2. No
basta con reconocerlo virtuosamente en el otro (para las minorías bienpensantes izquierdoides este hombre post-social se reconoce en la estúpida voracidad del
consumidor acomodado o en la avaricia encapsulada de las clases propietarias o especulativas,
y para el liberal reaccionario en las hordas zombis de desclasados ansiosos y
sociópatas prontos a robar y a violar a la gente buena y honesta). La misma
mecánica pragmática, la misma urgencia, la misma ansiedad, el mismo
oportunismo, estructuran a las altas clases que consumen, especulan o se
benefician y a los desclasados que sobreviven, consumen y se rebuscan. El
antagonismo es bien conceptual: la mecánica masiva y global del capital contra
la gramática universal de lo político o de lo social. Y aunque es obvio que la
riqueza no tiene el mismo papel que la pobreza en la etiología de la
injusticia, hemos llegado a un punto en el que aún advirtiendo que el problema
no es luchar contra la pobreza (o ayudar a los pobres a salir de la pobreza en
el estúpido esquema desarrollista de la solidaridad, de los emprendimientos y
de la buena voluntad, dándole oportunidades o subvenciones o salidas laborales,
sin tocar lo Real del “gen de la pobreza”, ese núcleo duro que los
constituye, determina y limita) sino combatir la riqueza (la propiedad privada,
la especulación), ese paso ya no alcanza. Tenemos que enfrentar y liberamos de
este “gen de la pobreza”, que no es otra cosa que la post-subjetividad global
del mundo post-social del mercado, el espectáculo, la imagen, los medios y la
masa.
Comentarios