El fin de todos los medios



1.

Para un observador lejano y no especializado, la llamada “crisis del mundo árabe” es bastante rara. En primer lugar por el efecto “magia contagiosa” del estado insurreccional: en cuestión de días, como la ola en la tribuna del estadio, pasaba de Egipto a Túnez, a Bahrein, a Libia. Y a pesar de que la rareza se presta al ejercicio de la suspicacia, hay una cosa que nunca debe perderse de vista: detrás de cualquier alzamiento, cualquier rebeldía y cualquier estado insurreccional hay una herida social (opresión, miseria, explotación). Un trauma, un golpe que se expresa siempre en forma insuficiente o excesiva: nunca justa. La hipótesis de que la revuelta o la insurrección expresa un problema social se debe activar por defecto, casi por una cuestión de honestidad intelectual, antes que las hipótesis conspirativas (acá hay operaciones encubiertas, esto está armado por los departamentos de inteligencia, detrás están las petroleras de siempre) o los estados paranoicos de la ideología (fundamentalismos, fanatismos, nacionalismos rabiosos, artefactos doctrinarios). Y acá, en este último punto, está la segunda gran rareza.

Holmes: Y es más rara todavía: es el problema, para la comunidad internacional, del fundamentalismo islámico.
Watson: Pero yo no he visto ningún fundamentalismo islámico en estas revueltas.
Holmes: Ése, querido Watson, es precisamente el problema.

A diferencia de la revolución del Ayatolah, para mencionar un episodio muy famoso, en el que las revueltas adoptaron rápidamente la forma de rescate y defensa de la tradición islámica o nacionalista amenazada por la fuerza occidentalizante de Pahlevi, acá parece haber alzamientos no religiosos contra regímenes despiadadamente injustos y corruptos, con reclamos típicamente civiles como bienestar, libertad, democracia, trabajo, etc. Y hay que decirlo: creo que la ausencia de ese horizonte fundamentalista complica las cosas para el cinismo geopolítico de las potencias occidentales.

En primer lugar, siempre es más sencillo un régimen poderoso, centralista y de control, amigo de occidente y de las compañías petroleras. Y siempre, acá, es más simple apagar las pulsiones rebeldes o emancipatorias de la sociedad civil cargando cualquier alzamiento directamente a la cuenta de la inmadurez de una cultura oral, fanática y tradicionalista, en un mundo lleno de esos tipos agresivos que los informativos y Hollywood nos muestran quemando banderas y muñecos, o disparando al aire estúpidamente durante cualquier festejo o cualquier duelo. Por tanto, siempre es más fácil imaginar que los reclamos civiles emancipatorios se concentran en minorías educadas bienpensantes que tiene doctorados en universidades importantes de occidente, y que los alzamientos son golpes de las masas desterritorializadas analfabetas, que solamente pueden ser fanáticas religiosas, nacionalistas y fundamentalistas, como ráfagas de energía pura de odio que a veces estallan en el centro mismo de las grandes ciudades occidentales.

El fundamentalismo ha sido ofrecido invariablemente como lo intratable para las democracias liberales de occidente. Un intratable que lleva las cosas siempre a un esquema territorial tonto y agresivo (como los que caracterizaron a la era Bush Jr.): afuera de mí, de mi barrio, de mi casa, de mi cultura y mi sentido de lo familiar, hay una cosa sustancial básicamente mala y hostil. Es algo completamente exterior al juego de las democracias liberales de occidente, algo así  como un infantilismo ágrafo y fanático más cerca del animal que de lo humano. El mal fundamentalista.


Se sabe que desde la caída del mundo socialista ya no hay una figura central demoníaca que motive al capitalismo liberal de occidente. Pero tampoco hay izquierdas seculares de peso capaces de organizar y canalizar las demandas, los descontentos y las revueltas. El Mal Fundamentalista aparece entonces como el monstruo ideal, omnipresente, reactivo, enfermo de odio, capaz de ráfagas y estocadas terroristas muy dañinas, y, básicamente, hecho a la medida de del apetito intervencionista de las potencias occidentales.

Occidente piensa al mundo árabe y musulmán en una disyuntiva axiomática: o dictaduras aliadas o el caos de gobiernos teocráticos fundamentalistas (así como antes eran “dictaduras aliadas” o “totalitarismo pro-soviético”). Por tanto, cualquier revuelta civil contra un régimen opresivo, injusto o ladrón corre el riesgo inherente de ser un buen caldo para que prospere el monstruo fundamentalista. Eso justifica ampliamente cualquier intervención, diplomática o militar, explícita o encubierta.

Así, es precisamente la ausencia de componente fundamentalista en estas últimas revueltas del mundo árabe lo que resulta extraño, pues eso, paradójicamente, es el malestar de Occidente.




2.

Y por fin apareció el pretexto. La ausencia de componente fundamentalista en las revueltas árabes había complicado las cosas para las potencias occidentales. Un malestar provocado por insurrecciones típicamente civiles en regiones en las que no conviene que haya insurrecciones civiles, sino más bien loquitos fanáticos enojados con algún hereje o algún blasfemo, que justificaran a su vez, oportunamente, una nueva intervención, un golpe monárquico autoritario, una mano dura contra la inmadurez política endémica de ese pueblo, una nueva revuelta, una intervención extranjera para calmar los ánimos, una democratización tutelada, en fin.

De ahí que la intervención de la ONU-OTAN para impedir la generalización del conflicto (supongo que el mayor peligro es el contagio de Arabia Saudita) haya ocurrido en Libia: un viejo régimen personalista que pocos recordaban ya, con un caudillo carismático poco verosímil como una especie de Ricardo Fort, ya totalmente inocuo o funcional a los intereses de Occidente. Gadafi fue maestro de terroristas en la era Reagan. Y aunque seguramente había sido parte invisible del Eje del Mal de aquel exceso penoso llamado Bush, la caída del mundo socialista lo había preparado ya para una conmovedora y teatral reconciliación con Occidente y sus líderes más recalcitrantes, llena de protocolos y adulonería, en la que no fue posible dejar de notar su evolución transformista de líder revolucionario a líder étnico, pintoresco y folclórico. Haciendo juego con la democracia multiculturalista. Y ahora, en estos otros tiempos, vuelve a ser reflotado súbitamente como un incorregible dictador, como una "locura asesina" y como un peligro para la vida de sus compatriotas civiles.

Hay que considerar antes que nada que en la Casa Blanca ya no hay un magnate petrolero educado por Disney, sino un presidente alternativo, tolerante, conversador, sofisticado y utópico. Digamos que ya no está Homero Simpson en el poder, sino su hija Lisa. Del fundamentalismo de Bush y sus rudimentos de religión holywoodense, a la laicidad democrática de Obama y su retórica cívica tolerante y constitucionalista. Y es precisamente a Obama a quien le ha tocado ahora mover en Libia al artefacto militar, así como a otro demócrata famoso, Bill Clinton, le tocó hacer exactamente la misma fealdad en Yugoslavia a fines de siglo pasado. Es que son los demócratas educados los que hacen las guerras feas, sucias, asordinadas. Los Bush lanzan el artefacto militar en cruzadas frontales devastadoras con coartadas elementales y paranoicas. Ellos invaden, bombardean e incendian para borrar al mal de la tierra. Son operaciones de cirugía grosera: la invasión a Panamá para llevar a Noriega a la justicia americana, la devastación de Afganistán para neutralizar el peligro Talibán, la destrucción de Irak para derrocar a Saddam. Operaciones completamente inverosímiles cuya verdad es precisamente la inconguencia, la exhibición inmotivada de un poder mecánico absoluto: lo Real. Como Jason Voorhees, el machetero enmascarado de Viernes 13. Detrás no hay nada, ninguna ideología, ninguna justificación, ninguna compleja operación de inteligencia militar o de diplomacia. Sólo hay, vagamente, el eco de un mandato simple y psicótico: un empuje ciego, la voz en la cabeza del psychokiller.

Los Clinton-Obama en cambio se condenan a hacer guerras retorcidas, perversas e hipócritas.   Procederán constitucionalmente, nunca irán solos, ni en alianzas que no tengan cierta legitimidad previa, reunirán al Consejo de Seguridad de la ONU, operarán en bloque con la OTAN y otros artefactos, apelarán a coartadas legislativas o humanitarias. Hablarán de zonas de exclusión, de intervenciones de seguridad, de protección de las poblaciones civiles, como cuando el terremoto de Haití. No hablarán nunca de guerras justas ni de cruzadas contra el Mal: darán la sensación de intervenir a desgano en zonas ya revueltas como medida extrema para proteger al desamparado.

Y este contrasentido, esta impostura del sentido como forma de cubrir un sentido divergente detrás, puede resultar fatal. Pues el enojo que nos produce la hipocresía o el engaño no es el mismo que el que nos produce la mera irracionalidad o la mera incongruencia. Veamos. La lógica de guerra de la administración Bush nos instalaba desde el comienzo en un mundo psicótico en el cual un país entero podía ser arrasado porque se negaba a entregar algo que no tenía, como ocurrió con Saddam y las armas químicas. Hay una prohibición del sentido. El contrato de sentido está arruinado desde el comienzo. Y se diría que la incongruencia de la instrucción (“Ya mismo me entrega eso que no existe o lo bombardeo”) está ahí sólo para exhibir el triunfo avasallante de lo real del poder y los antojos del Amo sobre el sentido. No busque sentido, señor: no hay sentido en este mundo: sólo orden.

Pero allí donde Bush había impuesto el orden (las armas y el poder sobre el sentido), Obama parece no tener más remedio que volver al simulacro (de sentido), es decir, a la corrección: pues él es la cara buena de un mundo cuyo chasis, en definitiva, es el mismo que el de Bush: megamáquina militar, giganegocio de la energía.




3.

Nos preguntábamos: ¿por qué todavía (o por qué otra vez) esta escrupulosa observación de la formalidad diplomática, política o humanitaria, como justificación estúpida de la enésima intervención militar lisa y llana, en un mundo en el que la obscenidad, la sobreexposición y el empuje ya parecen haberlo tapizado todo, globalmente? ¿Por qué arriesgarse a la hipocresía, si la escena irracional de la Cruzada de Bush Junior era más rentable en todo sentido? Mover el artefacto militar, situarse antes de la política y del sentido y desde ahí bombardear.

Pues veíamos que el enojo que nos provoca la irracionalidad o la incongruencia del Amo es totalmente distinto al que nos produce su hipocresía o su engaño. El enojo que nos produce la irracionalidad es, diríamos, él mismo, irracional. Es primario: explosivo y reactivo, o fascinado e inoperante. Tiene algo de terror o de depresión profunda. El enojo que nos produce la hipocresía es más complejo y más productivo. Está atravesado por los dramas de la indignación, la sensación de haber sido estafados, la necesidad de descubrir, de ir-a-través-de, de superar esa verdad aparente que nos mantenía quietos y conformes en nuestro lugar.

Entonces, nuevamente: ¿por qué este nuevo ingreso del sentido si seguramente ya nadie hay a quien convencer, ya no hay nadie que crea en los territorios de exclusión, en la neutralidad asegurada militarmente, en las misiones de paz, en las zonas de protección aérea, en el bombardeo a objetivos militares cuya existencia representa un peligro para los civiles desamparados, en fin? ¿A qué este simulacro de sentido político allí donde lo real es el aparato militar-industrial: las armas asegurando la hegemonía de los grandes artefactos industriales ante el petróleo que se agota? ¿A qué este simulacro de sentido político que se muestra como doblemente hueco además, ya que lo que se está combatiendo es, en última instancia, la aparición del sentido político mismo —ése que está encarnado, para el caso, en revueltas civiles del mundo árabe contra la opresión y la miseria, por trabajo, libertad, bienestar, etc.? 

De este orden es el enojo que nos produce la estúpida interpelación moral de Bernard-Henri-Lévy. Antes de la intervención militar de la OTAN en Libia, Lévy había solicitado a Francia (y a todo Occidente, supongo) no dejar sola a la rebelión, ya que a diferencia de los líderes de Egipto y Túnez, Gadafi iba a resultar un dictador mucho más duro, y los rebeldes podían ser derrotados y masacrados. Pues un liberal o un derechista superados saben bien que la euroizquierda civilizada es pusilánime y no tiene la menor idea de qué hacer si hay que desplegar la fuerza militar para defender al débil. Pues todavía sigue luchando contra los fantasmas del colonialismo, las intervenciones y las masacres. La solicitud de Lévy solamente podía ser cínica o tonta (y seguramente era cínica y tonta). Sarkozy le hizo caso, ciertamente, pues en realidad era Lévy quien le hacía caso a Sarkozy, y todos lo sabíamos ya. Así se lograba, paradójicamente, con el pretexto de intervenir para defender la revuelta libertaria en una cruzada militar en la defensa del débil en apuros, que su Francia y el Occidente armado y en crisis crearan no una zona de exclusión de Gadafi y su “locura asesina”, sino un muro de contención de la rebelión en el mundo árabe.  La guerra no es la continuación de la política por otros medios, como decía Claussewitz. Es su clausura: el fin sin medios.

Conviene no olvidar que mientras Obama ocupa cada vez con mayor dificultad el lugar del buen multiculturalista, demócrata y piola, Sarkozy, excitadísimo con su pequeño protagonismo, es un tránsfuga reaccionario y agresivo cuya campaña electoral otro tránsfuga llamado Gadafi dice haber financiado. Y así como David Cameron se suma al ataque, Merkel se abstiene o Zapatero izquierdista colabora. El Primer Mundo ya no muestra, como quieren tantos utopistas liberales, ni izquierdas ni derechas. Pero este nuevo mundo posconciliar no está unido por el pacífico imaginario democrático tolerante radical que todavía quiere encarnar Obama, y del que el propio Gadafi fue un signo floclórico en la década pasada, sino por lo real violento de los recursos energéticos privados y de las armas que arrebatan o defienden.

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