juegos absolutos
(Fragmento del libro DisneyWar, recientemente reeditado por Hum)
Roger
Caillois define y se aproxima al juego como una actividad libre (el
jugador no está obligado al juego; de ser así éste perdería “su naturaleza de diversión atractiva y alegre”), separada
(tiene límites de espacio y de tiempo precisos y predeterminados), incierta
(su desarrollo no está determinado y su resultado no está dado de antemano, por
dejarse a la iniciativa del jugador cierta libertad de inventar), improductiva
(no crea ni bienes ni riqueza ni “elemento nuevo de ninguna especie”), reglamentada
(sometida a convenciones que suspenden las leyes ordinarias e instauran
momentáneamente una nueva legislación, que es la única que cuenta), ficticia
(acompañada de una conciencia específica de “realidad secundaria” o de “una
franca irrealidad en comparación con la vida corriente”).[1]
La cultura territorial contemporánea es una violenta generalización abstracta
del juego. Eso nos crea algunos inconvenientes que se convierten en una clave
teórica para tratar el asunto. Si todo es juego o si en todo hay juegos (así
como los sprachspiele de Wittgenstein indican competencias y desempeños
diversos de los jugadores en distintas prácticas lingüísticas más o menos
imaginarias de la vida social), las características del juego como actividad libre,
separada y ficticia se vacían y redefinen, una en relación a la
otra, para componer un inquietante perímetro ilimitado (el propio territorio)
en el que la improductividad y la reglamentación ejercen un
despiadado y obsesivo despotismo. Veamos.
Me
gustaría ligar el carácter libre del juego menos a la noción simple de
no-coerción (el jugador no es ni puede ser obligado a jugar) que a la
conciencia del carácter ficticio del juego, al reconocimiento de la
posibilidad de dejar de jugar, de poner fin a la “realidad secundaria” del
juego (como perímetro en el que suspendo a aquel quien-soy-en-realidad y “soy
de otro modo que en la vida corriente”)[2]
para despertar a la “realidad primera” de la “vida”. Digamos que el juego es libre
no cuando el jugador no es obligado a jugar. El juego es libre solamente si el
jugador tiene la conciencia de la posibilidad de dejar de jugar. Aunque el
alcance empírico de ambas sea similar (¿qué diferencia sustancial hay entre
obligarme a entrar a un juego, e impedirme salir de él una vez que entro?),
conceptualmente funcionan en forma bastante diferente. El reconocimiento del
carácter ficticio del juego es lo que garantiza que el problema de las
propias condiciones de existencia del jugador sean planteadas. Lo ficticio
del juego funciona implícitamente en el antagonismo juego/vida o juego/realidad,
y ese antagonismo es el que me permite pensar un “afuera del juego”, un “salir
del juego” que reinscribe el carácter libre en el esquema crítico de la
superación y, por tanto, en el mito emancipatorio. Esto termina por invertir el
esquema liberal de la antropología clásica: nos hace pensar el juego
(ficción) como la “realidad primera”, y la vida (bios, vida
social, realidad social) como “realidad secundaria” a conquistar. Es necesario
entonces (y hoy más que nunca, supongo) sostener que no vivimos por defecto en
una realidad que nos ofrece la alternativa de entrar o no al sistema del
juego: vivimos ya en el sistema reglado y plano del juego y tenemos que poder
pensar el antagonismo entre el juego y un más-allá-del-juego para liberarnos
del juego. Y en ese sentido es exacta la afirmación de Huizinga de que el juego
es más viejo que la cultura.
Hay una
tira de Mafalda en la que Felipe y Miguelito juegan en el parque a los cowboys
en un tiroteo con indios. Felipe le reprocha a Miguelito (siempre
despreocupado por la verosimilitud del juego) que no recarga el revolver, y le
grita: “¡un poco más de realismo, caramba!”. Miguelito le responde con bastante
lógica: "si de eso se trata, en realidad tendríamos que estar en casa
haciendo los deberes y no tiroteándonos con indios en un desfiladero”. El cuadro
final muestra a Felipe ya en su casa, con sus útiles escolares, lamentándose: “realismo
dije, no realidad”. Aunque con sufrimiento, con angustia, con decepción,
Felipe es capaz de salir de la preocupación eufórica y obsesiva por el juego a
través del duelo que lo conceptualiza: realidad, dice, es algo distinto
a realismo. Vamos a definir realismo
como la intensificación o la exacerbación del juego y sus exigencias de
verosimilitud, y realidad como el corte del juego, la posibilidad de
salir del juego. En la cultura territorial contemporánea tiende a borrarse,
precisamente, el antagonismo realismo/realidad. Todo se ha
llenado de juegos, de reglas, de desempeños, de comunicación, de intercambios y
de rituales. La cultura territorial es la peor de las violencias, ya que carece
de un lenguaje que nos permita pensarla como violenta. Sin lenguaje, sin
posibilidad de plantear el antagonismo entre el juego hiperrealista y la
realidad, jugamos a ser agresivos, a ser fanáticos, a ser violentos, a
matar y a morir. Así, somos agresivos, violentos, matamos y morimos
siempre in animus iocandi: eterno velo sin drama y sin horror. Pues está
claro que el juego no tiene sentido ni verdad ni crítica. El juego es un
sistema inmanente cuya finalidad es el propio juego. Y si repetimos la fórmula
de que “el juego es anterior a la cultura” y que “los animales juegan sin que
nadie se los haya enseñado”, podría decirse que la “cultura” (la
“civilización”, lo humano) debe establecerse, precisamente, como cierta
capacidad de dejar de jugar, en el sentido de poder crear una “realidad
trascendente” al juego, un antagonismo entre el juego y algo que no es juego,
cuya única posibilidad es el lenguaje.[3]
Seguramente la mecánica
del juego fue lo que costó la vida de Álvaro Froste. Algo fracasa en el
lenguaje (el nombre del Padre) cuando un insulto (un gesto, una provocación, un
desafío, una amenaza, un apetito) no me deja otra posibilidad que una respuesta
masiva: cuando no hay un resto que me permita pensarme por encima de la
circunstancia del intercambio, y todo se encamina ciegamente a la “solución
final” hiperrealista en el cuerpo y en la vida —sin metáfora. Eso
se llamaba pasaje al acto, cuando todavía teníamos un lenguaje y por
tanto una realidad como “principio de realidad” que se activaban por defecto
para mediar en mi vínculo con el otro. Pasaje al acto indicaba que el
lenguaje había llegado a un punto de saturación y que a partir de ese punto
comenzaba el desborde hacia lo más salvaje. El lenguaje estaba ahí para
que pudiéramos pensar civilizadamente nuestras propias condiciones en el
intercambio, y el daño o el exceso del lenguaje era una excepción que también
podía, eventualmente, interpretarse, ser devuelta a la significación. Pero
ahora siempre-ya estamos en acto. La falla del lenguaje es masiva, y dispara
toda clase de “juegos de exceso” que no pueden ser pensados, precisamente, como
excesos. En mayo del 2009, dos adolescentes, de 15 y 17 años, murieron
en dos episodios diferentes vinculados a un partido de básquetbol. Se dijo que
las provocaciones habían empezado en el espacio virtual de un chat, por
internet. Entonces todo crece: aquello que había empezado como un intercambio
agresivo de mensajes e insultos, inofensivos en tanto ocurrían a distancia, de
pronto pierde los límites y pasa a la escena próxima de una escaramuza
callejera y de ahí a los golpes y de ahí a un cuchillo y a una muerte. Pero la
catástrofe, la verdadera catátrofe, es que “los límites” ya se habían perdido
desde el comienzo. Ya no había límites. La escena comunicativa del chat
o de los mensajes por celular ya es próxima, entreverada, dañina, es ya un
desfondamiento de los límites: la única legalidad vigente es el juego agresivo
y desafiante de la comunicación, y de ahí en más todo es un mero asunto de
perfeccionamiento realista del juego. Plus de goce. Quiero definir, en
estas coordenadas, la hiperrealidad baudrillardiana: es el empuje
realista del juego, ya sin oposición conceptual con la realidad (y por tanto
siempre más-real-que-la-realidad), hasta alcanzar la muerte en lo Real.
Es bastante evidente que
ya no hay realidad. Sólo queda el (hiper)realismo de los juegos. Ya no hay
conciencia de la posibilidad de salir del juego. Y en última instancia, ante la
sorda presión angustiosa de que no podemos ganar (y ni siquiera jugar,
en el sentido estricto de la palabra), la única salida del juego generalizado
parece ser hoy un acting brutal, una descarga violenta que nos arrasa a
patear la mesa y hacer volar por el aire dados, cartas y trebejos. Es lo que
dice Zizek, en definitiva, con relación a los disturbios del Reino Unido de
agosto del 2011:
“(…) The fact that the rioters have no programme is therefore itself a
fact to be interpreted: it tells us a great deal about our
ideological-political predicament and about the kind of society we inhabit, a
society which celebrates choice but in which the only available alternative to
enforced democratic consensus is a blind acting out. (…). What is the
point of our celebrated freedom of choice when the only choice is between playing
by the rules and (self-)destructive violence? Alain Badiou has argued that
we live in a social space which is increasingly experienced as ‘worldless’: in
such a space, the only form protest can take is meaningless violence. Perhaps
this is one of the main dangers of capitalism: although by virtue of being
global it encompasses the whole world, it sustains a ‘worldless’ ideological
constellation in which people are deprived of their ways of locating meaning.”
[4]
El juego es la lógica misma del territorio. El juego
es pragmático y comunicativo, expande por conexión y contagio en términos de
rendimiento, desempeño, habilidades, obediencia a las reglas. La realidad
social o la cultura, en cambio, es reflexiva: se estructura en un lenguaje que
nos permitirá cortar o suspender (y, llegado el caso, conceptualizar) el empuje
conectivo del juego. Digámoslo así: el juego (el territorio) es imaginario
y la realidad cultural es simbólica. Y lo que queda en el territorio
después de abolir la “ley ordinaria” de la realidad social y cultural (lo
simbólico) no es anomia (Durkheim, Merton) sino la hipernomia de
los juegos generalizados, rígidos sistemas de reglas, procedimientos altamente
protocolares, coreografías, ritos y ceremonias. La cultura territorial es
furiosamente obsesiva. Tomando la vieja clasificación griega de Caillois,
podemos agrupar a los juegos en cuatro grupos, de límites y lógicas siempre un
poco arbitrarios y evanescentes, pero útiles para imaginar un mapa de la
obsesión, una distribución de los rituales y reglamentos de la cultura
territorial contemporánea: a. agon. juegos de competencia o desafío; b. alea.
juegos de azar o destino; c. mimicry. juegos de expresión o disfraz; d. ilinx.
juegos de vértigo o estados alterados.
Todo se ha llenado, inevitablemente, de juegos de
competencia. En primer lugar porque nada puede distinguir, es obvio, entre conductas
(sociales) de competencia-desafío y juegos de desafío, y ésa es,
precisamente, la clave luterana del registro descriptivo de la sociología, la
antropología o la etología.[5]
Detrás se ha cancelado toda posibilidad de pensar algo como el “desafío” en una
analítica del sujeto social que maneje hipótesis sobre la “patología” del
desafío o el “daño” que la provoca o la empuja (hipótesis que serán necesariamente
políticas y no médicas o policíacas). Ya no hay diferencia alguna entre ser
competitivo o desafiante, comportarse en forma desafiante y jugar
a desafiar. La masa odia esa diferencia, y el facilismo de la descripción
eto-antropo-sociológica confirma ese odio. (Alea es una mera variante de
agon: el desafío se dirige contra las fuerzas míticas del azar, del
destino o la naturaleza.) En segundo lugar, agon, los juegos de
competencia y desafío, así como mimicry, los de expresión y disfraz, son
hiperrealistas en tanto han logrado romper la película fragilísima que los
separaba de cierto Real como la vida y el cuerpo —sin haber dejado, por eso, de
ser juegos (y seguramente, son juegos, juegos absolutos, porque
han roto la lámina que los separaba de lo Real). Esto es lo que ilustran los
asesinatos de adolescentes que mencionamos. Indican la imposibilidad de salir
del juego del desafío, de los rituales de la lealtad o el honor que nos pegan a
muerte a la tribu, al grupo o a la manada, del rol (mimicry) de macho territorial
lleno de colgajos y cocardas de prestigio, celoso dueño de una gorra, de una
camiseta, de una novia —o también de una bandera, de un territorio, de una
patria (que la magnitud oficial de estos últimos fetiches no nos engañen: son
tan tontamente territoriales como los anteriores). Sin el recurso de la realidad,
sin posibilidad alguna de despertar del sueño, todo crece y se exacerba en el
exponente realista del juego hasta enterrarse finalmente, como un cuchillo o
una bala, en lo Real del cuerpo y de la vida. Y todo está ciegamente cosido en
mimicry, en la deslumbrante economía hiperrealista de los roles, la
mímesis, la expresión y el disfraz. Si hombre/mujer es un concepto, un
antagonismo que organiza y da sentido a la energía social en la realidad (los
relatos de la alteridad, el deseo, la seducción, etc.), macho/hembra son
disfraces hiperrealistas que tocan el cuerpo, lo producen y lo arman
(como el disfraz de mujer hecho de piel de mujer que se estaba confeccionando
el travesti psicótico Buffalo Bill, en The silence of the lambs). La
tecnología transformista de la vestimenta, la cirugía, las hormonas, la
gimnasia, la gestualidad, aparece como la “solución final” sobre el cuerpo, de
un furor o un empuje de realismo (verosimilitud o engaño) que nace sin
metáfora y parece condenado a no detenerse. Lo mismo ocurre con los demás roles
sociales: padre de familia, jefe, intelectual, académico, técnico, militante,
mujer fatal. Los rasgos de la subjetividad son absorbidos totalmente por
los roles y los disfraces en la fiesta pagana despreocupada y alegre del
carnaval de los juegos.[6]
Finalmente, el vértigo (ilinx) es el más
siniestro de los juegos. Las prótesis electrónicas de la fascinación
ciberdélica, las prótesis mecánicas de la velocidad, las prótesis químicas de
las drogas y las sustancias. Hay juegos de intensidad más baja: los sabores,
los aromas, los colores, las texturas, los sonidos. Es claro que hay un
componente de vértigo en otros juegos, como la excitación y la
adrenalina en el desafío, tanto más cuanto más cerca de lo Real se
sitúa. Pero a diferencia de desafío o de disfraz, vértigo
no es una pulsión realista imaginaria destinada a desfondarse en la solución
final de lo Real. El vértigo es, él mismo, lo Real. Es la coincidencia
plena de realismo y Real. Es, en suma, la consagración helada de lo Real: el
horrendo cerebro neurológico, químico, eléctrico, sin psiquismo. El vértigo
opera directamente sobre el cuerpo, ya que lo real comienza, precisamente, en
el estado alterado del fenómeno o de la experiencia pura sin sentido. “¿Qué
puede haber más cierto para un hombre que aquello que experimenta y siente en
su propio cuerpo?”[7]
Las cefaleas, el sueño, las parasomnias, las alucinaciones, la excitación, el
pánico, la voluptuosidad. El grado muerto del sentido corresponde al grado
infinito de la experiencia. El vértigo es la aniquilación de la
realidad.
[1] Caillois, R. Los juegos y los hombres. La magia y el vértigo. FCE, México, 1986.
[2] Huizinga, J. Homo Ludens. Alianza Editorial,
Madrid, 2000.
[3] Es bastante evidente que ese necesario más-allá-del-juego,
ese (extra)campo que funciona como literalidad o referencia, como el punto de
no metaforicidad que permite la metáfora (el noúmeno podría decirse),
es, para Marx, la producción. Durante un tiempo esa reificación de la
producción fue severamente desarmada como uno de los tantos mitos metafísicos o
logocéntricos que impiden la libre circulación hermenéutica de las metáforas,
de los textos o de las interpretaciones, imponiendo su sentido en forma más o
menos despótica o burocrática. Ese ha sido el talante de la antimetafísica
arqueológica, genealógica o decontruccionista, y también ha sido el del
multiculturalismo. Sin esa reificación nos privamos, precisamente, de
metáfora y de lenguaje, de organización y logos. Nos quedamos sin una
Ley que nos permita distinguir al juego desde el campo del no-juego. La
paradoja del discurso marxiano es que la política está situada en cierta
posición secundaria o subordinada con relación a la economía y la producción,
pero el lenguaje autónomo y soberano que me permite decir o pensar la
producción o la economía, y por tanto, la propia relación entre economía y
política, es, por definición, política. Ese pliegue de la
política sobre sí misma, en el cual la economía o la producción no pueden ser
meramente cosas reales de las que deriva el lenguaje pero tampoco producciones
imaginarias del orden del discurso, es lo que se obtura o se aplana en
cualquier “crítica” del orden de la producción. De ahí que el carácter improductivo
del juego sea lo que cierra el carácter inmanente de todo discurso sobre el
juego: sin trascendencia, sin sentido, sin moral, sin verdadero intercambio.
[4] Zizek, S. “Shoplifters of the
World Unite”. London Review of Books, 19-08-2011. Itálicas mías, SN.
[5] Menciono esta fusión entre aparecer y ser
como rasgo típico de la transparencia ética del protestante, en Núñez, S. Cosas
Profanas. Los límites políticos de los objetos. Trilce. Montevideo, 2009,
pp. 78 y ss.
[6] Una película de Wes Craven, Soul to take,
incluye un diálogo absurdo que ilustra el asunto:
a.
Estoy asustado.
b.
Tenemos 16 años, Bug, nos guste o no, somos hombres ahora.
a. No
me siento hombre.
b.
Nadie se siente hombre. Por eso se finge.
a.
¿Para ser hombre debo fingir ser hombre?
b. Así
es. No puedes huir. Debes enfrentar tu miedo como un hombre.
a.
¿Aunque no sea un hombre?
b.
Porque no eres un hombre. Cuanto mejor finjas más hombre serás.
[7] Schreber,
D.P. Memorias de un enfermo nervioso. Sexto Piso, Mexico, 2008
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