Real realidad




1.


Un comienzo de alto vuelo filosófico-especulativo: ¿qué es la realidad? ¿Qué “vemos” cuando “vemos”? Los griegos, cuando eran antiguos y clásicos, sostenían algo así como que la realidad es lo pensable. Es decir que eran bastante ajenos a la idea tan familiar para nuestra cultura de que “vemos” o “conocemos” cosas-en-sí que están afuera de nosotros. Lo mismo ocurre, digamos, con el idealismo alemán y, especialmente, con Hegel. Más cerca, el psicoanalista Lacan no piensa algo muy diferente en este punto: dice que la realidad es una ficción simbólica, o una construcción simbólico-imaginaria. “Ver el mundo” no es tener simplemente la evidencia de una realidad sustancial, tocable, independiente de mí, exterior a mi conciencia y a mi lenguaje, eventualmente oponible a la virtualidad de la imaginación, las ilusiones, el sueño, las alucinaciones, etc.

Ahora bien. Que la realidad sea lo pensable o que sea una construcción no quiere decir que lo que vemos sea una especie de proyección alucinatoria de nuestro pensamiento o de nuestra imaginación. La cosa no es tan tonta. Cuando vemos “el mundo”, “un objeto” o “un hecho”, en realidad ocurre que estamos situando algo en una trama cultural, lingüística y simbólica. Cuando “vemos” algo estamos reconstruyendo la compleja arquitectura simbólica en la que aparece y en la que adquiere o modifica su sentido. Cuando veo un auto, digamos, veo (entiendo) la máquina o prótesis para desplazarnos, el motor de combustible orgánico, el precio, el petróleo, la contaminación, la posibilidad de viajar, la comodidad, la vanidad, el recuerdo de algún paseo en la lejana infancia, en fin, lo que sea. Lo mismo podría decirse de un árbol, una nube, una mujer desnuda, un partido de fútbol.

Un objeto (o un hecho) nunca es meramente un objeto entonces, sino un nudo en una trama compleja de racionalidad. No estamos lejos del concepto hegeliano de que todo lo real es racional. O de la idea de Kant o de Pascal acerca de que la realidad no es simplemente eso que es o que existe, sino más bien aquello que es necesario que sea, es decir, algo que está sostenido por prácticas sociales de racionalidad de algún tipo (prácticas simbólicas).

Por tanto, podemos decir que una cultura (una sociedad, una época, etc.) nunca produce discursos o conceptos sobre cosas que “ve” (cosas que “están-en-el-mundo”), sino que ficcionaliza cosas que ella hace (prácticas sociales). Y los conceptos no son por lo tanto nombres más o menos abstractos que les ponemos o les colgamos a las cosas, sino ficcionalizaciones discursivas más o menos abstractas de prácticas históricas y sociales. Cuando “vemos” algo, en realidad lo que hacemos es “pensarlo” a través de nuestras prácticas. Hasta la propia idea y la propia noción abstracta de “objeto” es el resultado necesario de ciertas prácticas sociales.

Esta perspectiva no es novedosa ni demasiado complicada, pero su adopción tiene consecuencias decisivas. Por lo pronto permite problematizar y criticar a todas aquellas esferas de la actividad social que asumen (y obligan a asumir) pasivamente la idea de que la realidad es un mundo objetivo congelado e inerte hecho de cosas anteriores al lenguaje, a la conciencia, a lo social mismo. Pero al mismo tiempo, en un pliegue de esta propiedad anterior, impide que la realidad se disuelva en el juego imaginario insustancial de las ficciones, las ilusiones, la imaginación, los discursos interpretativos, etc., ya que la realidad es racional en tanto es necesaria.

“Principio de realidad”, decía Freud, y no realidad, a secas. Indicaba así, creo, justamente, que cuando “estamos en la realidad” estamos en cierta estructura de racionalidad y no frente a cosas-en-sí. A menos que estemos locos.


2.

Dijimos que la realidad era cierta estructura de racionalidad que aceptamos, comprendemos y vivimos. Pero acá hay un segundo punto en el que Lacan insiste bastante: la estructura misma de la realidad está dañada. Hay una grieta, una falla, una herida en la realidad. Esa herida es lo Real. La realidad, observa, es una ficción que usamos para huir de lo Real. Es decir que esta “huida” es la propia cultura, el lenguaje, la socialización. La cultura y el lenguaje son estrategias que nos permiten habitar o hacer vivible lo insoportable. Así, el estatuto del famoso Real es menos del orden de lo incognoscible kantiano que del de lo incomprensible -insoportable. Veamos.

Para Kant el lugar de la cosa-en-sí (es decir, la cosa al margen de cualquier experiencia o representación que tengamos de ella) es precisamente el de aquello que no podemos conocer:

Ninguna cosa conocida pudo evitar “aparecer” antes en nuestra experiencia, “pasar” por nuestros sentidos. Por lo tanto, nunca conocemos la cosa tal cual es sino nuestra propia experiencia de la cosa.

Pero al mismo tiempo la cosa es, por definición, aquello de lo que la experiencia es experiencia, ya que la experiencia es siempre experiencia de algo —y ese algo es la cosa. Por lo tanto, forzosamente, la cosa es incognoscible y al mismo tiempo es necesariamente postulable-pensable. La cosa-en-sí es eso que ocupa el casillero de lo incognoscible para que el conocimiento mismo sea posible: es el punto de imposibilidad del conocimiento que es también su condición de posibilidad. Kant la llama noúmeno.
 
Volvamos ahora a lo Real de Lacan. Lo Real se sitúa en otro sitio. Rigurosamente, habría que decir que lo Real es radicalmente ajeno a la cuestión filosófica del conocimiento. A diferencia de la cosa en sí, lo Real se experimenta, por así decirlo, (de hecho, lo experimentamos bastante a menudo). Pero no podemos entenderlo, y eso es angustiante y loco. En otras palabras. Vamos a asumir, apoyándonos otra vez en Kant, que el “mundo exterior” solamente nos provee de la materia de las sensaciones mientras que nuestra mente, digamos, (el lenguaje, la cultura, lo social: el famoso sujeto trascendental) organiza esa materia en coordenadas espaciotemporales y agrega sus categorías conceptuales. Imaginemos ahora que, por alguna razón, algo escapa o no logra entrar en el pensamiento categorial. ¿Qué sería entonces esa materia o esa experiencia pura, sin organización alguna?

Cierta idea aproximativa nos la da Borges cuando dice que ver algo es entenderlo. Si “vemos” un cuchillo, “vemos” la acción de cortar, vemos la empuñadura que presupone la mano que lo toma, “vemos” eventualmente agresividad, peligro, etc. ¿Y si ninguna de estas ligaduras instrumentales, simbólicas o imaginarias estuviera presente? ¿Qué “veríamos” al ver un cuchillo, un auto, o lo que sea? Imaginemos que al despertar una mañana, después de un sueño agitado, nos han sido borrados el lenguaje, la cultura, toda memoria social: ¿qué vemos al abrir los ojos? ¿Qué es esa cosa o esa experiencia monstruosa, sin extensión y sin circunstancia, sin causa y sin efecto, ni una ni múltiple, ni fragmentaria ni total, sin límites ni adentro ni afuera?

Aquello que experimentamos y que no podemos pensar, pues carecemos de los filtros simbólico-culturales para pensar eso, nos pone en un estado de esquizofrenia que nos da una forma de aproximarnos a lo Real. Algo que no puede ser simbolizado, puesto en el lenguaje y en la experiencia socializable.

En esta perspectiva, paradójicamente, lo Real está más cerca de los sueños y de las alucinaciones que de la realidad. Los sueños, son siempre un exceso de existencia, de “materia”, de sensación o experiencia, que supera y desborda a la realidad en tanto “principio de realidad”. Lo Real (del sueño, para el caso) es el hiperrealismo doloroso o gozoso (doloroso y gozoso, a decir verdad) de lo-que-se-siente. Eso nunca puede pasar al lenguaje. De ahí el fracaso de contar sueños: no es nuestro fracaso: es el fracaso del propio lenguaje.



3.


Hay cierta pieza de ese tipo de humor británico conocido como nonsense, que le pertenece al reverendo Charles Dodgson, que fuera más conocido por haber firmado como Lewis Carroll algunos libros como Alicia a través del espejo y Alicia en el país de las Maravillas. El chiste dice, doblado al español, algo así:

Pregunta: ¿en qué se parecen un cuervo y un pupitre?
Respuesta: en que hay una a en ambos.

Hay una a en "ambos", en la palabra "ambos". La risa que provoca el chiste es inquieta y disimula cierto malestar ante lo siniestro. El chiste de Carroll parece desnudar la espantosa fragilidad del mundo del sentido y del lenguaje, de la realidad simbólica en la que vivimos, para mostrar cierto Real. Veamos. En primer lugar, estamos cómodamente instalados en un mundo referencial en el que cuervo y pupitre son las “cosas” cuervo y pupitre —y a la pregunta “en qué se parecen un cuervo y un pupitre” tendemos espontáneamente a buscar respuestas del tipo “ninguno de los dos tiene dientes”. Hacemos chistes semánticos. Pero acá hay un ligero disturbio deconstructivo que nos obliga a rever ese presupuesto. Resulta que hay una a en ambos. Entonces cuervo y pupitre no eran signos, no eran convenciones insustanciales que solamente remiten a un significado o a un referente, sino palabras, palabras-cosa, entidades materiales concretas, sonidos o grafos. Ahí nos damos cuenta de la segunda maniobra: no hay una a ni en la palabra “cuervo” ni en la palabra “pupitre”. La a, y ése es el chiste, está en “ambos”, que resulta que también era una palabra-cosa y no un signo operacional destinado a conectar semánticamente a los dos anteriores.
Hay una a en “ambos”, en la palabra “ambos”. 

Entendemos que toda la operación desemboca en un razonamiento aberrante: “cuervo y pupitre se parecen en que (porque) hay una a en ambos”. O “hay una a en ambos, y por lo tanto, cuervo y pupitre se parecen”. Nada conecta la a de ambos con el parecido entre el cuervo y el pupitre: son asuntos heterogéneos, divergentes e incompatibles que solamente se ligan en la mera proximidad material de las palabras y los sonidos, y en la proximidad formal de la secuencia de la frase.

En una secuencia de El silencio de los inocentes se prepara un operativo policial frente a una casa. Adentro, el asesino hostiga a su víctima. Afuera, un policía toca el timbre, haciéndose pasar por alguien que entrega flores. Adentro, el asesino oye el timbre. La secuencia se repite un par de veces, por cuestiones de suspense. Finalmente, el asesino abre la puerta. Afuera no hay alguien con un ramo de flores, sino la heroína. El operativo policial estaba ocurriendo en otra parte. El procedimiento es casi el mismo que el del chiste de Carroll. Interpretamos una relación semántica allí donde se nos muestra una mera yuxtaposición de tomas y por eso el director Jonnathan Demme nos engaña y nos sorprende, paradójicamente, al decirnos la verdad: miren, esto que ustedes están viendo es cine y está hecho de montajes y trucos.

Conociendo la mecánica del chiste podemos ensayar un nivel superior del juego, mucho más inquietante: “¿en qué se parecen un ave y un avión? En que hay una a en ambos”. Ahora sí, claro: hay coherencia fonética y también semántica. Pero ¿y si la a sigue estando en “ambos”? Entonces todo está, desde un principio, desconectado, desarmado e incoherente, pero cumple con la implacable apariencia de un razonamiento, se ajusta con obediencia a su chasis formal convencional. Donde vivíamos la inmaterialidad espiritual de la organización, el sentido o la racionalidad, el chiste de Carroll o la broma de Demme nos desnudan un orden riguroso y helado de cosas concretas (palabras, sonidos, tomas, encuadres) que apenas logra contener la furiosa incoherencia detrás.

Y así, quizás, el chiste termina por mostrar que existe un punto en el que nunca hay sino palabras y sonidos, secuencias disciplinadas de palabras en orden rutinario. Y si leemos El Quijote, por ejemplo, podría perturbarnos  asumir que después de treinta o cuarenta años, la vida, el esplendor y el ocaso del héroe, la locura, los sueños, las aventuras, el heroísmo, el amor, la vejez y la muerte, “en realidad” no ha pasado nada, solamente quinientas páginas, la materialidad de los dibujos sobre el papel, unos detrás de otros, grafos, letras, palabras, espacios en blanco. Lo mismo si leemos La fenomenología del Espíritu o El Capital. Solamente la aventura del lenguaje inventando el tiempo y el espacio, dando sentido, organizando el mundo, levantando ciudades y gobiernos, creando sujetos, personas, instituciones. En suma, la realidad

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