La educación, la nueva izquierda demagógica y la lógica del mercado



1. Voy a empezar con una de esas frases dramáticas que adoran los oradores. La verdad política de la próxima era se juega en la educación. La educación es el escenario en el que ha comenzado a exponerse hoy la lucha por el mañana político de la sociedad. Quiero decir: ese escenario no es el trabajo, ni la infraestructura, ni la propiedad (todo eso quedará para más adelante, parece). Tampoco es, abstractamente, la economía. Nada de orden político parece arriesgarse en el debate acerca del modelo económico A o B, o de tal o cual forma de conducir la megamáquina económica: estas cuestiones pragmáticas acerca de lo conveniente o lo beneficioso pueden ser importantísimas, pero no suponen ni se disputan necesariamente un concepto político ni un concepto de política. En el capitalismo contemporáneo, la economía y el mercado son juegos que han volcado global y masivamente su lógica sobre todo lo social, y por tanto, la única forma en la que la economía va a adquirir o a recuperar una dimensión política es cuando sea problematizada en bloque, cuando se suspenda y se socave su naturalidad, es decir, cuando se desmienta el carácter objetivo con el cual ejerce su tiranía y la neutralidad técnica del discurso experto a través del cual la ejerce (digamos que el derecho a la propiedad privada o exclusiva de medios o territorios, o el derecho individual o privado a la ganancia, el beneficio o la renta son esos nudos ciegos o esas forclusiones del discurso económico). Político es un enunciado que se sitúa por encima de la esfera económica. La política es un corte con la economía, como se define desde la Grecia clásica. La subordinación de los oikoi a la polis. Es un corte y un lenguaje que nos permite situarnos por encima y pensar la voracidad de la lógica de los intercambios, la sobrevivencia, los negocios, la ganancia, etc., en términos de ideas de Justicia, Razón, Libertad, Verdad —conceptos que son completamente heterogéneos a la pragmática de la economía, y que, por otra parte, no surgen espontáneamente. La única forma en la que un modelo económico A sea preferible a otro B, por razones políticas, es que exista ya un lenguaje que permita situar la práctica económica con arreglo a la praxis social, es decir, que ya exista un lenguaje capaz de conjurar el poder fascinante de la mercancía para impedir que la lógica de nuestra convivencia gire alrededor de ese poder y de esa fascinación —con su consecuente carga de ansiedad, de impaciencia, y de violencia en suma. Y en este punto hay todo por hacer. Hay que inventar o reinventar o recuperar ese lenguaje casi desde la nada, hay que postular el desequilibrio y la incomodidad de una universalidad creíble contra la felicidad inmediata del masaje global de los intercambios y la satisfacción de la necesidad o el apetito.


2. Y lo que se juega en y con la educación es, precisamente, la posibilidad de ese lenguaje. La educación es el lugar en el cual todavía se puede esperar la aparición de un lenguaje sobre lo social (y cuando digo educación no hablo por fuerza de eso que se llama “sistema educativo”, hablo de una práctica universalizable que puede aparecer en cualquier sitio de la trama social: en el liceo fuera del salón de clases, en el club del barrio, en el hospital, en la familia, en el sindicato, en fin). Si la economía es el tema del lenguaje político, la práctica educativa es su condición de posibilidad. Y no alcanza con decir que la educación es el corazón mismo del concepto clásico de política, ya que eso nos confina a una especie de alegato abstracto. Pues lo que ocurre, históricamente, es que en el campo de la educación (como concepto, como práctica, como sistema educativo y aún como aparato) se está exponiendo una batalla decisiva en esa dilatada guerra entre lo económico y lo político. Por eso la educación hoy (lo digo sin el menor ánimo retórico) es el lugar de una resistencia, el lugar de una esperanza. Resistencia de lo político ante la embestida de la globalización en el capitalismo tardío. Resistencia contra el empuje de la mera invasión sin cortes de la lógica carnívora del mercado a todos los órdenes de la vida social. Resistencia al arribo triunfal incuestionado, en todos los ámbitos y las prácticas, de un discurso técnico-pragmático sobre desempeños, beneficios, crecimiento y desarrollo. Resistencia, en fin, a la instalación definitiva de una economía ilimitada, sin política, sin conciencia y sin crítica.

El golpe al sistema educativo público en las democracias occidentales contemporáneas es, en principio, más bárbaro que estratégico: se lo ha traído brutal y masivamente como un nicho de mercado (igual que la salud, la alimentación, la seguridad), se lo expone como terreno a ser explotado por la voracidad extractiva del beneficio a través de matrículas, cuotas, esponsorización, participación de capitales privados en la gestión, etc. Pero el verdadero daño, incuantificable, es lateral: se desarticula a la educación misma como posibilidad de producir lenguaje, autonomía y soberanía crítica. El virus acaba de atacar al último anticuerpo contra el virus.


3. En este punto, claramente, ya no nos sirven las categorías ideológicas clásicas de los sujetos como un mapa para intuir esa lucha. Izquierdas y derechas, progresistas y conservadores. Estas categorías ya hace tiempo han sido confundidas, barajadas y vueltas a repartir en el gran juego y en la gran feria contemporáneos del mercado y el capital. Tanto, por otra parte, que ocurre, paradójicamente, que desde hace un tiempo le toca a la nueva izquierda tener la coartada ideológica perfecta para justificar ese copamiento de la razón educativa por la pragmática y ese golpe del mercado al sistema educativo. Fue la izquierda posmarxista la que argumentó en primer lugar acerca de la necesidad de democratizar el sistema (en el sentido no de criticar el sistema, sino de abrirlo horizontalmente al “flujo desterritorializado” de la gente), combatir el poder autoritario que se escondía detrás de la laicidad y del universalismo republicano, flexibilizar y modificar programas y curricula tradicionalmente resueltos en los oscuros gabinetes tiránicos de las élites sabias y cultas (esas élites que seguramente ya hacía tiempo que habían sido sepultadas por el tren-bala de la historia, dejando en su lugar el automatismo de los zombis burocráticos estatales que seguían ejerciendo póstumamente y sin ganas la banalidad del mal antidemocrático). Debían soplar aires frescos y nuevos sobre la educación. Y esa utopía de novedad, libertad y frescura, ya no podía encarnar en otra cosa que no fuera el mercado y sus valores inherentes de competencia y creatividad pragmática. Era simple: para la nueva utopía bastaba con despojar a la educación de toda pretensión pública universalista y entregarla a la lógica pragmática del mercado y a la iniciativa privada. La promesa de los viejos modelos universalistas de producir sujetos políticos maduros y autónomos (promesa, por otra parte, siempre defraudada y siempre utilizada como enmascaramiento del poder y la hegemonía), parecía lograrse de un solo golpe con el mercado como nuevo principio de realidad: los estudiantes ya no se alienaban en el sistema y en el poder burocrático de la élite de prestigio: dibujados por la lógica de la participación democrática del usuario o el cliente en la empresa que le brinda servicios, podían exigir directamente nivel académico competitivo, incidir en los programas, demandar salida laboral, armar creativamente sus combos curriculares,  exigir que se respetaran sus peculiaridades locales, en fin. Porque pagan por los buenos servicios. Y si los servicios están por debajo de lo esperado se litiga y se hacen juicios. La cultura pragmática de la impaciencia había suplantado a las viejas formas de la cultura crítica.

En Uruguay en los últimos tiempos la vieja demanda liberal de educar para el mercado laboral y para el desarrollo, y la exigencia, a partir de esta demanda, de una profunda revisión de los obsoletos modelos humanistas universalistas que corren a contramano de la historia, etc., hace una acrobacia creativa y se recicla en la exhortación populista o demagógica de la izquierda emepepista a revalorizar el trabajo manual y a celebrar la experiencia y el saber-hacer del baqueano. Así, se comienza a mostrar la voluntad de poner al Estado a proveer herramientas prácticas para la vida y el rebusque, con la coartada siempre artiguista de favorecer a pobres y subprivilegiados. Educación privada de alto rendimiento técnico o alto nivel académico para los clientes que pueden pagar, y una especie de bricolage práctico para la sobrevivencia, el rebusque y la irrisoria calificación de la fuerza de trabajo para los que quedan del lado siniestro del sistema mercantil. En otras palabras: le toca otra vez a la izquierda el triste papel de promover doctrinariamente una generalización obscena de la lógica pragmática de la mercancía. Misiles para los que tienen plataformas de lanzamiento, y (curiosa piedad humanitaria) gasas y alcohol para aquellos a quienes les van a llover misiles: así se generaliza la lógica de guerra. Y dentro de la generalizada lógica mercantil, la comunidad puede incluso darse el lujo extravagante de tener su folclore bohemio de artistas ociosos, su club de nerds humanistas escribiendo sus tesis inverosímiles sobre la metonimia en Valery-Larbaud, o incluso sus intelectuales universitarios bienintencionados celebrando la biodiversidad y la descolonización de discursos y saberes. Estas tribus pueden incluso, dentro de la doctrina populista chicotacista antiintelectual del emepepé, tener el valor de contraejemplos: son una prueba de que el intelectual (todo intelectual) es un mono barroco, improductivo y sobreeducado contra el cual robustecer el mito de la mecánica simple, noble y sincera de la experiencia y el trabajo. (Parte del problema queda cubierto por la propia agresividad de la estocada populista: los monos barrocos alpedistas existen y suelen estar alojados en la propia izquierda bienpensante. Antes los llamábamos Rivarola. Pero no insistamos con eso: sigamos nuestro camino.) 

No estoy diciendo (aclaro) que no deban crearse o robustecer institutos politécnicos, o universidades técnicas o lo que sea. Me resisto simplemente a que la alegre demagogia nacionalista de la izquierda gobernante, en perfecta sintonía con el mercado como nuevo principio de realidad social, ponga este tema como una clave para interpretar el concepto político de educación. El tema educativo (al contrario del económico, en el que los debates sobre modelos y estilos no necesitan salir de la lógica económica) todavía tolera el planteo, por así decirlo, de un “plebiscito entre dos modelos”: ¿queremos una educación entendida como inteligencia al servicio de la producción, el mercado laboral y la economía, o una educación entendida como conciencia y como lenguaje de la sociedad que haga posibles a los sujetos políticos? Este “plebiscito” no responde a una lógica electoral —lo que quiere decir, rigurosamente, que no hay tal plebiscito: el lenguaje mismo en el que se expone el dilema, por ser un lenguaje consciente, solamente puede ser el que considera a la educación como la conciencia de lo social. La educación es un tema político, por definición. Porque pensarlo como tema ya es política.


4. Anteayer se podía pensar el tema educativo en términos de izquierda y derecha, de progresistas y conservadores. Ayer se lo podía pensar en términos de democracia y autoritarismo, sin que estuviera muy claro ya si la izquierda o la derecha eran democráticas o autoritarias. Pues el asunto, en realidad, enfrentaba siempre a pragmáticos y doctrinarios, y ahí la lógica (pragmática) ya funcionaba sola. Pragmático es otro nombre para el demócrata liberal, y ahí no hay izquierdas ni derechas sino meramente un ejercicio de la ecuanimidad y el sentido común. Doctrinario o ideológico en cambio es otro nombre que le ponemos al fundamentalista autoritario e irracional, y ahí no hay sino derecha o izquierda, excesos o extremos fanáticos y paranoicos que, sabido es, se tocan, se coquetean y se enamoran (esa despreciable ontología, por otra parte, es el norte de encuestadores, politólogos y analistas políticos). Y hoy las cosas dieron un giro, por lo menos un giro circunstancial. Ahora, en Uruguay, la utopía pragmático-liberal para la educación parece haberse quitado transitoriamente la máscara democrática —y no porque cambien los conceptos o el modelo, supongo yo, sino porque cambian las circunstancias prácticas en las que debe resolverse el planteo.

Hace un par de días, en el famoso acuerdo del sistema político (gobierno y oposición) sobre el sistema educativo público (Pedro Bordaberry lo bautizó, delicadamente, como es su estilo, “gobierno de la educación”), hubo una especie de golpe de Estado pragmático. Esto no deja de ser un pequeño escándalo para los que consideraban que los golpes de poder sólo podían provenir de tiendas fundamentalistas y de ideologías paranoicas. Todo el sistema político uruguayo ha entendido que para pragmatizar el proceso educativo, primero había que desenrarecer la democracia del aparato de la educación pública. Y esto no puede ser hecho a no ser con un golpe de fuerza. Pues ahora el problema había venido a situarse, transitoriamente por lo menos, en una especie de exacerbación de la democracia del aparato, una patología burocrática de la democracia que solamente puede provenir de prácticas de Estado y que impedía avanzar con ritmo y eficacia: oscuros automatismos y rituales corporativos de subsistemas y sindicatos, entidades a las que se les había conferido demasiado poder para decidir los destinos del sistema educativo y del concepto de educación. De pronto toda la máquina empieza a aparecer (o empieza, mejor, a ser mostrada: los medios de comunicación son un engranaje vital en todo el gran dispositivo de globalización) como enferma de desgobierno, de descontrol, de desmadre, de vaciamiento de autoridad, de falta de respuestas firmes y de respeto a la cadena de mandos. Todo estaba subvertido: el consejo desoye al presidente, el subsistema desoye al consejo, el sindicato desoye al subsistema, el docente desoye al sindicato, el alumno desoye al docente. La cámara del teléfono celular de un alumno registra un griterío absurdo entre alumnos y directora de un liceo (Graciela Bianchi): un jerarca del MEC (Pablo Álvarez) cuelga el video en internet. La televisión levanta el video y lo pasa en informativos centrales y todo el quilombo se multiplica en programas de opinión y debate. Y ese gesto del jerarca, que debía tomarse como una modalidad ingenua e irresponsable de protesta contra el maltrato y el abuso de autoridad (la señora aparece gritando a voz en cuello, interrumpiendo a los muchachos, etc.), no tarda en revertir en lo contrario (estúpido no preverlo): el escándalo por el desgobierno generalizado y el irrespeto por las formas institucionales (el del propio jerarca, en primer lugar, que no tiene idea de cómo conducir su descontento), la irregularidad del procedimiento, la inmoralidad de la cámara oculta, la trampa a la señora gritona, la crisis generalizada de autoridad, los jóvenes que necesitan límites, en fin. Es demasiado fácil reinstalar permanentemente en la opinión pública la oposición autoridad-desgobierno o autoritarismo-democracia (es la misma: el sesgo de elegir una u otra sólo depende de dónde esté situada la simpatía pragmática). El caso es que ahora para fortalecer la democracia contra el autoritarismo es necesario primero fortalecer la autoridad contra el desgobierno.

Entonces es hora de pegar un par de gritos en algunas orejas necias. “Es hora de que la política retome la conducción de la educación”. Es lo que se proclama a izquierda y derecha. “La educación es una razón de Estado”, se dice, “y por tanto es cuestión de un amplio acuerdo nacional, y ese acuerdo debe ser político”. No puede uno estar más de acuerdo con esa obviedad conceptual. Sobre todo si se tiene en cuenta que lo primero en subvertirse en tiempos del capitalismo liberal contemporáneo es la relación entre política y economía, entre lo público y lo privado, y que esa es la madre de toda subversión ulterior (la izquierda emepepista, por otra parte, simpatiza históricamente con esa subversión, y eso la hace perfectamente funcional a la lógica pragmática del mercado: adora el mundo privado del rumor caliente, del chisme, del escrache y del nombre propio: el jerarca del MEC que cuelga el video privatiza en la red y los medios una discusión que debía seguramente haber sido público-institucional). Pero esta subversión estructural no es un irrespeto, un quiebre o una inversión en la cadena de mandos que se corrige o se endereza con un golpe de poder o de autoridad. Es una subversión mucho más profunda, que proviene de la falta o de la retirada de un lenguaje o de una racionalidad (la política) para pensar la locura privada de la economía. Y esa racionalidad y ese lenguaje es lo que algunos esperamos, precisamente, de la educación.

El problema entonces está en saber en qué están pensando el gobierno de izquierda y su oposición cuando hablan de “una conducción política de la educación”, o de “gobierno de la educación”. Evidentemente no se habla del sentido político de la práctica educativa, y ni siquiera de una subordinación del sistema educativo a la política. Se habla del control del aparato educativo por parte del poder de los partidos y del sistema de partidos. Y eso nos sitúa, desde el comienzo, en otro terreno. Se cambian un par de consejeros, se neutraliza al voto sindical en el consejo, se duplican las potestades de la presidencia. [No desconsideremos la circunstancia infeliz de que una práctica sindical torcida, caótica o irresponsable ejercida por aquellos que no entienden la política y que son en parte de las mismas filas que aquellos a quienes les toca ahora ser gobierno y Estado (y no sólo siguen sin entenderla sino que se diría que la entienden todavía menos), parece obligar a ese mismo gobierno, avergonzadamente, a entregar todo el sistema educativo en bandeja (como la cabeza del Bautista) a eso que con una especie de ingenuidad conmovedora todavía llamamos “oposición”. No parece entenderse ya que una práctica sindical, por atroz que sea, no debería nunca afectar la idea de sindicato, o la de la participación del sindicato en la toma de decisiones para el sector.] El sindicato entonces se queja del retroceso de una medida antidemocrática, antiparticipativa y que avasalla la idea de cogobierno (y en esto tiene toda la razón). La oposición política habla de una medida desburocratizante destinada a rescatar la discusión del pantano corporativista mafioso e infantil del sindicato y otorgarle al Estado los recursos necesarios para que retome sin zozobra (y ya sin pretextos) la responsabilidad de conducir la educación. El gobierno dice incoherencias, como de costumbre, y se sitúa del lado de la legitimidad del aparato y del poder político, y después lo desmiente a medias en el sinceramiento cara a cara de un show radial (ya que el gobierno siempre parece actuar como un perfecto advenedizo cuando se reúne con la prosapia política de la oposición, y luego no puede con la culpa cuando tiene que rendir cuentas a aquellos para quienes dice gobernar).

Y en el fondo lo que se juega es lo mismo que antes. No es la política sino la economía la está cada vez más cerca de hacerse cargo de la educación. Me tocó oír a un diputado frenteamplista (Julio Bango) argumentando que en la Europa ultraliberal la liquidación privada de la educación había ocurrido por una retirada cómplice de la política de la educación (cosa del todo obvia), mientras que Uruguay, país serio, ya había alcanzado un acuerdo para darle mayor potestad a la política sobre la educación. Esta observación no puede no descansar en la ingenuidad o el cinismo de confundir a la política con el aparato partidario de poder político. Quiero decir: son los partidos, plenamente atravesados por la lógica pragmática del artefacto, del beneficio electoral, de los cargos y del poder económico, los que concentran y vuelcan ese poder sobre el sistema educativo —y lo que es peor, sobre la idea misma de educación. Pues detrás de toda esta confusión que se resuelve en un golpe de orden y control está, mudo e impávido, el objeto parcial maravilloso y odiado: un proyecto del consejo llamado Pro Mejora, cuyo titular es un consejero del Partido Nacional (Daniel Corbo), y que resulta angelical en la blancura puritana de su enfoque tecnoyupi sobre la educación, el sistema y los centros, hablando de gestión, indicadores, autoevaluación, diversidad, coaching, etc. (habría que haberle hecho frente de otra forma, de una forma crítica, supongo yo). 


5. Se ha impuesto así en Uruguay, después de una historia torpe y penosa, un golpe de poder de naturaleza pragmática para limpiar el campo quirúrgico y poner, de una vez por todas, al sistema educativo al servicio de la producción, del mercado laboral, del desarrollo, de los buenos indicadores (pruebas, calificaciones, porcentajes, rendimientos, evaluaciones: todos recursos expansivos de la cifra, la lógica misma de la economía). Porque los partidos políticos, a izquierda y derecha, ya no son sino agentes técnicos de economía con el uniforme de una política que nadie sostiene —porque no sabe, no puede o no quiere sostener. Y se diría que la nueva izquierda adoctrinal y con cierto apoyo popular es, si cabe, más puramente funcional al mercado que la derecha: en gobiernos de izquierda, en Uruguay, empieza a funcionar Botnia, crecen las zonas francas, se exporta más que nunca materia bruta sin valor trabajo ni inteligencia agregada de ningún tipo, se menciona la posibilidad de que Bush apoye a Uruguay en una guerra con Argentina, se aprueba la Ley de asociación público-privada, casi se firma un tratado de libre comercio con USA, en fin, la lista puede hacerse larga, deprimente.

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