Dos malestares de la cultura uruguaya
1. El Edificio Auditorio del SODRE [1] es la metáfora de una catástrofe de la cultura, un movimiento implosivo, una especie de espasmo terminal. Con él entendemos que la Ciudad Letrada ha caído dentro de su propio centro de masa. El edificio mismo parece resultar de la inversión del principio centralizador, fecundante y expansivo que había caracterizado al circuito cultural urbano durante el período de la civilización uruguaya. Es un paseo vidriado, transparente, ligeramente obsceno. Si antes el sueño de la cultura era la épica del centro letrado proyectándose sobre la periferia, ahora la cultura se hace lírica y pasiva, se invagina, se concentra en un punto, se encierra en una burbuja y hace lo único que parece estar a su alcance: exhibir como espectáculo su interior creativo. Como esos artefactos de vidrio o acrílico que muestran su propio mecanismo, la cultura culta del centro no nos interesaría o seduciría por lo que fuera capaz de hacer (siempre tememos a la decepción: lo que la máquina es capaz de hacer —en caso de que sea capaz de hacer algo— podría no resultarnos interesante en absoluto), sino que nos fascinaría en y por su propio funcionamiento, su misma mecánica.
Donde antes había un movimiento hacia afuera, una conquista, entonces, ahora aparecía un retorno al centro que no es sólo metafórico. Un edificio vidriado, una especie de Aleph, juego de transparencia arquitectónica en el centro del centro de la ciudad, donde la cultura estatal exhibiría, para el pasmo y el éxtasis del iletrado dominguero, la delicadeza de su interioridad atareada. El Auditorio, es verdad, es la utopía de lo bello, de lo discreto, de lo íntimo: un adentro envuelto en una epidermis transparente, mostrándose con generosidad. Pero esa utopía parecía destinada a cerrar en una operación mágica masiva. Cuestiones anecdóticas y casi accidentales dispusieron que la inauguración del Auditorio llegara fuera de su propio tiempo.[2] El edificio aparece, es evidente, mucho después del último suspiro civilizatorio que aún pretendía, después de la dictadura, restaurar cierto clima perdido (1985-1990). Pero también mucho después del último estupor del viejo intelectual aturdido por el confuso ambiente posletrado, absorto ante la estampida fragmentaria de lo social en la nada barullenta de la lógica técnica del mercado, del consumo, del beneficio, de la necesidad o de la sobrevivencia (1990-1995). El edificio llega, digamos, en los tiempos de la consagración y la celebración del Otro por el Mismo. Llega en tiempos en los que finalmente el centro (algo-como-el-centro, digamos: la forma administrativa convencional del centro) está convencido de que la mejor respuesta al ambiente posletrado es emplazar, en su propio centro imposible, el monumento pleno a la periferia.
2. Las dos figuras se ensimisman al ritmo de una cumbia villera o de un reguetón. Los bailarines se tocan apenas. Él apoya una mano en el hombro de ella y la otra en su cadera. Ella hace lo mismo. No sonríen ni miran al público como en un espectáculo. No se miran a la cara como en una ceremonia de apareamiento. La mirada, concentrada en los pasos y en los movimientos de los pies, cierra la máquina sobre sí misma. Es un trance autista del propio baile, el baile como trance autista: todo se suspende en la burbuja de una vaga concentración de Narciso. La vestimenta es deliberadamente pobre: tanto la de él como la de ella recuerdan el atavío del compadrito: sombrero de ala corta volcado sobre los ojos, sacos cortones a rayas, pantalones caídos a la cadera. En Made in Cante [3] todo es un simulacro, y la pareja que baila cumbia villera o cumbia plancha es parte de un experimento arqueológico. Forma trasplantada de la cultura marginal, objeto polisémico e interesante colgado en el salón Plataforma del MEC en la calle San José. ¿No es acaso esa pareja, antes que nada, un objeto de lo que algunos llaman, enigmáticamente, arte conceptual —i.e. algo destinado a no mostrar nada que no sea el propio gesto que lo produce: para el caso, la actual vocación tolerante, amplia y democrática del centro y el Estado —y también su vocación de juventud, por así decirlo, encarnada en su nuevo aire de vaga y discreta contracultura? Los ministros pueden lavar así sus culpas: si la nación se hizo a golpes de una cultura céntrica expansionista tomando las periferias con la coartada de la civilización, es hora de pedir disculpas y recibir a las figuras periféricas en el vientre generoso y transparente del salón del centro.
Este monumento al Otro se erige en el gesto puntual de consagrar al Otro en monumento y como monumento —sin tocarlo, sin decirlo, sin pensarlo siquiera. Es un espejo perverso que refleja, al mismo tiempo, el milagro imaginario del Otro y el ingenuo poder consagratorio del Mismo. De todas formas, la tardanza no parece estropear la figura conceptual original del Edificio Auditorio de una retirada narcisista de la cultura (desde el proyecto educativo-civilizatorio a la discreta oferta de sí misma como espectáculo): la continúa y la prolonga, por así decirlo. El centro ya no solamente muestra la transparencia psicótico-narcisista de su propio organismo y de su propio funcionamiento: lo muestra, ya consagrado, en el Otro. Muestra su ilimitado poder de mostrar, su inútil poder legitimante. Quiere, desde el punto minúsculo de su existencia, cubrir todo con la magia contagiosa de su gesto democrático liberal absoluto e indialéctico. La cultura céntrica ya no civiliza ni conquista. Ya no agrede a nadie: sólo a sí misma. No se exhibe a sí misma para el éxtasis del periférico: hace algo mucho más siniestro: exhibe —para su propio éxtasis o su propio escándalo— la imagen sagrada de la periferia, la intocada estampita del otro, su souvenir.
(...) en este Centro de hoy ya nadie parece querer someter a la expresión marginal o periférica a una arquitectura de simbolización e interpretación (que sería, por fuerza, la del Centro), ya nadie muestra voluntad de traducir al otro —pues eso sería casi inmoral. Made in Cante, paradójicamente, muestra en este punto lo contrario de lo que argumenta: su gesto se sitúa en las antípodas frías de los procesos integrativos de hace cien años, cuando el milongón orillero, padre del tango, podía considerarse après coup como una pervivencia infantil o premoderna en la sociedad que se instalaba. Hoy, aunque diga lo contrario, el propio MEC indica que ya no parece que fuéramos a asistir a la gloria futura de un género subprestigiado como antes ocurrió con el tango, no parece que fuéramos a ver el triunfo en la ciudad del mañana de una contraestética o de una intervención marginal: pues la música plancha o villera no es un residuo premoderno salvaje en un mundo que se va organizando. Es, por el contrario, el grito de lo que vendrá: un portentoso relámpago ultramoderno o post-civilizatorio de desterritorialización y fuga.
¿A qué entonces el gesto del MEC de exponer la cumbia en el centro? O mejor: ¿qué está haciendo hoy el Centro con su Otro? Pues al final, residualmente, después de todo este juego de modernidad y posmodernidad, de mesianismo y arrepentimiento, de desmentidas y reafirmaciones del propio centro letrado, lo que sobrevive de la pareja y de su baile orillero es ligeramente monstruoso: el brillo opaco de una simple y absoluta estetización antropológica de la cultura periférica, y de toda cultura, en suma. Todo es cultura ya no remite solamente al viejo llamado ingenuo a abolir la distinción aristocrática entre cultura alta y baja. Todo es cultura (todo es arte) quiere decir que todo está tocado, encantado y hasta milagroseado por la cultura. Una monumentalización radical del Otro. En el salón del MEC, sorprendida por la mirada del curioso o por la cámara del noticiero, esa pareja plancha suspendida en la pista nunca fue sino un skéma, una polaroid, una instantánea: estampita triste —y también bella, por qué no— del folclore de la pobreza uruguaya de principios de siglo XXI. Pero no más. Es un monumento. Un objeto extravagante clavado en la pared del salón céntrico del Estado. Una muestra, no un concepto. Un registro o un reflejo, no una interpretación. Un objeto incorporado (clavado en el cuerpo), no simbolizado.
Entonces, podemos caracterizar al clima político cultural que invocábamos al comienzo de este parágrafo. Hoy asistimos a la flotación indiferente y narcisista de las culturas locales o parciales, acompañada del éxtasis del nuevo intelectual que ve pasar las partículas como una fiesta de la nueva democracia. Algo como una deriva centrífuga es el movimiento que marca hoy la dinámica de lo social. Y lo terrible es que no se trata del cuerpo social huyendo de la democracia: es la democracia misma lo que parece estar fugándose (fugándose de la política, digamos). La democracia ya no se entiende en la línea de los procesos integrativos clásicos, sino en la diseminación de las energías sociales y de la fuga. Tanto más democrática parece hoy una sociedad cuanto menos se relaciona con el centro, cuanto más libres corren sus partículas por el territorio, sin representación ni deseo de representación: voces y no lenguaje, expresiones y no juicios o interpretaciones. En rigor, ya no hay centro ni periferia. Ya no convocatorias o interpelaciones desde el centro republicano de la ciudad, sino la disuasión fría de la masa, el desparramo de la energía de un socius que es democrático por ser territorial y ya no por ser político.
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NOTAS
[1] Gran centro cultural del Estado uruguayo, de accidentada historia. Nace como proyecto en la primera administración política posdictadura. Además de salas e instalaciones, se propone como un paseo de interés para los civiles curiosos: incluso desde la calle sería posible observar un ensayo de la sinfónica, digamos, en la sala de paredes de vidrio.
[3] Made in Cante es una iniciativa del Ministerio de Educación y Cultura de impartir clases abiertas de cumbia villera en un salón de exposiciones artísticas plásticas en el centro de la ciudad de Montevideo.
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